Los baños públicos, las estaciones de ferrocarril, el sexo callejero en los años de incipiente democracia, las edades y sus karmas son algunos de los principales ejes de las crónicas donde Alejandro Modarelli registra las transformaciones de la homosexualidad en un mundo que cambia vertiginosamente y deja, apenas, resquicio para la melancolía y la crítica.
› Por Mariano Dorr
Hay libros que resisten la clasificación hasta tal punto que incluso resulta impostado colocarlos entre los textos “inclasificables”. Rosa prepucio no es un libro inclasificable, al contrario; en todo caso, el problema consiste en que se trata de un libro que desborda sus límites. Son crónicas y ficciones que operan como ensayos críticos; o ensayos que operan menos como ficciones que como testimonios. El libro parece ir transformándose en otra cosa a medida que lo leemos; el humor y la alegría de las “locas” se convierte rápidamente en el ambiente asfixiante y criminal que diariamente deben enfrentar y respirar (con dificultad, si no pierden la vida) las chicas “vestidas”, “montadas”, las travestis. Y las crónicas –hay que decirlo con sencillez– son una mejor que la otra. Quizás sea ésta la razón de que “Rosa prepucio” no sea el título de ninguna de ellas. Esa piel que recubre el falo es ante todo una funda o velo, como un guante abierto en las puntas; un pliegue rosa y fascinante que –desde hace miles de años– se ha vuelto anillo y hasta alimento sagrado (Dios mediante) a través de la circuncisión. En la portada, el diseño de las letras del título del libro simula líneas interrumpidas en pequeños segmentos recordándonos el corte, la ablación que la tradición judaica instituyó como alianza.
Los primeros dos textos (“El amargo retiro de la Betty Boop” y “Cartas de la vieja diosa arrodillada”) desarrollan una temática que sirve de base a lo que será el resto del libro. La experiencia acumulada en los baños, durante años (valga la rima, aquí también estamos frente a un texto que reivindica el neobarroso rioplatense, tal como lo señala María Moreno en la contratapa) y décadas, en las “teteras”, no hacen de la marica un héroe revolucionario de las minorías sino apenas un “viejo puto”: “Al principio, el espacio gratuito del baño público convivió con la incipiente movida homo de la democracia, hasta que la onda modernizadora fue inclinando la balanza, definitivamente, en favor del circuito sexual privado de puertas adentro”. De este modo, “el sexo ferrocarrilero fue perdiendo su frecuentado privilegio”, y a los hombres ya maduros de la cultura gay se les fue haciendo cada día más difícil ser bien recibidos en ese mundo que –décadas atrás– habían ayudado a construir, entre mingitorios y olor a estiércol. El “puertas adentro” del ámbito gay –las discotecas y pubs– implica menos apertura que cierre; los “viejos putos” rebotan en la entrada. Ya no se discrimina la “orientación sexual” en los boliches sino, lisa y llanamente, el cuerpo y (más específicamente) su lenta descomposición: “Hay una asimetría absoluta, y es triste. Antes podía pasar de largo delante de una belleza porque ninguna me parecía imposible de conseguir; ahora bajo la cabeza. El deseo ya no es para mí”.
El mundo gay se vuelve mundo del mercado, se cobra entrada y se aplica –para desgracia de las locas sexagenarias– el derecho de admisión y permanencia.
El juego de la edad toca su punto límite en el testimonio de un hombre “abusado” por un menor: “Me dejé hacer, como si de pronto el chico pasara a ser yo”, escribe Modarelli en “Nacimiento de la Marisol”, donde se recorre la formación –educación sentimental– de una travesti desde la infancia. En una nota al pie (un recurso que –cuando no es irónico– reafirma la condición ensayística del texto), Modarelli nos recuerda que en la escena mediática contemporánea hay “dos representaciones magistrales del cuerpo infantil en el siglo XXI: el niño abusado cuyo rostro la lente de la cámara difumina con pudoroso horror, y el niño deformado por el hambre, cuyo rostro se exhibe como el de un icono expiatorio”. El niño abusado aparece fuera de foco; el niño desnutrido y hambriento, en primer plano. No hace falta preservar la identidad –el rostro– de los niños que mueren de hambre. El hambre no causa horror (porque nada o casi nada tiene que ver con el deseo); en cambio, el niño abusado es tomado por las cámaras como si de un fantasma se tratase.
El libro cuenta también con un impecable Postfacio de Roberto Echavarren. Alejandro Modarelli (coautor con Flavio Rapisardi de Baños, fiestas y exilios y autor de Un cuerpo: mil sexos) lleva a cabo en Rosa Prepucio una auténtica deconstrucción de la “identidad” de género. Escritas con deliciosa inteligencia, las crónicas de Modarelli retratan el nuevo orden del mundo sexualizado, donde “justo en el momento en que la sociedad se vuelve más tolerante”, nuevas violencias amenazan a las “locas” dejándolas al borde de la desaparición.
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