Mientras el negocio del turismo se expande, sus raíces se hunden cada vez más en las miserias del capitalismo: mientras el lavado de dinero alza castillos frente al mar, la oferta adopta formas cada vez más extremas para atraer a una población más insatisfecha. En un escenario así, un complejo llamado La Pirámide, donde se ofrecen peligros controlados para turistas en busca de los placeres del miedo, Juan Villoro ambienta Arrecife, un policial atravesado por la violencia, el tráfico de drogas, el cambio climático y los residuos de la contracultura, cuyo enigma deviene una reflexión sobre la memoria, el continente y las traiciones.
› Por Rodrigo Fresán
UNO Siempre me intrigó –mejor dicho: siempre me desilusionó– el que en las playas ondearan banderines y banderas advirtiendo de la conducta psicótica y bipolar de las aguas, de sus peligros ciertos y mansedumbres engañosas pero que, además, no existiese un sistema de señales similar para advertir de los riesgos y amenazas acechando ahí al lado, en la supuesta tierra firme, en las arenas eternamente movedizas. Porque, después de todo, qué es lo que te puede ocurrir entre las olas: ¿perder el traje de baño?, ¿que te pique una medusa?, ¿no poder salir del agua por un rato hasta que remita una inoportuna pero acaso justificada erección?, ¿realizar, con cierta retroinfantil culpa y regocijo, una o dos funciones corporales?, ¿que un tiburón te arranque una pierna?, ¿sufrir un calambre y ahogarte? Poca cosa, escasas posibilidades narrativas, casi microrrelatos.
En la playa, en cambio, sucede de todo. Infinitas tramas. En la playa no sólo te quemás las plantas de los pies. O te roban el reloj o tu hijo te entierra vivo. O te estafan en un bar. O se aplaude para avisar que un hijo de otro se ha perdido. O se comprende de una buena vez –en la prisión del aire libre, a la vista de todos y de todas– qué era eso de la propia decadencia física. En la playa es donde se oye más fuerte y más claro el opiáceo canto de las sirenas. En la playa puede achicharrarse tu piel por falta de protección solar, pero, al mismo tiempo, puede arder tu cerebro y tu corazón hasta consumirse. En la playa es donde la amplitud del horizonte incita a tener visiones. En la playa no hay límites.
¿Por qué, entonces, hay salvavidas que te arrancan del abrazo traicionero de las corrientes marinas y no salvavidas que se acerquen a uno y le expliquen por qué que es mejor no aceptar la invitación a cenar de esa pareja de noruegos platinados del bungalow Nº 5? Y levante la mano quien, real y simbólicamente, no haya tirado la toalla y sacado ampollas y sentido, en una playa, que se acabó el amor y empezó el odio para de inmediato, insolado, tomar una de esas decisiones que, más que tomarse, se devoran para que, enseguida, te devoren.
Sí, la playa es el lugar del que surgimos hace milenios y el lugar al que volvemos para que esparzan nuestras cenizas.
La playa –y no el espacio– es la verdadera última frontera que no deja de expandirse.
Así, no creerle nunca a esos carteles que rezan “Fin de playa” porque –podemos verlo– la playa sigue y sigue y, como se advierte en esos mapas antiguos de la conquista, “Más allá hay monstruos”.
Y más acá también.
