Dom 03.06.2012
libros

Como la vida

Escritos a lo largo de veinte años, los cuentos de Cacería, el último libro de María Teresa Andruetto –ganadora del premio Hans Christian Andersen 2012– presentan personajes que, según Liliana Heker en su texto de contratapa, “avanzan hacia la crueldad, el desaliento, el fracaso o la muerte”.

› Por  Laura Galarza

“A veces es necesario que alguien muera para que otros vivan como quieren”, dice un personaje de Cacería, de María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954). Una escritora que se hizo, como a ella misma le gusta definir, “de abajo hacia arriba”. “He tenido un cuerpo de lectores antes de tener prensa. Cuando muchas veces el camino es a la inversa.” Andruetto empezó a escribir a los 20, publicó a los 40 y ahora, a los 58, disfruta del Hans Christian Andersen, “el pequeño Premio Nobel” como lo llaman, que la legitima a nivel mundial. Y que, como efecto rebote, hace que por fin todos sus libros tengan el lugar que merecen en las mesas de nuestras librerías. Porque Andruetto es nuestra. Porque dice “tualé” en vez de toilette. Mucho le preguntan si escribe para chicos o para grandes. “Me muevo por los márgenes –responde–, finalmente es la literatura y el lenguaje lo que me importa y no tanto los casilleros.”

En el último cuento de Cacería, la protagonista, que va de picnic a las sierras junto a su marido, intenta definir la felicidad. Intenta, encontrar las palabras justas. Su marido descorcha el Malbec, aunque advierte –y se lo dice– que la nota distraída. Ella, ensimismada, repasa la vida que llevan juntos: sabe que esta felicidad que ha alcanzado es consecuencia de haber obrado como obró, de haber ciertamente tolerado algunas cosas, pequeñas corrosiones atravesadas como si de una aventura se tratara. Así de cruda y eficaz es la escritura de Andruetto, que se da el gusto de abrir cada uno de los cuentos con un epígrafe de grandes escritores: Alice Munro, Reina Roffé, Paul Celan, Carson McCullers, Natalia Ginzburg, J. M. Coetzee, J. D. Salinger, Truman Capote, que además de funcionar como una guía maestra dan cuenta de los lugares que transitó la autora antes de llegar al Andersen. En el prólogo del libro, Andruetto advierte que los cuentos fueron escritos a lo largo de veinte años, y también que todos (menos uno protagonizado por un hombre) son historias de mujeres que resumen “una manera de estar en el mundo”. Sin embargo, Cacería trasciende el género. La clave está en que la escritura de Andruetto es una escritura de hechos y consecuencias. Donde no se salva nadie, donde todos son interpelados. “Le preguntó al muchacho cómo estaban las cosas, porque a veces se hacía la ilusión de que en algún lugar del mundo eran diferentes, pero él le contestó que como en todas partes.” Cada uno de nosotros podríamos ser ese hombre que está casado con una mujer que sólo come pomelo y queso senda y hace seis horas diarias de bicicleta (“Todo movimiento es cacería”). O el que levanta a un viejo en la ruta y con desprecio ve cómo se desliza en su VW Tuareg (“Un hombre viejo a la orilla del camino”). O Rosa, que moribunda no puede borrarse el recuerdo de esos tipos con los que se acostó por plata y que eructaban con olor a cebolla (“Cuervos sobre una chiva”). O Luisa, que después de criar a su hijo lucha por volver al ruedo y zafarse del sometimiento a una vida que no le va. “Tendrías que capacitarte, Luisa”, le dice su marido antes de pegar media vuelta y salir a encontrarse con su amante (“Sola por algunas horas”). O esa mujer próxima a los cuarenta que está con sus amigos de juventud en una quinta y los mira desde afuera, mientras escucha: “Para el fracaso de estar vivo, no hay como navegar. Navegar es bueno para irse a la mierda” (“Pasado perfecto”). Porque cada uno en mayor o menor medida, con barco o sin barco, con plata o sin plata, han construido una vida de la que quieren huir. Andruetto escribe de aquello que todos sabemos pero de lo que no se habla. De esa infelicidad cotidiana pero bien instalada. Y frente a ese paredón, acorrala, caza. Pero también sabe poner a tiempo un manto de piedad. “No siempre ella ve las cosas malas, algunos días los recuerdos se le acomodan y ve también las cosas buenas.” Sin perder nunca la agudeza, Andruetto deja al descubierto el alma de los personajes, y les da un último momento para estar a solas. Para demostrar que vivir, al menos, sirve para saber cómo se debería vivir. No para resignarse, sino para hacerse responsable. Como esa joven que frente al cajón de su amiga muerta sabe que estuvo siempre en el medio de ella y su marido, pero también sabe que la cuidó como si fuera una hermana (“Happy Birthday”). Un doble juego magistral. Crudo, pero nunca deshonesto. Entonces, leyendo se puede ser como esa mujer que nunca va a la peluquería porque no cree en frivolidades y, sin embargo, envidia el culo de la manicura, hasta que descubre que una es tan vulnerable como la otra (“Lavado, depilación, limpieza de cutis”).

“Los seres humanos nos conocemos poco”, dice Iris, aquel personaje del cuento “Los rastros de lo que era”, que mantiene un vínculo perverso con su torturador y que sirvió de base para la obra teatral Enero, estrenada en Córdoba en el marco del ciclo Teatro por la Identidad. “Matar es una tarea que requiere de cierto orden”, dice alguien frente al cogote de una gallina, en el cuento “La muerte y las aves”, que funciona también como una alegoría de la dictadura. “Al fin y al cabo, uno no es más que un simple brazo ejecutor, un brazo armado de la comunidad.” El orden en que Andruetto va ganando la pulseada al lector es impecable. El libro abre con unas mujeres gordas y complotadas que matan tipos para comérselos. Y cierra con una mujer muerta. Nadie la mata. Ella misma decide morir. Cuando ya lo sabe todo: “Cuando tiene algo que hacer, alguien a quien amar, alguna cosa que esperar”. ¿Por qué la gente se va o se queda de la vida que lleva? Ese parece ser el enigma que agita, en lo profundo, las aguas aparentemente calmas de esta gente común que compone Cacería.

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