Luis Lozano escribe una novela de tintes borgeanos donde todo un pueblo, Providencia, se convierte en el escenario de la ficción. El imitador de Dios es un antipolicial plagado de enigmas sin resolver y marcado por el fracaso del investigador.
› Por Carolina Kelly
“Si nos obsesionamos con la realidad, podemos perder el rastro tenue que la verdad va dejando tras de sí” dice Gauna, el narrador de El imitador de Dios, última novela de Luis Lozano. Lo dice casi como un descubrimiento celebratorio en el momento en que, frente a un ejemplar de Arcana Coelestia del teólogo sueco Swedenborg, citado en un artículo enciclopédico sobre otro teólogo, el alemán Philip Melanchthon o Claus Schwarzerde, cree haber encontrado un principio de resolución al enigma que, desde su mirada de escritor-lector, el proyecto que Vieytes pareciera proponerle: que el pueblo de Providencia ponga en escena su Obra, siendo sus habitantes los actores.
Una representación de la idea del mundo como teatro, una doble ficción. El aire borgeano es obvio: cuando la experiencia es pensada como el espacio de lo inabordable por incognoscible, sólo queda, como potencia y como límite, el relato, la invención, las conjeturas de las posibles tramas perdidas, “historias subterráneas” como las llama el narrador. Y, sin embargo, lo que es resolución teórica y analítica, conjetura fantástica que, en Borges, en general encuentra en la lectura su productividad (y su inestable tranquilidad), acá es vencida frente a la búsqueda desesperada, maniática, obsesiva por la Verdad que no está en ningún lado, que podría encontrarse más allá de la muerte, o también más acá, en la vida-muerte de esta tierra negra, en cualquier caso, en un lugar impreciso, “rastro tenue”, paradójicamente, inefable.
Toda la historia podría leerse desde la proliferación de enigmas que no se resuelven (incluidos los de varias muertes) y el presunto fracaso del investigador. En varios sentidos, es un “antipolicial”. Gauna, luego de resistirse a jugar el papel del grafómano, el rol del escritor que no puede parar de escribir, el actor que representaría la máquina que registra todo el día de La Obra, acepta esa función que Vieytes le tiene reservada, sin entender qué tiene que hacer, ignorando su destino y sabiendo que su tarea es de todos modos imposible. Calla, se contradice, no recuerda, miente, falsifica, transcribe textualmente (falazmente) de un cuaderno que se perdió y, para confirmar su “soy un fracaso” con que se presenta desde las primeras páginas, en las últimas duda sobre todo lo que negó de Vieytes, es decir, pone en jaque su narración. No le creemos, no podemos creerle y, aun así, porque sabe que su memoria es lábil y porque reconoce que otras versiones que recopila son contradictorias, por eso mismo imagina, para acercarse, según él, a la Verdad. Y falla. O no. ¿Ha entendido finalmente el objetivo de La Obra de Vieytes? “O yo estoy alucinando, paranoico, o Vieytes se volvió completamente loco”, dice Gauna: la ambigüedad se mantiene hasta el final. O, tal vez, mejor que en la locura, la incertidumbre está puesta en la posibilidad del error, la sugerencia de la probable equivocación del escritor, específicamente de su lectura y de su investigación. O, tal vez, esa sensación de equívoco, ese “sentir que la verdad siempre está en otro lado”, está contemplada dentro del proyecto general de la puesta en escena. Después de todo, Gauna es otro actor, que, aunque tiene libertades, no puede evitar la tensión que existe entre el azar y el designio de este imitador de Dios, que representaría, en este aleph que es Providencia (o la manzana del Hotel comprada), la fatalidad.
Los lectores también nos confundimos frente a un mundo narrativo que propone que la historia y la literatura tienen el mismo dispositivo en común: la ficción, si bien el libro no vacila en afirmar que la experiencia histórica muchas veces supera en potencia inventiva a la literatura. Los enigmas se obstinan en su irresolución: ¿quién mata al padre de Vieytes: un grupo de tareas o el propio hijo? ¿Quién es el padre Schwarzerde, un santo o un sirviente de los demonios? Y la pregunta más punzante, tal vez la medular, la que dispara significaciones literales, metafóricas, alegóricas: ¿quiénes están muertos y quiénes lo saben?
Si no nos equivocamos, un rastro tenue de verdad, o de propuesta de verdad, podría ser aquella que insta a elegir el destino final que queremos, sin condenas apriorísticas, conquistando la libertad espiritual y moral de elegir por un cielo distinto, menos caritativo y más lleno de fe. También, y para terminar con el homenaje a una paradoja, más infernal.
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