Domingo, 13 de mayo de 2012 | Hoy
Asociado a Wallace Stevens y a la pintura desolada y vacía de Edward Hopper, Mark Strand es uno de los más importantes poetas de los Estados Unidos, aunque su reticencia a la escena pública y los oropeles grandilocuentes de la imagen del escritor lo mantengan en una discreta penumbra. A sus casi ochenta años, Strand se convirtió magistralmente en la voz poética de la vida privada, esa que sólo se completa cuando el lector puede contemplarse a sí mismo en la palabra escrita.
Por Guillermo Saccomanno
“Soy un poeta más preocupado por la escritura que por la propia imagen, y más por la vida que por la repercusión pública”, ha declarado el octogenario Mark Strand, uno de los más interesantes poetas actuales en EE.UU. “Me veo a mí mismo como un ser humano normal, un tipo que escribe poesía, y no como un poeta que la va de exquisito.” Tormenta de uno es, además de un hallazgo, sugestivo como título de uno de sus libros más bellos y más elogiados, el autorretrato de un poeta apartado que registra en la subjetividad más pura el efecto de las catástrofes exteriores, catástrofes que no son necesariamente ni sociales ni climáticas: puede tratarse del adiós a una historia o de la conciencia de la edad, o el fin de una época. Los versos de Strand ahorran la emocionalidad explícita. Son siempre pistas que permiten intuir pérdidas, fisuras, la melancolía que nada remedia. Y cada tanto una iluminación que dura lo que una estrella fugaz. En la dialéctica entre el uno y el todo, la repercusión de lo exterior en la interioridad y, a su vez, la expresión de cómo la afecta, se mueve la escritura de Strand. Se mueve, escribí. Y ésta es la sensación que produce su poesía. Uno lee un poema. Se aparta, vuelve a leer, y pareciera que el poema cambió de lugar. En verdad se trata de otra cuestión: no es el poema el que cambió. Es uno. Porque el poema le modificó a uno la perspectiva: “Que la lengua es un error y que no se hace justicia con las cosas/ Cuando se las representa. El yo, diremos, nunca podrá/ Verse con un disfraz y nunca será visto sin él”, escribe Strand y establece, sin rodeos, los límites de la palabra poética.
Es en este punto donde, al admitir la imposibilidad de dar con el nombre preciso de las cosas, eso que se dio en llamar la palabra justa, se prohíbe el exhibicionismo y la demagogia y recluye su búsqueda en una reclusión: la vida privada: “En voz baja, las confesiones a medianoche... ¿para qué vivir/ Por otra cosa? Nuestra obra maestra es la vida privada”. Hay un eco de Wallace Stevens, la reverberancia de una mitología de lo doméstico como escenario de confinamiento reflexivo, lugar de gestos cotidianos buscando conciliarse con los sobresaltos de un yo solitario. “Lo que pensamos no es nunca lo que vemos”, pensaba Stevens. Y Strand lo tiene en cuenta. Es lógico entonces que le fuera concedido el Premio Wallace Stevens.
Strand, nacido en la isla Prince Edward, Canadá, en 1934, ha sido profesor de literatura en más de quince universidades estadounidenses, alternando la docencia con el periodismo gastronómico, es decir, escribiendo sobre restaurantes. “Eso sí que da poder”, ironizó. Traductor incansable, especialista en literatura comparada, al haber pasado parte de su adolescencia en América Central y América del Sur, la poesía en español no le ha sido ajena; tradujo a Octavio Paz y a Borges. Si bien escribió numerosos poemarios que le valieron unos cuantos galardones notables, la consagración no lo volvió diplomático. Strand no ha tenido remilgos a la hora de declarar que Bush no era su presidente y su país no había aprendido nada de la guerra de Vietnam. Si hay poetas que proclaman luchar contra el Estado y cambiar el mundo, más les vale abandonar los versos y agarrar una ametralladora. Aunque parezca maniqueo, éste es su planteo ante la disyuntiva entre el oficio de poeta y el remanido compromiso. En todo caso, su compromiso es moral y se lee en “Gente que camina por la noche”: “Llevaban lo que tenían en bolsas de basura y mochilas. /Iban en largas filas que serpenteaban por caminos rurales, por campos/ yermos hasta el borde de la ciudad, hacia calles numeradas, hileras/ de árboles sin hojas y montones de escombros. Cuando llegaban/ a la plaza mayor, se cubrían con mantas/ y trozos de cartón y dormían en bancos o se apoyaban/ sobre baldosas de cemento rotas, fumando, mirando