DOS Así, un rápido paseo por las playas de mi biblioteca me descubre de nuevo que no hay territorio más fértil para construir los sólidos castillos de arena de la ficción. A ver, rápida carrera hasta la orilla: las playas fatales de El extranjero, de Albert Camus, y de Esta casa en llamas, de William Styron, y de El mago, de John Fowles, y de Los nombres, de Don DeLillo, y de El tercer Reich, de Roberto Bolaño. Las playas iniciáticas de David Copperfield, de Charles Dickens, y de El señor de las moscas, de William Golding. Las playas para outsiders absolutos de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y de (porque el desierto no es otra cosa que una playa infinita, pero inconclusa) El cielo protector, de Paul Bowles. Las playas aventureras de Julio Verne y Emilio Salgari y Alejandro Dumas. Las playas crepusculares de El mar, el mar, de Murdoch, y de El mar, de John Banville. Las playas findemundistas de La invención de Morel y “El gran Serafín”, de Adolfo Bioy Casares, y de Fiskadoro, de Denis Johnson. La playa al final de “Adiós, hermano mío”, de John Cheever, y la playa al final de Seymour Glass en “Un día perfecto para el pez banana”, de Jerome David Salinger. La playa que abre Tierna es la noche, de Francis Scott Fitzgerald, y la playa en el centro de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust y la playa que cierra Muerte en Venecia, de Thomas Mann. O la playa como especie a diseccionar en La vida descalzo, de Alan Pauls. Mismo impulso para playas de mi cinemateca privada. La playa hacia la que cabalga un iluminado vestido de blanco en Lawrence de Arabia. La playa diurna de Verano del 42 y la playa nocturna con esos cangrejos gigantes y telepáticos marca Roger Corman. La playa en la que se sienta Barton Fink con una caja que no sabemos qué contiene, pero seguro que no contiene nada bueno. La playa a la que se fugan del colegio los jóvenes enamorados de Melody. La playa matutina perfumada con napalm para los surfistas de Apocalypse Now!. La playa desde la que huye (en la película y no en la novela) Yossarian en Catch-22. La playa de Los 400 golpes desde la que nos mira Antoine Doinel con ojos de comprenderlo todo de golpe, y la playa en la que el Marcello de La dolce vita no escucha nada de lo que le explica un niño, y la playa de El planeta de los simios, con un Chartlon Heston de rodillas y desconsolado frente a los restos de la Estatua de la Libertad y reprochándose íntimamente con un cómo no me di cuenta antes. Podría seguir y seguir caminando y –nunca mejor dicho– explayarme en músicas y pinturas (ejemplo: ese pequeño cuadro que pintó en una playa Pablo Picasso a los siete años y que, inmovilizando aquello que nunca se detiene, una humilde ola habla ya de la justificada y precoz soberbia de un genio), pero mejor detenerme aquí antes de que amanezca. Y tan sólo agregar que, a partir de ahora, en el tormentoso Caribe mexicano, la piramidal playa de Arrecife, de Juan Villoro, se une a todas esas playas que, como bien sospechaban ustedes, aunque tengan distinto nombre, son siempre la misma playa.
TRES Y Arrecife es un thriller, por lo que –por razones obvias y respeto a los que aún no se han asoleado en sus médanos– no abundaré aquí en su argumento y mareantes giros y sorpresas. Pero sí precisaré que –de un modo u otro, como todas las novelas anteriores de Juan Villoro– Arrecife es un thriller existencial.
Es decir: un thriller lejos del orden mecánico de victorianas mansiones con cadáveres en el jardín o apartado de tipos duros que andan ahí besando rubias y subiéndose el cuello de sus gabardinas marca noir. Arrecife es un thriller que se inscribe dentro del riguroso caos del policial típicamente latinoamericano, pero –diferencia ineludible y notable– sin por eso dejar de comulgar directamente con esas grandes novelas criminales cuya ecuación sería amistad + traición = desilusión y epifanía. El aria del que brotan admirables variaciones como La llave de cristal, de Hammett, El largo adiós, de Chandler, y El último buen beso, de Crumley –es, claro, El gran Gatsby, de Fitzgerald. Y ya saben: todas ellas, como Arrecife, son novelas pertenecientes al género que, a falta de mejor nombre, cabe bautizarse como Género del Otro. Novelas en las que el otro no puede dejar de ser observado por el uno. Y, por supuesto, últimos tramos con largas conversaciones en las que los cómplices descubren que son rivales, que nunca hay inocentes del todo, y donde abundan tipos perdidos –mirando fijo a tipos más perdidos todavía– con la secreta esperanza de encontrar algo que los haga sentirse un poco menos extraviados en el tejido de sus vidas.
Buena suerte, mucha buena suerte, van a necesitarla.
CUATRO Y Juan Villoro –en la primerísima primera persona del singularísimo “héroe” y narrador, el ex mex-rocker y desmemoriado musicalizador de acuarios Tony Góngora; para el que Mario Müller es una cruza de Jay Gatz fitzgeraldiano, Paul Madvig hammettesco, Terry Lennox chandleriano y Abraham Traherne crumleyesco– ya nos los advierte en las primeras páginas, cosa de que después no digamos que no nos avisó.
“Todos estábamos ahí porque algo se había jodido en otra parte”, leemos allí.
Pocos metros después, las cosas también se joden en La pirámide, porque aparece un cadáver atravesado por un arpón. Y ahí, a su alrededor, en el resort de nombre La Pirámide –un sitio, como nos anuncia el tan geográfico como lírico título de la novela, donde todos han encallado o se han dejado encallar– se reúne un elenco que recuerda a una versión freak y casi apocalíptica del juego de mesa policial Cluedo o una pandilla con la que podrían hacer maravillas los hermanos Coen.
Es decir –voy a decirlo– leer Arrecife es muy divertido; porque Arrecife, dentro de la ya espaciosa obra de Villoro, es un divertimento en el mejor sentido de la palabra.
