Hace poco, un vecino avisó al Gobierno de la Ciudad que en Belgrano había un hombre viviendo en un auto. Quería que ayudaran al hombre, pero desde un tweet le contestaron que ya habían ido a sacar el auto. A diferencia de los funcionarios, Horacio Castellanos Moya se preocupó por la vida de un hombre que vive en un auto abandonado en El Salvador. Novela de 1995, Baile con serpientes se conoce ahora en Argentina gracias a la publicación serial de este autor que va ocupando un destacado lugar en la narrativa latinoamericana de la actualidad.
› Por Angel Berlanga
“La literatura es espejo de conflicto, pero también es mucho más que eso para mí: en gran medida es una forma de conocimiento, de expresión y, sobre todo, es una cosa de búsqueda, que al final tiene que ver con tratar de entender los misterios esenciales del ser humano, por qué somos como somos, tan feos, o tan bondadosos.” Horacio Castellanos Moya dijo eso hace cuatro meses, cuando vino a Buenos Aires para participar de unas jornadas sobre la violencia en Centroamérica y México, asunto que, para él, dijo aquella vez, no fue una opción en su vida: “Si no leías bien una sociedad violenta, te morías”. Esto excede al fin de la guerra civil salvadoreña: tras publicar El asco, en 1997, lo amenazaron de muerte y tuvo que irse del país. Desde 2006, Tusquets viene editando aquí sus novelas, El arma en el hombre, Insensatez, Desmoronamiento, Tirana memoria, La sirvienta y el luchador, y hay que decir que es una suerte, porque sus libros se leen de un tirón, no dan respiro, configuran incorrección y retratan su tierra y sus criaturas. Lleva a la práctica, en su narrativa, aquella definición que le admira a José Emilio Pacheco: ponerse en la piel de otro, aunque sea por un momento, para ver el mundo desde ahí, por más revulsivos que puedan ser los personajes. Castellanos Moya dice que suele escribir por alguna pulsión que lo obliga a buscar algo, una necesidad que le dicta el estómago. Y algo de eso hubo en el comienzo de Baile con serpientes, la novela que se publica ahora aquí.
¿Qué puede hacer un sociólogo desocupado y con pocas expectativas de conseguir empleo, que vive de prestado en el departamento de su hermana y su cuñado, si se instala ante el edificio un cascajo amarillo manejado por un borracho andrajoso en evidente marginalidad, porque resulta que utiliza a su viejo Chevrolet como casa rodante oxidada? Interesarse por ese hombre, por supuesto. Incluso si este hombre, que huele muy mal y resulta llamarse Jacinto Bustillo, le dice que lo deje en paz. El sociólogo insiste: qué curiosidad tiene por saber de él, cómo fue su caída, cómo es por dentro el auto, porque el tipo le tapó los vidrios con cartones. La cosa se le termina dando con relativa rapidez: hasta casi que toma su identidad. Y en la primera noche que pasa dentro del coche encuentra una sorpresa. Cuatro, en rigor. Serpientes. Ahí empieza el baile.
Castellanos Moya ha contado en alguna entrevista que lo de los ofidios fue una pesadilla que tuvo y que ese sueño lo sacó de una trabazón en la que le había llamado la atención un auto de ésos. La combineta coche y serpientes, así, dieron rienda al escritor y también al sociólogo, que enseguida entra en confianza con las muchachas, que muy naturalmente charla con ellas y que va narrando, en primera persona y con normal beneplácito, el desparramo vertiginoso de crímenes que dejan por el camino. Esto es San Salvador de la posguerra y la muerte, sabe la gente, puede ser violenta por terremotos o por parapoliciales, pero los ataques sorpresivos de las culebras y “su encantador” producen un revuelo de terror, porque la masacre empieza por dos guardias de un shopping que de mal modo exigen al nuevo dueño del vehículo que lo saque del estacionamiento, sigue por algunos clientes del lugar, se profundiza ante algunas personas del antiguo y civilizado entorno de don Jacinto e incluso alcanza a un noble banquero y político allegado al gobierno. La policía y la prensa se revolucionan, claro, ante los indiscriminados y letales ataques de este insólito grupo.
Y es por ahí que se estructura y da con su forma esta novela, porque al relato delirado del sociólogo el autor le eslabona, en una segunda parte y ya en tercera persona, la pesquisa que va componiendo el subcomisionado Lito Handal en base al crescendo que se le va presentando y, luego, en la misma línea pero para contar de cara al público –tercera parte– las averiguaciones de la cronista Rita Mena, entusiasmada porque la cobertura del caso podría depararle el premio a la cronista del año. Con buena parte del camino de los hechos contados de primera mano, el lector asiste, pues, a los aciertos y los errores de policía y periodista de cara al esclarecimiento y, sobre todo, a los prejuicios, las ambiciones y los recelos de ambos y a las lógicas de funcionamiento de ambas instituciones. Así, entonces, el baile arma su historia con el triángulo de historias que Handal, Mena y Eduardo Sosa –el sociólogo encantador– van componiendo para sí mismos y también de cara a sus perseguidores (jefes) y a la explicación de los hechos. El registro policial de la segunda parte y el periodístico de la tercera muestran sus fisuras y sus taras ante el lector que asistió, al principio, al raid criminal de sesgo fantástico, una rareza en la narrativa de Castellanos Moya, que publicó este libro en 1995 (tres años después del final de la guerra, plena zozobra social que no ha cesado hasta hoy) y que se edita por primera vez en la Argentina. Mena y Handal son personajes que ya habían aparecido en otros libros de este escritor salvadoreño nacido en Honduras en 1957, que también trabajó como periodista y viene narrando, con lucidez, revulsión y magnetismo, la violencia contemporánea de su tierra.
Una violencia que piensa como inherente al hombre, ha dicho, que excede tiempos y geografías. Una violencia cuyas marcas exceden lo policial y lo fantástico, lo periodístico y lo sociológico, y que acaso encuentre en la literatura un sinuoso, resbaladizo, inclasificable signo que le dé provisoria forma.
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