El fracaso, su superación o el hundimiento definitivo en él es indudablemente el fantasma más íntimamente ligado a la literatura. En su nueva novela, Aire de Dylan, Enrique Vila-Matas lo encara a su manera: ligera y profunda a la vez. Entrevistado en su casa y lugar de trabajo en Barcelona, el escritor repasa lo que lo ha llevado a escribir sus últimos libros, habla de la antología Chet Baker piensa en su arte, de reciente aparición, defiende a Paul Auster y reniega de quienes lo tildan de narrador metaliterario. Reflexiones de un hombre muy amable que se volvió más lúcido y reflexivo tras haber abandonado el alcohol, al que podría volver, confiesa, pero no quiere hacerlo.
› Por Matias Nespolo
Un largo y sombrío pasillo cubierto de libros en un lateral desemboca en su estudio. Un ambiente luminoso, balcón y ventana a la calle, no muy grande. A un lado, un escritorio casi desnudo y dos grandes cuerpos de biblioteca con generosos blancos en los estantes para descansar la vista. Al otro, un amplio sofá rojo y dos sillones oscuros. Parece la consulta de un psicoanalista. El que haría de terapeuta viste una camisa negra y un pantalón gris de tiro largo, muy largo, anclado por encima de la cintura. A pesar de que la broma le divierte, se nota, escoge el tapizado rojo que oficia de diván. Es Enrique Vila-Matas, una de las voces de la narrativa castellana más personales y sugerentes de las últimas décadas, en su gabinete de escritura. “Escribo siempre aquí, pero trabajo de una manera más interesante por fuera del despacho. Caminar va muy bien para pensar”, aclara, porque suele tomar muchas notas por la calle, sobre todo cuando viaja. De hecho, su reciente novela Aire de Dylan (Seix Barral) cristalizó de ese modo durante un largo paseo por una avenida de San Pablo.
Acostumbra seguir “una disciplina matinal”. Aprovecha las horas en que se queda solo en casa, cuando su compañera Paula de Palma, a la que le ha dedicado y le continúa dedicando todos y cada uno de sus libros, marcha al trabajo. Entonces echa manos a la obra sin más estímulo que un café instantáneo tras otro. Hasta la hora de comer, tampoco sin excederse. “Creo que se puede rendir bien unas dos o tres horas. Es como el caso de un futbolista que en cuanto juega una prórroga está muy cansado”, dice. Y en su caso, en cuanto la prosa fluye con demasiada facilidad, desconfía. Gabinete o taller de construcción, el actual despacho de Vila-Matas no es el de sus orígenes ni el de toda la vida. El escritor vivía en un pequeño “piso de estudiantes” en la zona alta residencial, a metros del Parque Güell de Antoni Gaudí, el desmesurado arquitecto modernista por el que legiones de turistas orientales visitan la ciudad. Y hace dos años, cuando publicó su anterior novela, Dublinesca, una suerte de melancólico canto fúnebre a la galaxia Gutenberg, se mudó a este segundo piso entre las calles Londres y Buenos Aires, en el amanzanado y burgués barrio del Eixample, la primera ampliación extramuros de Barcelona a principios del siglo XIX. Y éste no es un dato menor, porque de pasada el narrador de Aire de Dylan asegura que un escritor no necesita cambiar de hemisferio, de lengua o de cultura para cambiar radicalmente su temática y estilo. Le basta sólo con mudarse de barrio, dice en una explícita referencia al autor de carne y hueso.
Sin embargo, sí que ha cambiado Vila-Matas. Tanto en su obra como personalmente, incluso antes de Dublinesca. Ni rastro queda de aquel escritor de sonrisa sarcástica y conversación esquinada al filo de la insolencia, en el tipo ameno, extremadamente cortés y hasta se diría que un tanto tímido que se presenta ahora. Un cambio radical que tiene que ver con el alcohol. Desde la insuficiencia renal que lo sorprendió en Buenos Aires en 2006, y que casi lo lleva a la tumba, que no prueba una gota. “Puedo beber, pero prefiero no hacerlo”, dice con intención el autor de Bartleby y compañía, “para no iniciar una escalada que significaría volver a un caos que me conozco de memoria”.