Es decir, de nuevo: Arrecife es la que Graham Greene definía como divertimento a la hora de referirse a obras maestras en serio como la novela El factor humano o la novelization a partir del guión para El tercer hombre.
Sépanlo: en Arrecife hay sexo y drogas y rock’n’roll y sangre y arena.
Y pasan muchas cosas.
Y pasan las páginas y no pueden dejar de pasarse.
Argentino después de todo, voy a arriesgar una interpretación lo más psicoanalítica posible, considerando que soy uno de los contados argentinos que no creen demasiado en el psicoanálisis y que nunca se psicoanalizaron: leyendo Arrecife es como si yo hubiera sentido la calma y el relajo y las ganas de pasarla bien de Villoro sin la obligación o necesidad de estar escribiendo la Gran Novela Mexicana Contemporánea (porque ya había rendido exitosamente esa asignatura con El testigo) y su sola intención fuera la de escribir como quien lee: un Villoro preguntándose con una sonrisa qué irá a pasar ahora, qué pasará después.
Y de haberme psicoanalizado argentinamente, no habría faltado el profesional que diagnosticara mi manía referencial. Para bien o para mal, esa función fue cumplida con entusiasmo por críticos literarios (generalmente argentinos) y, aviso, es una manía que no me interesa superar. Y, a todos los invocados más arriba, voy a agregar dos nombres más que me parecen claves a la hora del trazado de Arrecife: Patricia Highsmith y J. G. Ballard.
De la primera, esa delgada línea que separa a la inocencia del crimen y la culpa como combustible zombi y bebida energética cafeína-electrolítica. Del segundo, la obsesión por los paisajes terminales y la manipulación de las emociones en las variaciones sin fecha de vencimiento de esos ambientes envasados al vacío y en, ah, esa chica que hace el amor con el televisor encendido y emitiendo videos de cirugías plásticas que bien podría haberse escapado de ese otro resort de Noches de cocaína.
Y, claro, ese regocijo de Highsmith & Ballard por ir orquestando, nota a nota, grano de arena a grano de arena, la melodía entrópica del desastre por el sólo placer de, sí, ser testigo de ese desastre. Leemos a la en más de un momento alucinada y alucinatoria Arrecife –como leemos a Highsmith y a Ballard– con esa sensación de inquietante y seria comicidad que nos provoca el espanto contemplado justo desde el lugar en que el sueño que comienza a ser ahogado por la marea creciente de la pesadilla. Y, claro, no demoramos en descubrir que estamos despiertos, que tenemos los ojos bien abiertos, y que no podemos cerrarlos.
Pero hablemos ahora de Villoro; porque Arrecife –donde, turismo desventura más que turismo aventura, dar y tener miedo es parte del programa de actividades recreacionales de La Pirámide, donde se equaliza sin dificultad el latido de sanguíneos y sangrantes ritos precolombinos– es una novela inequívocamente villoriana en la que el ADN y las constantes vitales de su autor son fácilmente identificadas y reconocidas desde la primera línea.
A saber, a la hora del identikit del sospechoso, rasgos personales:
a) Diálogos de una naturalidad que siempre me despertaron una, espero, saludable envidia. Siempre pensé que Villoro, junto con Alberto Fuguet, es el gran dialogador de la literatura latinoamericana de aquí y ahora.
b) Y Villoro –a solas– es el gran descriptor de escenas de sexo de la literatura latinoamericana de aquí y ahora. Y punto. Y aparte.
c) Villorianas preguntas sin respuesta, pero que funcionan como rotundas afirmaciones. Porque Villoro es uno de lo mejores “preguntadores” que conozco. Apenas un ejemplo, en la página 24, de Arrecife donde se lee: “¿Habrá un registro de hijos con madres que jamás lloraron?”. Y la respuesta es, claro, si no lo hay, que lo creen ahorita mismo. No, mejor que lo creen no ahorita sino ahora mismo. Porque ahorita nunca llega. E insisto con Vietnam –porque hay Vietnam en Arrecife– y me permito imaginar una versión del ya mencionado film de Francis Ford Coppola retitulado Apocalipsis Ahorita, donde Willard todavía está haciendo morisquetas masturbatorias frente al espejo de una habitación en Saigón y Kurtz muy bien, gracias. “Ahorita salgo a matarlo”, dice Willard. Y mañana nunca se sabe, falta tanto para mañana...
