Domingo, 24 de junio de 2012 | Hoy
Las novelas negras de las dos últimas décadas aún están marcadas por la dictadura. ¿Cómo contar? ¿Quién habla? Y, sobre todo, ¿a quién creerle? Vicente Battista recrea estos interrogantes en un policial donde el chisme, la farándula y la aristocracia se cruzan con la violencia institucional.
Por Luciana De Mello
La dictadura, claramente, le ha dejado múltiples marcas a la narrativa argentina. Las novelas negras actuales pueden no estar abordando el tema de la dictadura de una forma directa, pero no hay manera que de ellas no se desprenda una lectura que la circunde. Los detectives argentinos, si pertenecen a la fuerza, no pueden ser más que ex servicios; las palabras amenaza, secuestro, interrogatorio y asesinato ya no pueden separarse, en su esfera semántica, de una referencia a los crímenes cometidos por la última dictadura militar. Es por eso que la relación entre lenguaje y la narración del pasado plantea una nueva problemática –sobre todo dentro de este género– a la hora de organizar el punto de vista, que en el caso puntual de esta última novela de Vicente Battista, Ojos que no ven, se problematiza ya desde el título y luego en la construcción del narrador en base a un planteo dicotómico entre realidad y verdad.
El problema no es que la realidad supere a la ficción, la pregunta es cómo y quién cuenta el crimen hoy cuando se mira hacia el pasado más reciente. El narrador omnisciente en algún punto ha dejado de ser verosímil para relatar el horror perpetrado desde las altas esferas del poder. En este tipo de novela negra, no sólo es imposible la justicia, sino que tampoco se hace fácil salir a buscar la verdad detrás de los hechos, es el propio concepto de “verdad” lo que entra en cuestionamiento. En Ojos que no ven, Vicente Battista vuelve con el personaje de su novela anterior, Raúl Benavides, redactor de Impacto, una revista de chimentos funcional a los tiempos políticos de la pizza con champagne de la era del menemato en la que se inserta el crimen a revelar, y que ocurre a pocos días del asesinato de José Luis Cabezas. Battista construye un narrador que dialoga con el lector, al que le plantea sus dudas y que de alguna manera establece desde el comienzo un pacto de lectura que se sostiene sobre una constante incertidumbre. El narrador arma la escena y cuenta el armado de esa escena, hace avanzar y retroceder las posibilidades del relato como si fuera un director de teatro empecinado en demostrar el artificio desde el momento mismo de su enunciación.
Benavides trabaja como periodista en una revista de chimentos y le ha llegado el momento de fama. Es el tercer aniversario de la muerte de un chico con apellido de calle, que supuestamente se ha caído del techo del prestigioso Jockey Club donde practicaba deportes con su escuela. Por encargo de su editor, que necesita llenar un hueco publicitario, Benavides escribe un recuadro sobre la archivada muerte del joven, que aunque se caratuló como un simple accidente, la madre asegura que ha sido un asesinato. El periodista recorre los estudios de Neustadt y Susana Giménez, al mismo tiempo que comienza a recibir llamadas telefónicas que lo amenazan de muerte si sigue cuestionando la muerte del joven. Benavides, una especie de antihéroe sin demasiada ética a quien la política poco y nada le importa, con el objetivo de captar la atención de sus lectores escribe mentiras y asegura tener evidencias en las que poco a poco comienza a creer, y que de alguna manera lo guiarán a la resolución –personal– del caso.
El marco de los noventa aparece como ideal para este tipo de escenarios. Una muerte aristocrática dentro de un club de alta alcurnia, un escenario cerrado al común de la gente pero al mismo tiempo público para sus distinguidos miembros. El crimen no ocurre dentro de la habitación del policial clásico, acá todo está más expuesto y al mismo tiempo más impune. Es por eso que el caso Cabezas sobrevuela el relato junto con una María Julia que da consejos de belleza en las revistas mientras el presidente baila la danza del vientre durante un almuerzo de Mirtha. Los noventa son un cuerpo muerto a la vista de todos. Las pruebas están ahí pero se decide volver la vista al costado, al igual que Benavides, cuyo móvil por la investigación es más el entusiasmo por salir del anonimato que por algún sentimiento de justicia. Así es como ocurre otro espejo con postas hacia el final de la novela, donde uno de los personajes toma la misma actitud del narrador haciendo con Benavides lo que el narrador hace con el lector: “¿Será posible que usted me cuente la historia verdadera?” “Todas las historias son verdaderas –dice Fagot–, depende de quién las cuente y de quién las lea.”
Fagot, asesino a sueldo, comienza por aclarar lo que significa la palabra bolacera: “Es un contrapunto, gana el que consigue hacer cierta, aunque sea por algunos minutos, la mentira que está contando”. Al detective de a pie le queda claro que lo más conveniente será volver a su casa y hacer de cuenta que nunca vio, escuchó ni habló con nadie, si quiere vivir para contarla.
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