LA NOVELA COMO PARQUE DE DIVERSIONES
Un humanista a la antigua usanza
Después del éxito de Las correcciones, Jonathan Franzen acaba de publicar en España Ciudad veintisiete, su primera novela. En la siguiente entrevista, el autor se despacha sin pudores, en su apartamento neoyorquino, sobre la vigencia de la novela que cuenta historias, de la importancia de la familia como argumento y el valor de la lectura.
por Eduardo Lago, de El País
San Luis (Missouri, 1984). Tales son las coordenadas de Ciudad veintisiete, escenario de la fantasía neo-orwelliana publicada por Jonathan Franzen (Western Springs, Illinois, 1959) cuando apenas contaba 29 años. Era su debut como escritor, pero a nadie se le escapó que acababa de irrumpir en la escena literaria de su país una figura de primer orden. Seguirían Strong Motion (1992) y Las correcciones (2001), novela esta última que protagonizó una de las peripecias editoriales más asombrosas de los últimos tiempos. Además de Ciudad veintisiete, Franzen publicará próximamente en castellano la colección de ensayos titulada Cómo estar solo (Seix-Barral).
Se publica ahora en España Ciudad veintisiete, su primera novela. ¿Cómo ve ese libro quince años después?
–Como escritor siempre tiendo a repudiar lo que ya he hecho, lo cual es a la vez una carga y un privilegio. Como lector, la cosa cambia. El libro me sigue gustando mucho. Tiene fuerza, de lo contrario no habría tenido necesidad de rebelarme contra él. Además, al menos en mi opinión, es muy divertido. En lo esencial, es el mismo mundo de mis novelas posteriores, Strong Motion y Las correcciones. En todos ellos me ocupo de familias que viven en el Medio Oeste norteamericano y que atraviesan dificultades extremas, políticas y emocionales. Todas mis novelas conjugan preocupaciones de orden íntimo con cuestiones sociales. En Ciudad veintisiete juegan un papel importante unos terroristas que logran infiltrarse en el corazón de Estados Unidos.
¿Le ha cambiado mucho el éxito extraordinario de Las correcciones?
–Quizá me haya atemperado un poco el carácter. Antes había veinte personas del mundo editorial que me hubiera gustado asesinar, ahora sólo asesinaría a ocho.
¿Podría hablar de Tal vez soñar, su polémica reflexión sobre el futuro de la novela, incluida en la colección de ensayos titulada Cómo estar solo?
–Hubo un tiempo en que, a la vista de la falta de interés de la gente por leer literatura, llegué a plantearme la posibilidad de cambiar de profesión. Estaba drásticamente convencido de que el oficio de novelista era una profesión obsoleta. En la primera parte del ensayo, examino las causas de tal situación. En la segunda, se abre una puerta a la esperanza.
¿Cómo recuperó la fe en las posibilidades de la novela?
–Se lo debo a los estudios de una catedrática de literatura y de antropología lingüística, Shirley Heath, quien entrevistó a una gran cantidad de gente que proclamaba su necesidad de leer literatura de ficción. Eso me hizo constatar que, pese al poder omnímodo de los nuevos medios de comunicación, seguía habiendo un público ávido por leer buenas novelas. En segundo lugar, gracias a Heath me entendí mejor a mí mismo como lector y como escritor. El informe entramaba una visión democrática de la literatura que encajaba plenamente con la mía. No creo que la literatura seria tenga que renunciar a ser una forma de entretenimiento.
A la vista de los resultados. ¿Se podría decir que hizo los ajustes necesarios para lograr una respuesta por parte del gran público?
–Un crítico inglés bastante inteligente y muy hostil llegó a decir que “tal vez soñar no era más que un estudio de mercado” y Las correcciones la aplicación práctica de las conclusiones, a fin de lograr el mayor número de ventas posible, pero no es verdad. No soy tan cínico. El ensayo me dio permiso para arrojar por la borda cosas que no funcionaban y concentrarme en la buena escritura.
¿Cree que el posmodernismo ha llevado a la novela a un callejón sin salida?
–Cuando examiné el canon de lo que había ocurrido con la llamada literatura posmoderna de los últimos años, caí en la cuenta de que mucho de lo que se estaba haciendo no iba a ninguna parte. Escritores varones, dificilísimos de entender y muy egregios todos ellos, no estaban sinorepitiendo auténticas simplezas una vez tras otra, disfrazados de juegos formales supuestamente de gran interés intelectual. Sin renunciar a una visión seria, el novelista tiene la obligación de entretener. Al fin y al cabo uno no escribe para sí mismo, sino para los demás. Además, el posmodernismo se había olvidado de que la primera ley de la escritura novelística es crear personajes sólidos.
