Dom 24.06.2012
libros

Mis monstruos

Desde que ganó el premio Nueva Novela de Páginal12, Aurora Venturini se reveló como una extraordinaria “nueva narradora”. Sin embargo, contaba con 85 años y más de treinta libros publicados. Pero el premio le dio visibilidad y proyección internacional. Inventora de su propio mito enhebrado con Eva Perón y los existencialistas franceses, recorrió de verdad los pasos de una vida singular, extraordinaria. Tan singular y monstruosa como es su literatura. Ante la publicación de los cuentos de El marido de mi madrastra, Venturini vuelve a la carga y habla de sus personajes, su familia, aquello que le provoca furia y aquello que aún la alienta a seguir.

› Por Mariana Enriquez

Aurora Venturini tenía 85 años cuando, en 2007, ganó el Premio Nueva Novela organizado por Páginal12 con la bestial Las primas, un texto negro y candoroso al mismo tiempo que, al modo del monólogo del idiota en El sonido y la furia de William Faulkner, contaba la historia de una familia sórdida en la voz de Yuna, una chica vagamente retardada que logra ascender socialmente mediante la pintura. El cuadro de Las primas, relato iniciático entre la tragedia y el absurdo, se completaba con un elenco de personajes deformes, la ciudad de La Plata en los años ’40 y una sintaxis radicalizada, que en ocasiones evitaba, por párrafos enteros, los signos de puntuación. “Si pongo el signo se me va la idea. Estoy loca”, decía entonces Venturini, poco después de ganar el premio. Era, también, una novela autobiográfica. Alucinadamente autobiográfica.

Desde entonces pasaron muchas cosas. La autora obtuvo un contrato con Mondadori, que editó primero Las primas, luego reeditó Nosotros, los Caserta (1992) y ahora acaba de publicar El marido de mi madrastra, una colección de cuentos que incluye textos nuevos junto a los ya editados como Hadas, brujas y señoritas en 1997. Venturini tiene casi treinta libros más: las reediciones pueden continuar y ella, además, sigue escribiendo. Las primas fue, también, adaptada para el teatro y estrenada en octubre de 2010 en el Nacional Cervantes, con dirección de Román Podolsky. Está negociando una versión para cine. Ese mismo año ganó el premio Otras voces, otros ámbitos, que otorgan editores españoles. Ella tiene su propio premio en la ciudad de La Plata, el premio Aurora Venturini, que va por su edición Nº 10 y premia a novelas breves escritas por autores de la provincia de Buenos Aires.

Pero de todo lo que pasó en estos años lo más importante pasó hace un año y medio. Cuando Aurora se levantó de la cama y se cayó al suelo. Se rompió, dice, “todo el esqueleto”. Estuvo internada mucho tiempo y muy grave. Por eso, aunque es muy fácil calcular su edad –porque, entre otras cosas, se hizo famosa por ser la ganadora de un premio a los 85, hace seis años– no quiere decir su edad. O sí, pero es una edad nueva.

–Yo tengo un año y un mes. Volví de la muerte. No me quedó un hueso sano: tuvieron que rearmarme como si fuera un juguete. Me exploté contra el suelo. ¡Una caída de lo más estúpida, en mi habitación! Yo, que anduve por todo el mundo: jamás me he caído ni me ha pasado nada. Fue una pelea con la muerte en serio. Yo escuchaba que decían ‘está muerta’ y yo decía ‘¡no, no!’, pero no podía hablar.

¿Y ahora cómo está?

–Ya estoy caminando: estoy regia. Fue difícil: tuve que aprender a caminar. Y a hablar también. Es que no hay nada lindo del otro lado. Es horrible la desesperación de no volver. Yo no sabía lo linda que era la vida. Es una lástima morirse. En fin: fue una situación dramática que no quisiera volver a pasar. No quiero volver a ese estupor espantoso. Ni las pastillas para dormir aguantaba, y eso que yo he soportado siempre muy bien la anestesia. Nunca le tuve miedo. Me hice cinco cirugías plásticas, la primera a los 50 años. Yo odio la decadencia.

A pesar del accidente, cuenta, nunca dejó de mandar sus columnas para el suplemento Las/12. Ni dejó de escribir. Eso sí, tuvo que abandonar la máquina, porque le cuesta tipear, y ha vuelto a su cuaderno, al manuscrito. A la computadora “no la puede ni ver”. La usa para mandar mensajes, únicamente. Intentó escribir ahí, pero siente rechazo. “Es para chicos. Un chico de cuatro años la puede arreglar: pero qué cosa. Qué mecanicismo. Se ha perdido el encanto de lo artesanal.”