d) Lo anterior me lleva a la particular percepción del tiempo de los mexicanos. A esa elasticidad de horas en días es uno de los rasgos distintivos de Arrecife, donde todo parece transcurrir en la más vertiginosa de las cámaras lentas y los acontecimientos no dejan de precipitarse, pero –atención– caen y caen y siguen cayendo sin nunca tocar fondo del todo. Y al talento de Villoro no para comprender a México, pero sí para intentar comprenderlo con esa mirada de rayos V. Mirada que lo ha convertido en uno de los más grandes radiógrafos (forma excelsa y poco frecuente del cada vez más abundante cronista), en el gran retratista de su tembloroso país y de lo que lo rodea, ya sea un terremoto chileno o un mundial de fútbol. Una muestra: “México es un país de ilusiones gigantescas. El desastre contemporáneo se mitiga con proyectos desmedidos”. Otra: “Inglaterra había pasado de ser el país con la peor cocina del mundo a explorar gastronomías exóticas con el apetito indagatorio de una estirpe de náufragos y piratas”. Y otra que, pienso, encierra y sintetiza “el tema” de Arrecife: “Los lugares apartados existen para decir cosas que en otro sitio carecen de sentido”. Y, se sabe, muchas veces decir es la breve antesala o vestuario del hacer. O del deshacer. Y tantas cosas se deshacen en ese “otro sitio” donde transcurre y discurre Arrecife.
e) El destello inquietante quebrando con un relámpago de fiebre la supuestamente plácida realidad. Hay mucho de espejismo verdadero en Arrecife y, por elegir una visión, me quedo con ese momento de hielo en la página 46 donde –como si Roman Polanski y David Lynch nos respiraran en la nuca– leemos: “Una tarde, al pasar junto a un cuarto, la puerta se abrió apenas. Arrojaron una cabeza de muñeca al pasillo. En La Pirámide no se admitían niños. Vi los ojos con largas pestañas sedosas de la cabeza decapitada. No la recogí por temor a que oliera mal, estuviera embarrada de algo repugnante o me diera mala suerte”.
f) La definición tan demencial como instantáneamente irrebatible y citable. A partir de ahora, para mí, Jaco Pastorius –crucificado a patadas a la salida de una discoteca, si mal no recuerdo– no podrá ser para mí otra cosa que “el Jesucristo del bajo eléctrico”, así como ya jamás dudaré de que “el yoga era lo que los grupos de rock hacían cuando el éxito los aburría” o de eso otro en cuanto a que “muy pocos bajistas logran el tono de ‘barco amarrado en el muelle’”, sea eso lo que sea.
g) “En este país fracasar en un trabajo sirve para que te den otro trabajo”, leemos en la página 205 de Arrecife y, sí, aquí –como en novelas anteriores y numerosos relatos– Villoro vuelve a poner en juego otra de sus especialidades: la obsesiva descripción de oficios y trabajos varios.
h) Numerosas esquirlas de cultura popular, por supuesto. Y a título personal declaro aquí que agradezco el detalle de que Villoro –al que me unen muchos gustos, pero nos separa una herida que jamás cicatrizará– proyecte en Arrecife la sombra subterránea y aterciopelada de la Velvet Underground y no vuelva meterse, como en El testigo, de tan mala manera, como en la jungla de un patio de colegio y aún en los momentos más tranquilos, con ese hermano tonto, pero tan entrañable y servicial de Steely Dan que es mi querido Supertramp. Gracias, Juan, de verdad.
CINCO Una de las tantas maneras de dividir en dos a todo el género humano es la de por un lado están los que aman a la playa y por otro los que la odian. Pero podría asegurar que unos y otros disfrutarán con la lectura de Arrecife teniendo bien en claro que disfrutar –al igual que el adjetivo interesante en aquella implacable maldición china– es un verbo más bien ambiguo y polimorfo y perverso.
Y acabo de mencionar de nuevo a El testigo y, para terminar, se me ocurre que en ella hay un hombre que sólo piensa en volver a casa mientras que en Arrecife hay un hombre que intenta, por todos los medios, no pensar que hay una casa donde volver.
Aun así, y no creo estar contando el final, en las últimas líneas el protagonista se “despierta” con la comprensión del enigma. Y, otra vez dueño de sus recuerdos, se pone en movimiento como quien sale del hechizo en trance de un cuento más de brujos que de hadas. Y, por fin –el amnésico por necesidad como gran metáfora del homo latinoamericano– se propone dejar atrás ese puro presente de playa tomada, empacar su pasado y partir para hacia el futuro para, por fin, sin miedo a recordar, vivir un poco. O para, al menos, intentar seguir viviendo; pero sin poder olvidar ya nunca que –como no dice el dicho, pero sí dice Arrecife– la vida fue y es y siempre será una playa que fluye.
Este texto fue leído durante la presentación de Arrecife en la librería La Central de Barcelona, en abril de este año.
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