Vila-Matas no se arrepiente de nada porque “el alcohol fue creativo en su momento, hasta que luego se hizo repetitivo”. De allí que reconozca sin ambages que “cuando vives en el alcohol tienes un flujo de ideas que escapa de lo habitual”, pero también desmitifica. “Está claro que Faulkner bebía muchísimo, pero no escribía borracho. Es muy difícil hacerlo. Hay un desfase entre una percepción y otra, y esas ideas que parecían un destello de genialidad, si no las has podido cazar del todo por escrito, luego son una tontería.”
Tratándose de un autor que ha explorado a conciencia todas las posibilidades de la negatividad literaria, desde el suicidio narrativo o la testaruda desidia de Bartleby al insuperable bloqueo del enfermo crónico de literatura como Montano o el ocultamiento y la fuga rimbaudiana del Dr. Pasavento, la última novela de Enrique Vila-Matas pareciera condensar todas esas variantes en su quintaesencia: el fracaso, quizá la empresa más íntimamente ligada al quehacer literario.
A eso se dedica Vilnius, también conocido como “pequeño Dylan” por su afición a cultivar una identidad fluctuante como el cantautor americano. Una suerte de ideólogo de la indolencia o profesional del bostezo a la manera de Oblomov, el célebre holgazán de la literatura rusa creado por Iván Goncharov en la novela homónima de 1859, que malgasta su tiempo en un imposible proyecto cinematográfico, crear un Archivo General del Fracaso, mientras sigue inútilmente el rastro de una improbable cita del Scott Fitzgerald guionista de Tres camaradas, y sufre el hamletiano acoso del espectro de su padre, Juan Lancastre, un afamado escritor que se reinventaba a sí mismo en cada obra, muerto en extrañas circunstancias. De allí que el espectro, infiltrado en la memoria de su hijo, reclame justicia.
El narrador de Aire de Dylan conoce a Vilnius en un congreso literario en Suiza, dedicado, cómo no, al fracaso. Y a partir de allí le sigue los pasos de cerca. Lo curioso es que ese congreso en cuestión existió en la vida real. Y aunque Vila-Matas no pudo asistir, sí lo hizo Sergio Chejfec, a quien pone de testigo, mientras bebe un trago de agua mineral, como si necesitara neutralizar una incredulidad latente.
En todo caso, la supuesta cita de Fitzgerald que dispara el arranque de la novela como si de un policial se tratara no es inocente: “Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien”. ¿También es su caso?
–Tres camaradas estuvo prohibida por el franquismo. No pude volver a ver la película para escribir la novela porque ahora no se consigue en DVD. Anoté en su momento la frase en un papel y sé que la cita no es de Fitzgerald, aunque conste como uno de los guionistas. La novela se puso en marcha el día en que me reuní con el experto en cine de Hollywood Javier Coma para que me contara lo que supiera al respecto y me sentí como un detective. En concreto, como un detective metafísico de Paul Auster, del que ahora está de moda hablar mal en España, pero que sin duda influyó en Bolaño. Y la respuesta demorada es: sí, como tanta gente melancólica.
Lo cierto es que el fracaso del que se ocupa Aire de Dylan tiene varios matices. Por un lado está el fracaso irreparable de la muerte, el del silencio definitivo al que se entrega el celebrado Lancastre, tras una vida de voluntarioso vanguardismo formal. Una idea que tomó Vila-Matas de un cuento de Antonio Tabucchi en el que la viuda de un escritor arroja su último manuscrito al fuego, tras el funeral, con un escueto “pobre hombre”. Pero por el otro lado está el doble fracaso del narrador, “alguien que cree en la cultura del esfuerzo y trabaja duramente más de 30 años hasta que un día revisa su producción, se arrepiente de toda su obra anterior y decide renunciar definitivamente a la escritura”, explica el autor.
Una renuncia de la que también fracasa al cruzarse la peculiar historia de Vilnius por su camino. Porque no puede dejar de narrarla.