ALGUNAS CHICAS

En los cuentos de El marido de mi madrastra, como en Las primas y hasta cierto punto, como en Nosotros, los Caserta, las protagonistas son mujeres. Mujeres que son monstruosas o viven vidas monstruosas; mujeres extremas, enfermas, obsesivas, maltratadas. Aurora Venturini reconoce dos escritoras argentinas que le gustan mucho, que la han influenciado: Silvina Ocampo y María Elena Walsh. Su literatura se encuentra, en efecto, en un improbable medio entre estas dos mujeres. El otro elemento que agrega a su literatura es Kafka. Un Kafka soez. Pero, como Kafka, está lo extraño naturalizado, las anomalías, la familia, la conciencia de la propia diferencia. Como a Ocampo, le interesa la crueldad y el humor negro, padece la sintaxis, escribe a mujeres en el borde, florecen en su mundo los animales y las mansiones. De María Elena Walsh, queda claro, la separa una distancia mayor: nombrarla es, de parte de Aurora, una lúcida provocación. Pero, al igual que Walsh es inteligente y candorosa, juguetona con las palabras y los nombres; le faltan, y con intención, la elegancia y la gracia. Venturini es salvaje. Por ejemplo, en el primer cuento de El marido de mi madrastra, “Carbúncula”: “Avanza con tal lentitud que se dijera se desliza como los caracoles y las babosas. Deja tras de ella un lampo blanquecino y fofo... Carbúncula nunca aclara nada a nadie; es sombra redonda, robusta, olorosa, inquietante de sí misma. Resulta horrenda, pero se acepta”. Esta mujer obesa que protagoniza el cuento acabará adoptando tortugas; cuando observa a sus mascotas teniendo sexo, Carbúncula se erotiza y acaba masturbándose pero “morirá virgen porque con sus dedos cortitos no ha podido romperse el himen”.

Tras este comienzo desaforado, Venturini elige una vez más la autobiografía para su relato “El abuelo Melo”, que lleva ese título pero luego se extiende al resto de su árbol familiar, especialmente su tía abuela Amada Margaride, sanjuanina. El relato es, en apariencia, realista; la tía abuela cuenta con gran economía y frialdad su infancia entre los cerros: “Nacimos en el Carrascal y tuve diez hermanos. Mi papá venía, se cogía a la mujer y se iba de nuevo con la tropilla contra las neviscas bravas y los terremotos”. Pero pronto el relato empieza a descomponerse, aparecen “moneditas de oro fino”, un foso lleno de cadáveres que arden (“y ese cuerpo tan desvalido era arrastrado y arrasado por las lenguas ardientes, y bailaba igual que los negros en los carnavales, con locura siniestra”) y lo que parecía un relato más o menos convencional, acaba siendo, una vez más, un cuento sobre la familia como monstruo de muchas cabezas. Y lo dice de forma explícita: “Se atrevió a calificarnos de sórdidos. Nunca polemizaría con ella. En el fondo de mi ánima le di la razón. Todos nosotros apenas si nos conocíamos, significando un tipo de extranjería monstruosa debatiéndose en un circuito de idas y vueltas, de amores y odios, de rechazo”.

PRIMAS E HIJAS

“Yo no soy muy familiera, nunca fui, pero siempre acabo escribiendo sobre mi familia, o sobre familias”, dice Venturini. “Mis seres son todos monstruosos. Mi familia era muy monstruosa. Es lo que conozco. Y yo no soy muy común. Soy una entidad rara que sólo quiere escribir. No soy sociable. La única vez que me reúno con alguien es el 24 de diciembre.”

El tercer cuento nuevo es la biografía de alguien externo a la familia pero también pertenece a la vida de Aurora: se trata de la (leve) ficcionalización de un caso que trató como psicóloga en la Dirección de Minoridad de La Plata, donde trabajó desde 1948 y hasta la muerte de su amiga, Eva Perón. La niña tratada lleva, en el cuento, el nombre de Máxima Bellini: su historia es un calvario de abusos físicos y sexuales desde la infancia hasta la adolescencia, en un mundo sucio, lleno de complicidades –de los vecinos, de los médicos– y enfermedad. La voz de Máxima recuerda a la de Yuna de Las primas, pero es más seca: tiene algo de declaración, de exposición quizás: “Aguardaba que me quejara. Yo no me quejaba a pesar del intenso dolor precedido del miedo que me atrapaba durante todo ese tiempo expectante de la locura terminal. La primera vez, lloré. Entonces volvió a violarme”. Aurora Venturini insiste en que en ese cuento todo es cierto. Excepto el final, vagamente feliz. “A esa chica la ayudamos mucho en la Fundación. Se recibió de maestra, incluso. La mandamos lejos para que se olvidara de todo, porque pasó acá cerca, en Tolosa. Habrá trabajado cinco o seis años y después me enteré de que se suicidó. No se pueden olvidar esas cosas. Ella fue paciente mía, yo estaba recién recibida de psicóloga. Le apliqué el Rorschach y habló. Con ese test no se puede callar. El final es fantástico, eso sí. La quise salvar.”

