Domingo, 19 de febrero de 2012 | Hoy
Después de años como historiador de fin de semana, y tras una serie de investigaciones sobre las tradiciones sociales y la infancia, Philippe Ariès abordó el tema que le daría un lugar único, tan solitario y excéntrico como él: la relación del hombre occidental con la muerte. En la Argentina se lo conoció primero por la extraordinaria Historia de la vida privada que escribió junto a Georges Duby (aunque murió antes de que se publicara). Después, Adriana Hidalgo tradujo y publicó Morir en Occidente. Pero ahora Taurus publica finalmente su mayor trabajo: El hombre ante la muerte, más de setecientas páginas en las que van de la muerte en comunidad de la Edad Media a la atroz negación de las últimas décadas.
Por Mariana Enriquez
Philippe Ariès (1914-1984) llegó relativamente tarde al estudio de la muerte y el morir, temas que lo convertirían en un historiador célebre, con fama de excéntrico y solitario. Durante su juventud, en los años ‘40, mientras Francia estaba ocupada y bajo el régimen de Vichy, Ariès –que había estudiado Historia en La Sorbona– ingresó al Institut des Fruits et Agrumes Coloniaux (Instituto de Frutas y Cítricos Coloniales), donde fue director del Centro de Documentación y donde permaneció hasta 1979. Este trabajo, en apariencia burocrático y tedioso, lo convirtió sin embargo en pionero de innovaciones técnicas de investigación y documentación, desde el uso del microfilm hasta la informática, al punto que existen volúmenes dedicados a la valoración de sus aportes como documentalista. Pero no hay en esos años, al menos en apariencia, inquietud alguna por los ritos de la muerte. Sus primeros libros, Traditions sociales dans les pays de France (1943) e Historia de las poblaciones francesas y de sus actitudes frente a la vida a partir del siglo XVIII (1948), se orientaban hacia su pasión de aquel momento: la demografía. Y en 1960, cuando publicó su segundo libro, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, fue recibido con cierta frialdad aunque, años después, su consideración acerca de que la niñez fue descubierta en Francia en el siglo XVII –es decir, que la idea de la niñez no existía en la Edad Media– resultó uno de los grandes hitos de la escuela de la nueva historia (o de la revolución historiográfica francesa), resultado de una investigación de más de quince años. Casi al mismo tiempo, Michel Foucault publicó su Historia de la locura (1961) gracias, en parte, a los buenos oficios de Ariès, quien intercedió ante la editorial Plon para que publicara la tesis de doctorado de este otro excéntrico con quien, evidentemente, lo unía más de una afinidad.
Pero hasta ese momento el propio Ariès se consideraba un “historiador de fin de semana”, un hombre que trabajaba en un instituto dedicado al estudio de los frutos tropicales y que se ocupaba sábados y domingos de la Historia, casi como un hobby.
Durante los años ‘60, sin embargo, algo cambió. El propio Ariès habla de “historia de las mentalidades” como el campo en que transcurrirá su trabajo, pero lo cierto es que se pasa quince años dedicado exclusivamente al estudio de la muerte en Occidente. El primer libro publicado con sus conclusiones es Morir en Occidente. Desde la Edad Media a la actualidad (1975 originalmente, publicado en la Argentina por Adriana Hidalgo), tempranas conclusiones y suerte de anticipo de su gran obra, El hombre ante la muerte, monumental volumen publicado en 1977 que sigue siendo el más importante estudio sobre la muerte y el morir jamás escrito.
Las más de setecientas páginas de El hombre ante la muerte resultan fascinantes, abrumadoras, exhaustivas. Es éste un trabajo de amor y de obsesión altamente riguroso, asombrosamente documentado, dividido en dos partes: “El tiempo de los yacentes” y “La muerte salvaje”. La primera parte abarca desde la primera Edad Media hasta el Renacimiento, aproximadamente; la segunda, desde el Renacimiento hasta la actualidad (es decir, hasta los años ‘70 del siglo XX).
El recorrido de Ariès se inicia con la “muerte domada”: “La actitud antigua en que la muerte está a la vez próxima, familiar, y disminuida, insensibilizada”; luego atraviesa “la muerte propia”, donde el hombre ya no se funde en la comunidad que rodeaba a la muerte domada sino que está solo ante la muerte, ante Dios y ante su vida: “Este individualismo ante este mundo y el más allá parece apartar al hombre de la resignación confiante o fatigada de las edades inmemoriales”, escribe Ariès. A partir de allí, la muerte se vuelve salvaje, indomable; y es entonces cuando aparece “la muerte ajena” o “muerte del otro”: esa separación se juzga insoportable, aparecen los cementerios y también las “bellas muertes” del romanticismo, que sin embargo serían no una aceptación del fin sino una manera de aliviar la intolerancia a la muerte del prójimo: “Las diversas creencias en la vida futura o en la vida del recuerdo son las respuestas a la imposibilidad de aceptar la muerte del ser querido. Es un signo, entre otros, de ese gran fenómeno contemporáneo que es la revolución del sentimiento. La afectividad domina el comportamiento... Todos hemos sido transformados por la gran revolución romántica del sentimiento. Ha creado entre nosotros y los otros lazos cuya ruptura nos parece impensable e intolerable”. Finalmente, el recorrido acaba en nuestra muerte, la “muerte invertida”: medicalizada, sin duelo, oculta. Escribe Ariès: “La muerte no da sólo miedo a causa de su negatividad absoluta. Se vuelve inconveniente, como los actos biológicos del hombre, como las secreciones del cuerpo. Es indecente hacerla pública. Una imagen nueva de la muerte está formándose: la muerte fea y oculta, y ocultada por fea y sucia... La supresión del duelo no se debe a la frivolidad de los supervivientes sino a una coacción despiadada de la sociedad; ésta se niega a participar en la emoción del enlutado, una manera de rechazar, de hecho, la presencia de la muerte”. Y en esta muerte invertida se encuentra al moribundo solo, despojado, incluso silencioso.
Este recorrido magistral no es, sin embargo, una línea recta dentro del casi inabarcable El hombre ante la muerte. Ariès abre numerosos caminos secundarios y así dedica capítulos a los textos de las hermanas Brönte, husmea en las inscripciones funerarias y los monumentos hasta el agotamiento, es exhaustivo en cuanto al rol de la Iglesia (y su pérdida de influencia), sorprende nuestro sentido común cuando demuestra que los cementerios tal como los conocemos hoy tienen apenas unos 200 años de edad –porque antes se enterraba en las iglesias, dentro y fuera de las iglesias, los cadáveres amontonados, la cercanía con la putrefacción como algo aceptado–, analiza testamentos y libros de consolación y prácticas espiritistas y robos de cadáveres, estudia casos de embalsamamiento y necrofilia, cita a Proust, Tolstoi, estudia las danzas macabras y ocupa varios capítulos a los osarios, las ars moriendi y las manifestaciones del duelo. Este libro hermoso y terrible ilumina la historia psicológica del ser humano enfrentado a su momento más sombrío; sobre todo en sus últimos capítulos, Ariès parece negarse a unirse al coro silencioso que ha negativizado a la muerte y dice, con cierto desasosiego: “Hoy es la dignidad de la muerte lo que plantea problemas. Esa dignidad exige ante todo que sea reconocida, no ya sólo como un estado real sino como un acontecimiento esencial, que no está permitido escamotear”.
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