–Me identifico más con Lancastre que con el narrador, que es un personaje bastante gris, sin entidad, y del que se supone que no ha logrado hacer nada medianamente interesante en toda su vida. Pero sí, he sentido la tentación de dejarlo todo. Sería absurdo que no lo hubiese pensado, sobre todo después de Bartleby..., porque antes no se me había ocurrido. Y la posibilidad de apartarse a un lado y dejar de publicar sigue ahí. Pero creo que me hubiera podido retirar a los 30, ahora ya no puedo hacerlo porque me preguntarían por qué no escribo.
Por lo visto la negatividad literaria de Vila-Matas no es una impostura narrativa, porque tiene una base bien real. Pero su mérito, en todo caso, es el de haber hecho de la necesidad virtud. “La misma escritura me ha permitido construir muchas salidas a la angustia general de no hacer nada. Como la de tramar argumentos por los cuales en ningún momento sería un drama no poder escribir por el hecho de no tener ideas, cosa que me ocurre a menudo”, explica.
Sea como fuere, si Aire de Dylan arranca como un policial, su matriz explícita viene dada por el drama shakespeareano. “Para no trabajar a ciegas, sabía que el resultado tenía que parecerse a Hamlet, aunque finalmente no fue así”, concede. “Si lo que se cuenta no parece demasiado verosímil, sí que lo es en cuanto a que se adapta perfectamente a la idea de una representación teatral. Porque no se trata de un homenaje al teatro, como alguien ha dicho por ahí, sino de una visión del mundo como una ilusión teatral, como la gran representación teatral de la vida de la que no se puede escapar”, explica con una referencia al Gran Teatro Natural de Oklahoma del que hablaba Kafka en América.
Y la sombra de Hamlet lleva inexorablemente a otra de las obsesiones del escritor: la conflictiva relación paterno-filial.
–Se debe a la presencia de un padre de carácter fuerte, un padre kafkiano, que define mi situación, porque mis padres viven, tienen 90 años, y sigo ocupando el lugar de hijo sin hijos. Esto también era fundamental en Dublinesca, cuando se narran las visitas a los padres kafkianos. En algún momento llegué a pensar que todo el libro sería eso, una sucesión de visitas. Es un tipo de relación que da mucho juego en literatura. La verdad es que no me afecta mucho en mi vida cotidiana, pero en mi obra se nota.
Y se nota en este caso porque el fantasma de Lancastre, infiltrado en la memoria de su hijo Vilnius, oculta tanto una estrategia narrativa, como revela un conflicto, más cultural que generacional, que sirve para articular a su vez una dura crítica a la posmodernidad. “Es curioso porque del trabajo con el recuerdo de otro ha salido la idea para una nueva novela, en la que estoy embarcado, y en la que desaparece la figura paterna. Es la historia de alguien que, a causa de un golpe en la cabeza, no recuerda su infancia y tiene que reconstruirla con recuerdos ajenos. Esto marca una continuidad en la obra, un poco como le pasaba a Bolaño, en el que cada nuevo libro era consecuencia del anterior”, añade.
Lo cierto es que apoderarse de los recuerdos de otro –y da lo mismo si ese otro es real o no– es lo que de algún modo hace todo narrador. “Eso es algo que ya estaba en Recuerdos inventados y me sorprendió hace poco comprobar que había tomado de allí la misma construcción. Seguramente no he hecho otra cosa a lo largo de toda mi obra, de manera más o menos fingida. Y tiene gracia, porque muchas veces se me considera un autor que escribe a partir de las obras de otros, y no es así. El cabreo viene por los que no han leído nada y para cargarse una obra, porque les caigo mal o por lo que sea, dicen que soy muy metaliterario. Y metaliterario, como dice Piglia, no es eso. Es la forma que se utiliza ahora para clasificar a los que todavía permanecen atentos a la construcción compleja de las historias, a diferencia de los que sólo las narran linealmente”, arremete.