¿Cómo lo lleva a cabo en su caso?
–De manera constante hay en mi cabeza entre diez y veinte aproximaciones a lo que puede ser un personaje, rasgos fragmentarios que tomo de la realidad, puede ser alguien muy cercano o una persona que vi una sola vez diez años antes. Para mí el proceso de construcción de un libro consiste en ir haciendo que esos fragmentos nebulosos se mezclen, dando vida a personajes creíbles, con hondura psicológica. En el caso de Las correcciones, el personaje más fácil fue el de Alfred, porque era como estar oyendo la voz de mi padre. Cuando tenía que escribir sus estados interiores me llegaba su voz y yo me limitaba a anotarla. Los demás me resultaron mucho más difíciles. Necesitaba en cada caso motivaciones dramáticas concretas, y eso me llevó años, como ocurrió con Gavy Lambert. Sólo entendí su esencia cuando comprendí que su conflicto esencial era que padecía una depresión profunda. El centro de la novela es una familia, real y verdadera. Analizo a fondo los conflictos que padecen y que nos afectan a todos, como seres humanos, porque todos, en tanto que individuos, contenemos a nuestra familia.
¿Por qué ha dicho que el redescubrimiento del tratamiento de las pasiones se lo debe a las escritoras?
–Porque eran las únicas que se preocupaban de escribir acerca de ello. El descubrimiento de alguien como Alice Munro supuso para mí una conmoción. En mi opinión es quien mejor escribe en América del Norte hoy día. También le debo mucho a Paula Fox, una escritora olvidada hasta hace muy poco. Y a muchas otras. En sus novelas, se atreven a crear situaciones explosivas, que llegan al lector al límite de ciertas experiencias psicológicas.
Su libro de ensayos se titula Cómo estar solo. ¿Por qué?
–Vivimos en una época que margina de modo fulminante a quien se niega a participar en los rituales de la cultura de masas. Si usted se fuera a vivir a las montañas durante seis meses, sin ver la televisión ni leer revistas, al volver no tendría ni idea de la jerga que habla la gente; no sabría quiénes son los actores y actrices de moda, los músicos, los deportistas... Si en lugar de pasarse ocho horas pegado al televisor decide uno invertirlas en leer a Joseph Conrad, se tiene la sensación de que nos hemos quedado peligrosamente aislados. La posibilidad de sentirse aislado, verdaderamente abandonado por el resto del mundo, es hoy día mayor que nunca. Las cosas funcionan de tal modo que lo llevan a uno a sentirse así. Pero hay que saber estar solo. Si existe alguna alternativa a tener una identidad de masa, al conjunto limitadísimo de opciones que uno tiene de ser persona en el sentido pleno de la palabra, sólo es posible encontrarla en los márgenes de que hablo. Si se para uno a pensar, se pueden dar paradojas muy curiosas. Una de las razones por las que muchas veces apago la televisión y cojo un libro es que la televisión me hace sentirme solo y alienado, mientras que si leo un buen libro me siento acompañado. Esa es una de las funciones primordiales de la literatura: nos permite no ser masa, sino individuos realizados, en posesión de una historia verdadera, auténtica, decidida por nosotros mismos. Uno de los ensayos del libro versa sobre lo que le ocurrió a mi padre, que murió víctima de Alzheimer. El tema central del ensayo no es la soledad, sino una reflexión sobre lo que significa ser un individuo que se ve gradualmente despojado de su propia historia.
¿Se siente solo como escritor?
–Si fui capaz de terminar Las correcciones fue porque me sentía parte de una comunidad de novelistas sin cuya presencia y aliento no habríallegado a nada. Siento que gente como David Foster Wallace, Donald Antrim, Jeffrey Eugenides, Cathy Chetkovich, Lorrie Moore o Dennis Johnson, entre muchos otros autores, son mis hermanos. Sienten la misma exasperación que yo ante el estado actual de cosas que acabo de describir. Cultivan un tipo de escritura que está viva porque se mantiene en contacto con el presente y al mismo tiempo conserva su humanismo a la antigua usanza.