Escritor rumano, el nombre Norman Manea suena y sonará varias veces para el Premio Nobel. En su novela La guarida aborda la realidad de los exiliados de su país en los Estados Unidos, atrapados entre el acérrimo anticomunismo y un desarraigo visceral. Una novela de clima y tonos asfixiantes que logra su máxima expresión en el relato de la vejez y la enfermedad.
› Por Alicia Plante
Un libro extraño, un relato vago acerca de exiliados rumanos de origen judío en Estados Unidos, todos ellos personajes grises, irreales, que no suscitan imágenes, descriptos por Norman Manea –nacido en Bucovina, Rumania, en 1936, y ganador de un número impresionante de premios internacionales– en una frecuencia, un código que los vuelve casi simbólicos, que van y vienen sin lograr que sus historias personales sean más dramáticas que su fantasmática falta de relieve vital. Hechos históricos trascendentes, como el final del comunismo en Europa del Este, el antecedente de los campos de concentración nazis que en algunos casos no terminaron de provocar víctimas, el advenimiento del capitalismo y sus seductores emisarios, no alcanzan a disipar el desconcierto de la transición hacia algo difícil de definir.
Varias figuras esenciales, digamos cuatro, cinco con Lu, mujer por excelencia, mítica casi en su belleza mexicana, en su sexualidad sólo imaginada, ejercicio de memoria de los personajes y quizá del autor, pasto del tormento por frustración tanto del profesor y auténtico marido, Agustín Gora, heredero del conocimiento del Anciano venerable, el erudito y controvertido Dima, como de Peter Gaspar, la figura joven, por algún tiempo sustituto de Gora en las preferencias de Lu.
El clima del relato, por momentos contaminado de cierto suspense cuando el cuarto personaje, Palade, ferviente discípulo de Dima a pesar del desprestigio político que rodea la desembozada postura fascista del Maestro, es asesinado de un tiro en la sien mientras ocupa un inodoro en un baño público. La ejecución, oficiada por encima del muro que separa los cubículos, nunca se resuelve. Como ningún otro planteo del relato. Esta inconclusión, este no resolverse de la tensión dramática que parece armada como una sinfonía de Brahms, donde Manea deja que se diluyan, confundan y luego renueven las amenazas, remite, en abierto homenaje del autor a Borges –“el ciego de Buenos Aires”– a “La muerte y la brújula”, con el disparo que no sabemos a quién mata.
A pesar de sus vehementes protestas, Peter Gaspar, profesor universitario puesto a dedo, finalmente acepta la encomienda de Gora de escribir la reseña del último volumen de memorias del Anciano Dima, a esa altura, ya muerto. Es en torno de ese hecho que se genera la mayor parte de los acontecimientos posteriores del relato. En su momento, Gaspar entrará en un brote paranoico a raíz de una amenaza de muerte que atribuye a la reseña, que le llega por correo y resulta no serlo, pero que lo conectará con una decisión alternativa para su futuro inmediato. Su eventual fallecimiento, en circunstancias no elucidadas, se incorpora al cúmulo de cuestiones que Manea no considera literariamente necesario aclarar.
El profesor Gora, solo y viejo, se refugia en la guarida que para él representa el espacio entre las tapas de un libro, y rodeado de su colección de guantes de diversos colores y orígenes que, en alegoría de quien se ha instalado en su pensamiento, cuelgan del borde de su escritorio, deberá enfrentarse a poderosos espectros. El más antiguo y enquistado es la dificultad para acabar de comprender a su patria de adopción, los conflictivos Estados Unidos, donde apoya su acérrimo anticomunismo, pero donde sabe que es apenas un número, parte de una estadística despersonalizada. Otro, de repentina y horrorosa realidad que el autor describe en minucioso detalle, es el atentado contra las Torres Gemelas. El último y final es la enfermedad. Un cuadro cardíaco grave lo obliga a recurrir a un compatriota médico que lo pondrá en contacto con quienes le harán dos angioplastias sucesivas. En torno del sufrimiento, también descripto desde adentro con notable realismo, se despliega el sentido de la belleza de Norman Manea y se hacen momentáneamente las paces. La tan mentada –y buscada– incertidumbre, que borda sus encajes póstumos en la sombra de la muerte, “esa puta ninfómana”, Gora atraviesa el borgeano laberinto de una línea recta, quizá trazado por el más absoluto y excluyente de los sentimientos, el miedo.
Los recorridos del profesor se deslizan suavemente al delirio supremo e innecesario de los elefantes asiáticos a los que se les enseña a pintar sosteniendo los pinceles con la trompa, y en diálogo con alguien indeterminado que sin embargo parece saberlo todo acerca de él, Manea, a través de su personaje, recorre magistralmente los bolsillos secretos de la decadencia, la vejez, la enfermedad y la certeza opaca y grave del final.
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