Desde la aparición de Meridiano de sangre, a mediados de los años ’80, Cormac McCarthy se ha convertido en uno de los más importantes escritores norteamericanos, algo que no quita una reclusión de la que sólo logró sacarlo una recomendación de Oprah Winfrey y algunas versiones cinematográficas de sus libros. En El Sunset Limited, dos hombres, uno blanco y otro negro, dialogan descarnadamente sobre la vida y la muerte, los dos únicos temas que realmente le importan a McCarthy.
› Por Mariana Enriquez
La larga y no demasiado prolífica carrera de Cormac McCarthy –que en julio de este año cumplirá 79 años– puede dividirse en tres partes. La primera fase está integrada por las novelas bajo la influencia del gótico sureño, su período guiado por William Faulkner y la vida de exiliado en Nueva Orléans y el estado de Tennessee (McCarthy es originario de Rhode Island pero muy joven eligió el Sur como residencia y paisaje ficcional): El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973) y Suttree (1979), relatos de incesto, necrofilia, crimen, pobreza y marginalidad, de lenguaje intrincado y opresivo. A estas novelas refinadas pero asfixiantes, quizá demasiado deliberadamente oscuras, le siguió la gran bisagra de su carrera, el encuentro de su voz y su tema, la obra maestra que se eleva por sobre las demás como una torre amenazante: Meridiano de sangre (1985) el western ambientado en 1840 en Texas que Harold Bloom consideró “la mejor novela americana desde Mientras agonizo de Faulkner”, elogio que el crítico continuó comparando a su protagonista, el maligno Juez Holden, con Moby Dick: “Ambos son las apariciones más monstruosas e importantes de nuestra literatura”. Meridiano de sangre le abrió paso a la segunda fase, la Trilogía de la Frontera (Todos los hermosos caballos, 1992; En la frontera, 1994; Ciudades de la frontera, 1998) y a el western-policial que llevaron al cine los hermanos Coen, No es país para viejos (2005), donde McCarthy trasladó su escenario y su vida a Texas y Nuevo México y sus novelas hacia la violencia y la brutalidad de un desierto indomable, la violencia como orden inexorable que no deja en pie nada, ni la esperanza, ni la inocencia ni el amor. La prosa de esta etapa profundamente pesimista es menos estilizada –en No es país para viejos es casi minimalista– y las descripciones de esos paisajes de desolación espiritual son de lo más hermoso que pueda leerse –en cualquier literatura, en cualquier idioma.
La tercera fase de McCarthy es breve y está constituida apenas por dos textos. Uno es La carretera (2006), que lo hizo famoso casi contra su voluntad (el autor es célebre por su vida reclusa y su casi nulo contacto con la prensa): después de ser recomendado por Oprah Winfrey en su Club del Libro, fue bestseller y ganador del Pulitzer a pesar de que se trata de una novela devastadora sobre el fin del mundo y la supervivencia inútil de un padre y un hijo. También fue adaptada al cine por John Hillcoat, con Viggo Mortensen, pero las buenas intenciones del film no pudieron conjurar esa extraña mezcla de amargura y belleza de un texto de seco lirismo. Ese mismo año, McCarthy presentó su pieza teatral El Sunset Limited (que también tiene una versión cinematográfica, estrenada en HBO) y en una de las pocas entrevistas que dio, para el New York Times, admitió: “No entiendo a los escritores que no escriben sobre la vida y la muerte. Por eso no comprendo a Henry James o Marcel Proust, por más que los admire técnicamente. No me interesan”.
El Sunset Limited podría considerarse, en este sentido, una declaración de principios. Los protagonistas son dos hombres, Blanco y Negro (y son, respectivamente, un hombre blanco y un hombre negro). El blanco ha intentado suicidarse bajo las ruedas de un tren subterráneo de Nueva York y el negro lo ha salvado. Ahora mismo, durante la pieza, están sentados en el miserable departamento del negro, en un barrio peligroso de la ciudad. El hombre negro tiene un pasado ultraviolento y carcelario pero hoy es un devoto cristiano y un militante social; el blanco es un profesor universitario decepcionado y misántropo, estéril. La conversación, en rigor, se parece más a un diálogo de una novela de McCarthy que a una pieza teatral. O, incluso, puede decirse que se trata de un largo poema. Si como dramaturgo McCarthy se remite a las formas más tradicionales del género (y directamente ignora la acción), como escritor su venenoso desencanto está intacto. El negro tiene las de ganar en esta conversación, por simple simpatía con su personaje, que encarna lo mejor de lo humano: su capacidad de redención, de humor, de amor, de entrega. Por otra parte, es difícil empatizar con Blanco, ese profesor arrogante, hijo de una familia rica, que ha vivido poco y con tan poca alegría. Con las páginas, sin embargo, Negro va perdiendo la batalla. No hay nada que pueda conmover o salvar a ese viejo que odia a sus pares y se odia a sí mismo. Está claro que es incapaz de tener fe, pero la verdadera oscuridad se cierne cuando el hombre negro se da cuenta de que no sólo odia a la vida: ama a la muerte, como la amaba Quentin Compson en El sonido y la furia –una cita probablemente voluntaria–. Dice Blanco: “Yo anhelo la oscuridad. Ruego para que venga la muerte... Si pensara que una vez muerto iba a encontrarme con la gente que he conocido en vida, no sé lo que haría. Para mí sería el colmo de la tortura. La desesperación suprema”. El hombre negro queda indefenso, sin argumentos. Es fácil asumir que el personaje del profesor blanco pone en palabras el desasosiego de McCarthy pero el final, ambiguo, deja lugar a una tenue duda, un instante pasajero de irracionalidad, humildad y alivio.
Lo que sí no da tregua es la traducción de esta edición en castellano de El Sunset Limited que convierte a la lectura de un texto arduo pero hermoso en una experiencia de pesadilla. Es insólito que escritores de la talla de McCarthy se vean sometidos a frases como “Les zurraba la badana” o “qué va, yo no juego a las rosquillas” o “ahora sí me está poniendo una china, ¿de dónde saca esas paridas?”. Es sencillamente injusto que, fuera de España, el mundo de habla hispana se vea casi obligado a leer a los autores en su lengua original si quiere de verdad disfrutarlos.
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