El marido de mi madrastra. Aurora Venturini Mondadori 232 páginas

La segunda parte de El marido de mi madrastra es una colección de cuentos editada en 1997, y resulta adecuada su inclusión: tienen el mismo tono que los relatos más recientes. Hadas, brujas y señoritas es un gabinete de curiosidades donde se acumulan los gustos personales y literarios de Aurora Venturini. “El tornado” es un cuento gótico protagonizado por dos gatos llamados Heathcliff y Cathy, como los protagonistas de Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Un gótico con humor negro: ahí, otra vez, la influencia de Silvina Ocampo. Pero con la particularidad Venturini y sus referencias desconcertantes: “Bebí Coca, escuché a Litto Nebbia y acepté que todo eso me superaba, porque quería curarme del poder enfermizo de atestiguar lo grave, brumoso y terrible”. “El bultito de Mangacha Spina” es otro cuento de deformidad, en esta ocasión un bulto “color brea” en el cuello de una mujer hermosa. “Fulvia” está guiado por versos de Rimbaud, poeta que Venturini tradujo y otra de sus claras influencias: en los neologismos, la fijación con los fluidos y el sexo, el lenguaje desbocado y la ambición poética; es un cuento fantástico, donde una mujer incorpora a otra, un clásico relato de dobles. “Amore, tu lo sai, la vita è amara” retoma uno de los territorios de la imaginación de Venturini: Sicilia, donde vive parte de su familia –que está emparentada, asegura, con Tomaso di Lampedusa, autor de El gatopardo– y el inefable detalle tétrico está en las catacumbas del Monasterio de los Capuchinos, donde los cuerpos se conservan momificados. “Bobita en el País de las Maravillas” es una inspiración oblicua sobre el libro de Lewis Carroll y “El tercer ojo de la señorita Catáneo”, puebla de monstruos la racional ciudad de La Plata, ciudad planeada y diseñada, que Venturini insiste en desordenar tomando como punto referencial Tolosa, ese barrio que quedó afuera del prolijo trazado de Pedro Benoit. “Vientre de osa” suma a este universo a los gitanos (“me gustan con locura”, dice Venturini: ella misma se considera nómade, sólo detenida ahora por los problemas de salud). “Nicilina” es un cuento terrible, quizás el más macabro del libro, con una hija incestuosa que incluso goza con su padre muerto. Y “Las Vélez” es, sin duda, el mejor relato: dos mujeres en una casona abandonada contada por su sirvienta, Marichú; un compendio de excentricidades y soledad.

LAS VIDAS POSIBLES

Aurora Venturini ha vivido muchos años y muy intensamente. Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación; psicóloga; maestra; amiga de Eva Perón: ha recordado varias veces cómo le contaba cuentos “verdes” para entretenerla en su agonía. Exiliada después de la Revolución Libertadora. Ya en Francia, testigo y parte del movimiento existencialista, amiga de Violette Leduc, autora editada por Camus y celebrada por Sartre y Simone de Beauvoir, todos en consecuencia conocidos de Aurora, que pasaba noches bohemias con ellos y con la cantante Juliette Gréco. Traductora de Lautréamont, Ducasse y el poeta vagabundo François Villon, a quien le dedicó también el ensayo Raíz de iracundia vida y pasión del juglar de Francia (1963). Casada dos veces, una con “un juez de derechas”, otra, más recientemente, con el historiador revisionista y peronista Fermín Chávez. “Aunque yo no sirvo para el matrimonio”, dice. “No sé hacer nada: no cocino, no limpio, no quiero hijos. Soy difícil. Mis matrimonios fueron Vilcapugio y Ayohuma.”

Parte de esa vida es constatable: ahí están los datos duros, los libros, los certificados, los sellos en el pasaporte. Otra parte integra la mitología de Aurora y es parte de esa biografía obtusa, verdadera pero literaria, que se va armando en sus libros. Cuenta Aurora, por ejemplo, que en España le vendió muchos cuentos a Narciso Ibáñez Menta, y que Narciso, después, los adaptó para la pantalla. “Me acuerdo de uno de esos cuentos”, dice. “Una mujer de la Antigüedad está en el campo trabajando y siente algo, pero no sabe qué. Pasa a la Edad Media y se asusta. Luego se acomoda, pero la gente lo nota, ve que es de otra época, le tiene miedo. Llega a la Edad Moderna hasta que un día, desesperada, cuando ya hay medicina eficaz, le explica a un médico lo que le pasa. Los médicos se reúnen, le hacen una radiografía y encuentran que, cerca del corazón, tiene una cosa extraña, un cubo. La operan, se lo sacan y ella se convierte en cenizas.”

