Gonzalo Garcés escribió una novela desgarrada donde el fin del matrimonio marca el comienzo de la literatura.
› Por Sebastian Basualdo
Si es cierto que la novela es un género que se define a sí mismo cada vez que surge una gran obra, entonces la comparación con el amor –definir qué es el amor no es tanto un problema sin solución como una ocupación intelectual que lleva más de dos mil años– no debiera resultar desmedida: ambos encuentran su último límite formal en el lenguaje o, dicho de otra manera, en el poder que ejerce la cultura en cada individuo, basta pensar en el sentimiento de culpa heredada por el judeocristianismo, o acaso el valor que se la da al término fidelidad como uno de los garantes aparentemente perpetuos del amor. La novela, como cualquier otra expresión artística, no tiene una forma dada de una vez y para siempre. Sin embargo es fácil advertir qué cosa no es una novela, y en eso tal vez se parezca también un poco al amor en su negatividad: el desamor no es otra cosa que un recorrido inverso al centro mismo de la incógnita. Y es dolorosamente fácil mirarlo a los ojos. El miedo, la última novela de Gonzalo Garcés, logra de manera admirable este cometido a partir de un hecho tan sustancial como aparentemente banal en términos narrativos: un hombre se divorcia de su mujer luego de diez años de matrimonio e intenta reconstruir mediante la literatura ese monumento ya devastado: desde hace seis meses, ella reside en Saint Nazaire con sus dos hijos, mientras su ex marido –alter ego del autor, aún joven escritor de nombre Gonzalo, que ha estudiado en París y obtuvo un importante premio literario que definió su lugar en el mundo, aunque no precisamente en términos geográficos– generó un puente tendido entre Buenos Aires y Barcelona con el propósito concreto de continuar haciendo aquello para lo cual se sabe verdaderamente predestinado. “Mi historia con Cora es una serie de escenas que no siempre encajan, o son siquiera remotamente compatibles. Por un lado, si no puedo hacer algo con todo eso, voy a seguir en el purgatorio, pero si lo deformo para convertirlo en una historia ejemplar me estafo a mí mismo”, escribe Gonzalo, y es justamente en esta lucidez donde se encuentra la predestinación, no ya en el hecho de escribir, sea ficción o un análisis sobre el estado actual de la novela contemporánea y sus respectivas técnicas narrativas: “¿Será por eso que leída desde el dolor, cuando uno lo perdió todo, la novela es una cosa tan desesperante? Las convenciones que antes te parecían inteligentes o ingeniosas o tranquilizadoras ahora son una forma de comer vidrio”. Dicho de una vez: Gonzalo parece estar destinado a convertirse en un animal literario, un tipo especial de escritor, una rara avis atravesada por la literatura hasta el tuétano, y donde el límite entre la realidad y la ficción no siempre le resulta muy claro, o, si se prefiere, son apenas dimensiones de una misma realidad. Y en esto estriba una de las mayores virtudes de El miedo, porque el autor de Los impacientes presenta a un personaje tan honesto como contradictorio; no se trata de un escritor hiperculto y soberbio que juzga subido a una tarima. No. Es capaz de analizar filosa y analíticamente la literatura contemporánea, ya sea citando a Donleavy o a Javier Marías, entre muchos otros, pero cuando se piensa a sí mismo reconoce las grietas, comprende que la vida no es un relato armado según las convenciones y es frágil e ingenuo como lo puede ser cualquier lector de sí mismo. “Todo esto, por supuesto, es ficción; todo lo que yo pueda escribir sobre Cora nunca será otra cosa que especulaciones.” Del otro lado de la literatura está la vida, y cuando Gonzalo se disponga a escribir, irrumpirá de manera caótica la historia de un matrimonio agujereado por la desesperante necesidad de reinventar el amor hasta agotar sus fuerzas, ya sea por los problemas económicos, las infidelidades impuestas o acaso el miedo a estar solo frente a ese animal bicéfalo que es el matrimonio. Gonzalo Garcés ha escrito una novela íntima y desgarrante, que recuerda aquella frase de Durrell cuando dice que con las mujeres sólo se puede hacer tres cosas: amarlas, sufrir o hacer literatura.
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