cómo se elevaban/ las tenues banderas de humor gris de su aliento, la ágil luna/ que ascendía por el cielo, sus flacos perros buscando carroña”. Strand escribe: “La vida es un sueño que el que duerme jamás puede recordar al despertar/ Si esto no está a tu alcance, oh, magnífico/ Simplemente, andá al cementerio a preguntar”. A menudo el vacío que contagia el paisaje lo vuelve desolado: “El aire es puro, las casas están vacías./A lo lejos, el viento, todo hielo y sentimientos”. Lo que explica que sus atmósferas se hayan asociado a esa extrañeza que suele definir la pintura de Edward Hopper. La asociación no es gratuita por dos motivos. Antes de consagrarse a la escritura, Strand intentó la pintura. En los ’90 tuvo la oportunidad de reencontrarse con la plástica al escribir los textos de un libro que antologiza más de treinta pinturas de Hopper: cada pintura, acompañada por un texto suyo. El universo desolado de Hopper ensambla a la perfección con la poética de Strand. Y si un punto en común tienen las imágenes de Hopper con los poemas de Strand es el de alentar eso que John Updike denominaba “la tentación narrativa”. Ambos operan generando esa tentación. Difícil contemplar una pintura de Hopper sin imaginarle una historia. Y lo mismo ocurre con la poesía de Strand. Su poema “La vista”, dedicado a Derek Walcott, puede ilustrar lo que digo: “Este es el lugar. Las sillas son blancas. La mesa brilla./ La persona ahí sentada mira el brillo de la cera. / El viento mueve el aire todo el tiempo repetidamente. / Como para abrir un espacio. Un espacio para mí”, piensa./ Siempre lo atrae el tiempo de la despedida,/ Disponiéndose de forma que el dolor –incluso el más íntimo–/ Puede leerse desde lejos./ Una larga masa de nubes/ Pende sobre el mar abierto con el sol, el poco distinguido/ sol, que se hunde tras ella: una versión suavizada/ De la historia que se cuenta una sola vez si es verdad, y siempre demasiado tarde./ La camarera trae el trago, que él sostiene/ Ante la luz declinante, pero sólo dura un momento. /El atardecer tiñe de rojo su camisa. Lentamente el cielo se oscurece,/ El viento cede, la vista se vuelve sublime. Su extensión violeta/ Parece, en este atardecer lánguido, más que una razón/ para estar ahí, porque viéndolo ella misma, la vista, parece una suerte/ De felicidad, como si ese sencillo hecho fuera suficiente y durase”.
Strand exige dejar a un lado los clichés románticos, los pruritos sensibleros, la afectación lírica, los juegos de palabras. No hay deliberación “intelectual” en su escritura y sí la naturalidad de una sensación. No se trata, al leerlo, de lo que uno cree estar leyendo de modo indicativo: se trata de un pasaje a otra parte, como de un cuarto a otro. El cuarto está vacío. Con la excepción de uno mismo. La sensación es la de entrar en un cuarto vacío, ver una ventana, mirar el afuera, aceptar el silencio. Y aceptarse. Ahora, al escribir esta última impresión, pienso en esa pintura de Hopper donde un cuarto vacío, luminoso, se abre al mar, el mar como vacío, pero también como plenitud.
En “Un viejo se va de la fiesta”, cuando tenía sesenta y cuatro años, y ganaba el Pulitzer con Tormenta de uno, adelantándose al almanaque, anotó: “Estaba claro, cuando me fui de la fiesta,/ Que, aunque tenía más de ochenta años, tenía aún/ Un cuerpo bello. La luna brillaba sobre nosotros como suele hacer/ En momentos de profunda introspección. El viento contuvo el aliento./ Y, mirá, alguien dejó un espejo apoyado contra un árbol./ (...) Qué extraño que estuviera en medio de un lugar virgen solo y con mi cuerpo/. Sé en qué estás pensando. Yo también fui como vos”.
De lo que se trata, en suma, es de transformar la experiencia de vida en experiencia poética. En ocasiones, el personaje amedrenta a pesar de su carisma. La gran pregunta que nos formula Strand se concentra en apenas dos versos: “Ustedes que están ahí, díganme, ¿qué es la poesía?/ ¿Puede morirse alguien sin un poco tan siquiera?” Quien alcance a merodear la poesía de Strand podrá confirmarlo: se trata de pasar de un cuarto de Hopper a otro. Y a otro. Los cuartos están vacíos y si uno quiere llenarlos de sentido, es uno quien debe tomarse ese trabajo. Puede que el último cuarto comunique, como la pintura de Hopper, con el mar, el abismo. ¿Acaso hay mar, abismo más inquietante que la vida privada?
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