Aurora sonríe cuando llega al remate de la historia. “Ibáñez Menta vivía en un departamento de Madrid que tenía olor a guiso. En esa época creo que ya estaba casado con Laura Hidalgo.”

Italia, España, Francia: los países europeos que recibieron a Venturini como exiliada y como viajera. “Me fui en el ’55. Primero me encarcelaron. Yo no hacía política, pero había trabajado para el Estado, era amiga de Evita y basta. Pasaron cosas tremendas en el cautiverio pero no importan: les pasaron a todos los que estuvieron presos. Después me tiraron a la calle. En esa primera dictadura si no te fusilaban, te tiraban a la calle. En la segunda te tiraban al mar; en los ’50 eso no se les había ocurrido. Yo no tenía plata para el pasaje, pero un pariente me lo sacó. Por suerte tenía el pasaporte en orden, porque había viajado el año anterior. Acá hacía un frío espantoso, en Francia un calor brutal. Me fui al Barrio Latino, que ya conocía, y busqué trabajo de cualquier cosa. Escribía en diarios, traducía. Veía en televisión lo que pasaba acá. Lo pasaban. Qué espanto. ¿Cuántos años llevamos sin revolución ahora? ¿Treinta? Ay, entonces a lo mejor nos hemos curado. Ojalá.”

Años después, en Italia, en un palazzo deteriorado de Sicilia, escribiría Nosotros, los Caserta, otra novela sobre una niña monstruo, pero esta vez la anomalía es lo contrario a la idiotez: Micaela, la niña, es un prodigio, es anormalmente inteligente. Su hermanito menor es el deforme. Nosotros, los Caserta, es un espejo invertido de Las primas: la familia es de clase alta, Chela es escritora (no pintora, aunque la pintura está presente en una escena-retablo que recrea y luego descompone Las Meninas de Velázquez), hay descenso social con propiedades expropiadas por el peronismo. Hacia el final, es casi claramente una biografía de Aurora, con sus amigos franceses sectarios y su viaje, en busca del origen, a Sicilia, al porqué de su piel oscura. Ese origen, por supuesto, será infame e incestuoso. Fábula y ficción, Nosotros, los Caserta es el encuentro con una maldición: y aquí Venturini regresa a sus poetas malditos y a las ruinas de su estirpe. La marca de su diferencia.

Una diferencia, una anomalía, que ella también encuentra en el peronismo, y en los símbolos de la Argentina. “El peronismo es un drama”, dice. “A Perón después de muerto le roban las manos. ¿Qué es eso? Y el cuerpo de Eva, que yo lo vi recién entregado, en Puerta de Hierro, cuando la trajeron de Milán. Le hicieron de todo. Perón ya estaba casado con ésa. Con la enana. Y ahora Evita ya está ocho metros bajo tierra, qué miedo le tienen.”

Y, en seguida, cambia de punto de vista y cuenta que estuvo mirando fútbol. Y que está loca por Messi: “Qué divino es. Cómo hace goles, es un sabio. Y es un gnomo. Lo hicieron crecer con hormonas, lo estiraron. Igual quedó chiquito. Qué le habrán puesto. Porque la pelota se le pega a la punta del pie. Lo deformaron y salió mejor. No le pueden sacar la pelota porque tiene las proporciones distintas”.

Aurora Venturini también es un bicho raro en la escena literaria. Porque, en general, las literaturas que han hecho su camino por la periferia –por las ediciones de autor, las plaquetas, los premios municipales– no suelen emerger y mucho menos en la vejez del autor. Ella se sabe anómala desde siempre, y sólo por ser escritora. Cree que los escritores son, en alguna medida, todos monstruosos. Y que escribir es algo muy serio. Por eso se enoja con quienes la visitan buscando su consejo. Primero están las que llama “seudoescritoras”. Y agrega: “Acá en La Plata hay muchas”. Y luego vienen los que quieren aprender a escribir “para hacer algo”. Contra ellos arde de furia. “Ya no recibo a nadie, pero hace poco vino un hombre. Un hombre grande. Me dice: ‘Yo me jubilé, tengo campos, tengo vacas, qué sé yo, y ahora quiero escribir’. ‘Ah se está tomando un recreo’, le dije. ‘Y sí –me dice él–, algo hay que hacer.’ Lo eché. Si hay algo que detesto es la gente que se toma esto como un juego, una frivolidad. Se creen que escribir es una pavada. Que es para pasar el rato. Que somos unos vagos. Cuando, en realidad, escribir es un sacrificio y los escritores, para colmo, somos todos pobres, bueno, la mayoría, porque no nos pagan. Ah, cómo lo eché a ese hijo de puta. Fue fantástico.”

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