En el epílogo de este breve, austero y hermoso libro, fechado en octubre de 2010, Héctor Tizón señala que probablemente éstas sean las últimas páginas que escriba. Historias breves, crónicas fugaces con un protagonista en común: el desierto, la Puna, la última frontera para unos hombres desterrados, sabios y que ya parecen vivir por afuera del tiempo. Memorial de la Puna contiene muchas señales de despedida, pero también destellos de una de las obras más profundas y honestas de la literatura argentina.
› Por Angel Berlanga
“Los recuerdos aparecen unos detrás de otros como las aves emigrantes en el cielo. Nuestra vida no es otra cosa más que recordar; una vida es una acumulación de nombres, de tristeza, de rostros, de cielos y jardines, y debemos recordarlo todo antes de que anochezca.” Son varias las señales de este crepuscular y extraño libro de Héctor Tizón que dan idea de despedida: la alusión a contar al borde del abismo, un declarado desencanto por la industria cultural y editorial y, más precisamente, la anotación concreta, en el epílogo, de que quizás éstas sean las últimas páginas que escriba. Memorial de la Puna es, tal vez, el más poético de los libros de Tizón.
En una entrevista que Radar publicó tres años atrás Tizón decía, en su casa de Jujuy, que estaba escribiendo unas notas inclasificables, “como si fuera una larga conversación, por momentos con otra persona, por momentos conmigo mismo”, y que esas notas no serían “ni ficción, ni ensayo, ni memoria”. “Tal vez una crónica, aunque no lo parezca del todo, o un diario, aunque tampoco parezca eso”, decía, y que también tenía escritas “una serie de crónicas del desierto”. Memorial de la Puna condensa todo eso, tiene un poco de cada cosa, sin que a Tizón le preocupe saber a qué género pertenecerán estos textos: “Serán recuerdos imaginarios de la memoria y los sueños”, escribe en el prólogo. “Su tema será el desierto, la descripción del desierto en cuyos límites vivo, pero también el desierto interior de mi vida actual y mi pasada memoria. La visión del desierto, con su soledad y silencio, nos empeña en develar el significado pendiente de todas las cosas.”
Y también del paso y la estadía de los hombres allí. Cada uno de los seis relatos que contiene el libro, se indica, proviene de un cuaderno distinto; tienen como territorio común a la Puna, tierra “lijada por los vientos y la sal”, “el gran desierto lunar cálido y frío”, más que un lugar una experiencia, en el que “está el hombre solo entre sus semejantes en su destino más elemental”. Es significativo, complementariamente, que en casi todas las historias exista una vinculación con el afuera, sea a partir de personajes que pasaron por allí, o que llegaron desde Europa para encontrar en este sitio la muerte, o para contrastar tiempos, vorágines, frondosidad de las cosas, lo rural y lo urbano, uno de los temas de la narrativa de Tizón. “Hay un silencio misterioso que siempre ocurre segundos antes de que el sol asome. Esto es sabiduría de campesinos que el hombre de la ciudad no advierte, como tampoco advierte que va a morir cuando la muerte se acerca lentamente.”
Dos de esas historias tienen su enlace con libros que Tizón ya publicó. En un pasaje de La belleza del mundo se inspira el primero de los textos, “El hombre que vino del río”, el paso por la Puna de un caminante que, acompañado por un perro negro, no sabe hacia dónde va y carga con él una trágica historia de desamor; su interlocutor ha buscado la soledad en un pueblito, San Marcos, para centrarse en escribir. “Pero la soledad es patrimonio del hombre cuando deja este mundo, en el cual es imposible estar solo por mucho tiempo”, escribe, y se percibe, de arranque, esa ruptura de enfoques convencionales, porque el hombre pasa, deja su historia y abre paso –tras el sencillo subtítulo “Otro día, en mayo”– a un entramado de observaciones, escenas y recuerdos que entretejen con hilos invisibles los asuntos de fondo, palabra y silencio, hombre y naturaleza, sentido y no, Dios, razón de vivir y de morir. “El desierto es un aprendizaje de la abstracción y también el gran maestro de lo simple –anota–. Sus leyendas, los cuentos, los poemas y la risa configuran las noches del desierto, no son el fruto de la meditación.” “Recuerdos de un dinamitero” es el otro relato que se relaciona directamente con un libro anterior (La mujer de Strasser), y tiene como protagonista al mariscal Tito, que ante un ventanal y una manifestación que se diluye en Belgrado evoca la guerra, su vida y, también, su paso por Yala para trabajar dinamitando colinas en pos del puente que construiría Strasser. “El desierto, como el que recorría hasta La Quiaca –piensa el mariscal– nos enseña hasta qué punto vivimos poseídos de nuestras posesiones, de nuestras casas atiborradas de muebles, y los muebles, de cosas; no podemos andar en los espacios que nos dejan libres las cosas diseminadas.”
Tizón retrata en otra historia al conde de Montseanou, un pianista belga y bebedor, amigo de Pierre Drieu La Rochelle, que andaba por La Quiaca bajo la tutela de la dueña de un prostíbulo: este noble polvoriento no sabe qué hace ahí, y si fuera coherente estaría en el Congo, dice, como sus parientes. Tizón cuenta, también, en “Réquiem para un canario minero”, el asesinato de Rafael Tauler, un hombre que llegó desde Canarias, solicitó la explotación del yacimiento que es hoy la mina Pirquitas y fue luego encarcelado y ejecutado por orden del gobernador jujeño de entonces, un caso que escandalizó a la provincia en 1935. “Tal vez no sería ocioso ni extraño mirar este país desde un lugar desde el cual nunca se ha visto, desde la periferia, desde el desierto”, piensa el narrador convaleciente de “Frontera abajo”, que cuestiona con resignación y nostalgia la posmodernidad, el discurso global, el endiosamiento de las ciencias matemáticas y puede apreciar, a la vez, el arte efímero de las imágenes que los vecinos arman con pétalos de flores, que “en términos absolutos no será menos permanente que el Duomo de Milán”. “Trabajar para nada, modelar, crear sabiendo que la creación carece de futuro, ver esa obra destruida en un par de días siendo conscientes de que, en el fondo, eso no tiene más importancia que construir para la eternidad”, anota. En “Paralipómenos”, acaso el más onírico de los relatos, el narrador llega en un caballo negro hasta la más alta de las lagunas; es otoño, llovizna y desde una piedra con forma de butaca, puede ver el valle. “Cuando vivimos en paz, consustanciados por la naturaleza, envejecemos menos de prisa”, dice el narrador, y planea quedarse allí, no volver a la ciudad. Y dejar de escribir: “Ahora me doy cuenta más claramente que escribía porque la vida no me bastaba”. La triste hermosura de este libro tienta a reconvenirlo: una insensatez. Apunta Tizón, en el comienzo de Memorial de la Puna unos versos de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”.
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