Vilnius y Débora, la joven amante de Lancastre, fundan la sociedad secreta que se entrega al difícil arte de encogerse de hombros, a limitarse a pensar una sola idea al día para jamás llevarla a cabo. Una actitud que contrasta con la cultura del esfuerzo y del trabajo bien hecho del difunto escritor que se empeña en la continua renovación y mejora de sí mismo.
–Esa búsqueda formal vanguardista todavía resulta estimulante para mí y me atrae sinceramente. Vilnius y Débora son personajes muy poco edificantes o ejemplares y eso me gusta. No están comprometidos a nada, mucho menos políticamente. Proponen la idea de retirarse, de permanecer al margen y no participar en lo que no están de acuerdo. Si el discurso televisivo te molesta, te apartas, de lo contrario puedes acabar abrumado por la prima de riesgo como en el caso español. No en vano el lema de los conjurados, “no hacemos nada, pero somos imprescindibles”, parece extraído del programa situacionista de Guy Debord. Comparto la misma sensación en muchas ocasiones, la de que no hay nada que hacer más que apartarse y no participar.
Por otro lado, Aire de Dylan coincide con el lanzamiento de la antología de relatos Chet Baker piensa en su arte (Debolsillo). Una compilación cronológica de sus mejores piezas breves, seleccionadas por el mismo autor, desde “Una casa para siempre” de 1988 hasta el postrero “Los sucesores de Vok”, además del añadido del relato largo o nouvelle inédita que da título al volumen. Y la obra tiene un interés añadido porque permite seguir de cerca la evolución de su peculiar poética narrativa, para comprobar hasta qué punto su llamado vampirismo literario es una apuesta que tiene más de una continua reescritura de sí mismo y de su propia obra que de un simple saqueo de la historia universal de la literatura. En conjunto, la antología “es la exposición de un camino sin retorno”, dice. “Por mucho que yo quisiera regresar al tono narrativo de Suicidios ejemplares, no puedo hacerlo porque tengo un mayor sentido de la complejidad y ya no soy inocente. De allí que pueda resultar un viaje interesante para el lector confiado que se va encontrando poco a poco que la vida, al igual que el relato, se complica”, aclara.
“No me dediqué a elegir los mejores relatos, porque eso nunca lo sabes –se apresura a afirmar–, sino los más representativos de ciertos cambios que se han ido produciendo.” Por descontado que Vila-Matas descree por completo de la idea de progreso de una obra o de una evolución a secas del estilo. Pero si resulta imposible desandar el camino hacia la inocencia originaria, sí que se puede reescribirla desde ese otro lugar autoconsciente. De hecho, cierto grado de reescritura o reelaboración del motivo de muchos de estos relatos remiten a novelas o zonas más vastas de su producción posterior.
El relato “Porque ella no lo pidió” participa del mismo diálogo recursivo entre realidad y ficción que luego desarrolla en Dublinesca. “El arte de desaparecer” funciona como un germen o semilla de la que brota Doctor Pasavento. Y la novela autobiográfica sobre las peripecias de su formación literaria (París no se acaba nunca), para dar sólo tres ejemplos, parece una glosa o una ampliación desmesurada del relato “Mar de fondo”. “En un principio, la idea de hablar de mi relación con Marguerite Duras se limitaba sólo a ese cuento y con esa cena un tanto extraña, porque no le daba mayor importancia. Pero en un encuentro con Copi en el que todo el mundo le preguntaba por Duras y por la buhardilla que ella le había alquilado, que era la misma por donde había pasado yo, pensé que, si el tema interesaba tanto, no bastaba sólo con un relato y me decidí a escribir la novela”, recuerda el escritor.
“Todo está muy entrelazado, un libro enlaza con otro”, confirma. “Un día descubrí en la biografía de Marcel Duchamp, cuya actitud vanguardista es lo único a lo que he permanecido fiel desde el comienzo de mi carrera, que hay un momento en el que él no tiene ideas. Y en lugar de vivirlo como un verdadero drama, decide profundizar y bucear en las ideas originales que ya tuvo. No todo tiene que ser una carrera de progreso superándote a ti mismo. Somos limitados, también hay que saber volver hacia atrás.”
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