La novela de Gloria Peirano –finalista del Premio Nueva Novela de Página/12 2007– construye, con una estructura precisa, el íntimo –y agridulce– paraíso perdido de la infancia marcado por la muerte del padre.
› Por Angel Berlanga
“El recuerdo empieza a desprenderse del pasado, como un insecto resbalándose de una pared.” La madre anciana y mañosa, con un machucón en la rodilla propio de un jugador, dice que, el último día que pudo hablar, su marido dijo –treinta años atrás– la palabra fútbol; fue el día, dice al pasar, que le pidió al amigo un cable para extender el teléfono hasta la cama en la que agonizaba por un cáncer, porque quiso hacer una llamada a solas. “¿No te acordás?”, devuelve la pregunta ante la curiosidad de Victoria, su hija, la narradora de Miramar, que sí, que tras el desprendimiento sostiene el foco para recomponer aquella escena al borde de la orfandad, que de improviso se encuentra con este cable para trepar por el recuerdo hacia algo desconocido de su padre, algo nuevo para ella: ¿qué dijo aquella vez, con quién habló? Su madre dice que no sabe. Aporta apenas algún retazo más, que oyó tras la puerta: cancha de fútbol, Monumental. Prefiere no volver a ese momento, a aquel hombre en esa encrucijada final. Victoria verá que tampoco se interesan mucho su hermano o su ex marido. Pero ella, al borde de los cuarenta, alumbra aquellos meses de antes y después de la muerte de su padre, y también los veraneos felices en la casa familiar de Miramar, cuando “el pasado tenía un esplendor incomunicable”. Los tiempos en los que, con una amiga, jugaban a representar Mujercitas. Y las veces en que su padre, ya postrado, aceptaba disfrazarse de Beth, la hermana enferma, para ser atendido por ella en el papel de Jo, la hermana vital y emprendedora. “Sentada en una silla, yo era buena e impecable, generosa pero firme, pulcra, virtuosa y serena en la adversidad”, recuerda. No tenía ganas de irse a jugar porque el juego consistía en ser una enfermera perfecta, en ser una de las Mujercitas.
“Mi padre pensó, seguramente, que yo era la mejor para la nostalgia, la más inquebrantable, y por eso me habló sobre los primeros veranos, los árboles originales, el cerco de ligustros que había plantado en mil novecientos setenta el jardinero que tuvo que echar porque le robó la rueda de auxilio del Dodge, los amaneceres en el espigón de pescadores”. Victoria alude al último viaje en micro a la casa en la costa, el que hicieron con el padre ya enfermo: no se equivocaba, el hombre, respecto a quien se interesaría más por su memoria. Y es aquí donde talla el tono preciso de la narradora, el modo en el que Peirano pone a contar a Victoria para referirse a su íntimo paraíso perdido allá en la infancia, a la confluencia entre juego y dolor, conciencia e inconsciencia de sentimientos a través del tiempo, y los reflejos de aquellas felicidades y aquellas penas en tiempos más recientes, porque dos años atrás su compañero, el padre de su hija, se prendó de otra mujer. Sencillo se lo dijo. Y se fue. Un abandono que alienta a pensar con más intensidad en aquel otro, a preparar un ánimo dispuesto a remontar el recuerdo de la conversación secreta.
“Quiero ser precisa con el uso de las palabras”, indica cada tanto Victoria, ante la dificultad de referirse a algo doloroso, y esa voluntad acaso también de cuenta del tono de Miramar –mención entre las finalistas del concurso de novela Página/12–, que sin embargo contiene algún toque de humor. También quiere, Victoria, reconstruir lo mejor que pueda los hechos, con quién habló su padre antes de perder el habla. Es formidable cómo juega Peirano las idas y vueltas en el tiempo, la marcha de la pesquisa, las voces y los ritmos, la forma de su historia y la contrafigura como una sombra que crece para reformatear la novela. De fondo está el Mundial, la expectativa de su hermanito por saber si el viejo televisor en blanco y negro de pronto, con la inauguración, empezaría a verse en color, la angustia de un episodio con el sereno de un garaje de Flores el día de los festejos, el silencio de los familiares en torno de la tarea fatal de la enfermedad. La enfermera de Mujercitas: el silencio es salud. Las palabras y los hechos, lo público y lo privado, lo que se olvida y lo que se recuerda, lo que se cuenta y lo que se oculta: con esos materiales Peirano tiende los infinitos puentes que componen Miramar. Dice Victoria: “De eso se trata, del sosiego que produce encontrar lo que se busca, de la ilusión engañosa que promete círculos cerrados, historias plenas, finales felices o, como mínimo, de-senlaces cumplidos, rematados por una imagen reparadora, compensatoria”. La muerte de su padre, dice, sigue hablando, sin cesar.
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