Andrés Barba se ha consagrado como una de las más destacadas figuras jóvenes de la nueva narrativa española. Sensibilidad y formación literaria, destreza técnica y sobre todo capacidad para comprender la entraña de sus personajes lo caracterizan a lo largo de novelas, relatos cortos y hasta libros para chicos. En Ha dejado de llover reúne cuatro nouvelles que abarcan otros tantos aspectos de la vida madrileña, lejos de las imposiciones políticas actuales y de los estereotipos sociales.
› Por Angel Berlanga
Al final, en la cuarta y última historia de Ha dejado de llover, en medio de una nevada y de un paseo de compras navideñas en Madrid, un pájaro majestuoso, de una belleza innegociable, vuela hacia la bóveda de un centro comercial y se da un topetazo: los vidrios le ofrecen la luz pero le niegan el aire, cambiar el horizonte. El golpe le hace perder altura y el vuelo se le vuelve desastroso, pero va a intentarlo de nuevo, con más ímpetu: esta vez se viene a pique, como en llamas, y enseguida pierde alguna pluma vistosa y arma un revuelo entre la gente. Algo del orden de esa frustración nutre a los protagonistas de las cuatro nouvelless (¿relatos largos?) que componen este libro, personajes que aquí se retratan angustiados y machucados por conflictos familiares (madre-hija, padre-hijo, parejas rotas o con rajaduras estructurales) a los que en principio no les ven solución ni salida, personajes que cada tanto encuentran, a la vez, algún relumbrón de satisfacción más o menos ilusorio. Los claroscuros del alma y los vasos comunicantes entre lo que se lega y se hereda y se deforma, un tema ya clásico en el notable fisonomista y buceador psicológico que es este autor madrileño nacido en 1975.
El cuarteto de historias puede verse como variaciones sobre el tema y también como retrato del paisaje íntimo y sentimental de personajes insertos en la clase media y media-alta de Madrid, un retrato que prescinde de colores políticos y de los discursos directos de los medios de comunicación, descontaminación que contribuye al sesgo estético y también a centrarse en el asunto que busca enfocar Barba (y sin embargo las entrelíneas ideológicas de clase ahí están, en el mundo del trabajo, en la mirada sobre una empleada doméstica o en el paseo de compras). En el primer relato, “Paternidad”, un músico veinteañero que pegó un par de éxitos se empareja unos meses con una groupie que, tras quedar embarazada y sentir que la cosa no iba como esperaba, se repliega sobre su propia familia y decide tener al niño sola; el ojo está puesto en cómo este rocker, devenido representante, por más que lo intente no consigue conectar con el pibito cuando crece. “Astucia” sigue el derrotero de una abogada de 44 años en la asistencia a mamá, viuda desde hace mucho, a quien las rumanas (“muchachas internas, rumanas o no”) no le duran casi nada, hasta que llega Anita, una colombiana que a duras penas puede aguantarla, e incluso la asiste en los ataques que la mandan al hospital. A la tercera de las protagonistas, una adolescente, le coinciden temporalmente sus primeras experiencias sexuales junto a un compañero con el descubrimiento azaroso –mientras hace una campaña para Médicos sin Fronteras– de que su padre tiene una amante; en “Fidelidad”, así, cae un ídolo, ¿y cómo se cura la herida en la concepción sentimental de su mundo? Ha dejado de llover cierra con “Compras”, el encuentro de una chica de treinta con su madre, mujer de carácter, para quien el lujo “ha sido siempre algo delicioso y cómplice, una especie de hilo musical de su vida”; ambas se ven por primera vez luego de cuatro meses, cuando la muerte del padre y ex marido.
Barba narra en una tercera persona muy pegadita a su protagonista, y a su órbita en torno de esa madre, padre, hijo, aunque en el cuadro aparecen otros personajes menos enfocados, hermanas, amantes, parejas; el abanico de lentes, entre el detalle y el plano general, muestra que en estos vínculos familiares o íntimos predomina la decepción, como si tanta carga de expectativa o tradición fuera un pifie, aunque en algún momento de cada relato aparezca una revelación, alguna clave para desatar un nudo o para abrir una puerta, un ojo de linterna sobre “la vida extraña de los pensamientos que se han tenido muchas veces pero nunca se han entendido del todo”.
En su literatura, Barba talla infinitos matices del claroscuro en la noción, quizá, de que eso compone a las personas –su registro es bien realista–; un gesto, así, bien calibrado en su evolución, visto desde aquí y desde allá, puede estar hecho de pinceladas sucesivas que persiguen definir lo mejor posible un estado de ánimo.
“La cuestión es, sencillamente, que Nelly ha llegado tarde –escribe, y la nombrada es una cómplice de lujo–. Y tal vez es otra la cuestión: que ella –la hija– no puede evitar sonreír y que imagina su propia sonrisa como si estuviese frente a un espejo, una sonrisa herida, a medio definir, manipulada por Nelly, un poco pánfila, como la sonrisa tenue y blanda de su padre, pero sin su bondad, una sonrisa como un tono fallido. No puedo llevar la cuenta de cada pajarito que muere, suele decir Nelly.”
Ahí, en las posibilidades de esa sonrisa, puede asomarse el lector a la afinadísima prosa con la que Barba arma a sus personajes, unas criaturas que parecen no alcanzar dimensión de su soledad en sus intentos desorientados por ser queridos, en el alivio insuficiente del sexo, en la ilusión por volar hacia la bóveda una tarde en la que nieva en Madrid, convertidos por un instante en un ave del paraíso majestuosa, de una belleza innegociable, en vísperas de Navidad.
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