Domingo, 23 de septiembre de 2012 | Hoy
Autor de novelas policiales y juveniles, pedagogo y maestro, el francés nacido en Marruecos Daniel Pennac es un autor heterodoxo e inclasificable. Y en ese sentido acaba de publicar otra novela peculiar: Diario de un cuerpo, un diario ficticio protagonizado por un hombre hipocondríaco, obsesionado por sus mínimas funciones vitales. Un diario que, finalmente, es una novela de aprendizaje: el diario como una pedagogía del propio cuerpo.
Por Fernando Krapp
Daniel Pennac tiene una doble vida, como escritor. Por un lado, es el célebre autor de una saga conocida como malauseniana, seis novelas que transcurren en los barrios bajos y multiculturales de París, fundamentalmente en Belleville, y protagonizada por la familia Malausènne. En ellas, Pennac combinó la tradición picaresca con la policíaca, género del que apenas tenía alguna que otra referencia, en donde intentó hacer una novela para jóvenes y adultos con técnicas literarias heredadas de su corta pero intensa carrera como escritor de novelas juveniles. Y de ahí se desprende la otra vida que Pennac llevó adelante durante un tiempo largo y provechoso: la de pedagogo. Pennac supo ser, antes de retirarse y abocarse full time a la escritura, el profesor canchero de literatura en un colegio de pupilos, aunque riguroso en el método y la disciplina, amante de la enseñanza como acción transformadora pero partidario de una didáctica conservadora (la memorización de largos pasajes de clásicos y de poemas era uno de sus rudimentos favoritos). Este Pennac se dio a conocer con dos ensayos que acrecentaron su fama como novelista: un alegato a favor del no lector en Como una novela y otro alegato de narrativa docente ante la incredulidad que genera aquel alumno que no entiende nada en Mal de Escuela.
Hacía tiempo que Pennac no sacaba un libro. El año pasado hubo una reedición de Señores Niños, una especie de reescritura o vuelta de tuerca a la película Quisiera ser grande. Ahora, después de cuatro años de ausencia, este ya famoso escritor cuya madre sigue preguntándole de qué vive porque siempre pensó que iba a ser un fracaso, oriundo de Casablanca, Marruecos, asiático por adopción gracias a la carrera militar de su padre que lo llevó a recorrer tres continentes antes de cumplir diez años, naturalizado francés y licenciado en Letras, no sólo reaparece para mostrar cuán feliz lo pone la pérdida de Sarkozy en las últimas elecciones presidenciales, sino para presentar su nueva novela, Diario de un cuerpo. Vale la pena detenerse en que los cuatro años que pasó sin publicar fueron una ausencia programada porque, según declaró Pennac en la rueda de prensa, dicho paréntesis vital se le hizo necesario en función de crear el espacio y la intimidad para escribir este último libro, una ficcionalización de un género literario ya clásico del siglo pasado, el diario íntimo.
Daniel Pennac narra en Diario de un cuerpo el detalle pormenorizado, día a día, del cuerpo de un empleado público contable, desde que tiene trece años hasta que muere, a los ochenta y siete, acechado por el miedo, la hipocondría y los cambios de piel. Si bien es un diario ficcionalizado, por más que Pennac haga el ya famoso truco de ponerse como personaje en el prólogo alegando el hecho de haber recibido un manuscrito de su propio personaje, para darle un innecesario estatuto de “realidad”, el autor de El hada carabina no se deja arrastrar por la tentación de convertir un diario en novela. Esto es: narrar con causas y consecuencias discontinuadas los acontecimientos que harían avanzar una trama con un ritmo narrativo preciso, el clásico relato que comienza como un diario y termina siendo el testimonio incidental de un hecho policial. Más allá de un marco narrativo, en donde Lisón, la hija del personaje, recibe el manuscrito con una guía de instrucciones para leerlo, no hay un argumento ni una trama en Diario de un cuerpo que nos permitan organizar los hechos.
Más bien todo lo contrario: éste es un diario íntimo, un dietario personal, un devenir recurrente de fragmentos vividos que se pierden en la espesura de la memoria emotiva, una agenda sobre el otro yo de la escritura, un confesionario fechado y narrativo sobre las –a decir de Cesare Pavese– ofensas de la vida. Un diario es en definitiva un capricho íntimo. Y Pennac entiende que, cuando se lo escribe, los acontecimientos pasan por otro lado. Lo que se cuenta en un diario, o mejor dicho, aquello que se explora no es más que una recurrencia, la recurrencia obsesiva del narrador frente a su propio cuerpo y al cuerpo de los otros. La escritura de un diario responde a un cuidado de sí; Pennac entonces lleva al máximo esta idea; el narrador hace un registro continuo, fechado y programático de las ondulaciones del cuerpo masculino, víctima del paso del tiempo a pesar de los cuidados terapéuticos y físicos.
A los trece años, ante el miedo a las hormigas, el narrador anota una entrada en su diario: “no voy a tener más miedo”. A partir de este hecho traumático, el cuerpo se convierte en el núcleo de sus observaciones, en donde se desprende la búsqueda por entender sus reacciones: por qué no puede concretar su primera relación sexual cuando todo indica que racionalmente se encuentra dispuesto. Las dudas sobre su cuerpo lo llevan a pensar las relaciones con los otros: por qué su madre no lo quiere y termina siendo criado por una sirvienta de la casa materna, por qué su padre está ausente. El diario se convierte en un refugio (como todo diario) y en un centro de operaciones. El cuerpo escapa a toda comprensión racional, mental o lingüística, y en esa búsqueda un tanto desesperada y desamparada por encontrar un marco de contención para el cuerpo propio, el narrador mezcla el cuerpo del texto con el suyo: “Me gusta la carne de los acentos”. La prosa de Pennac roza entonces, y de manera inevitable, la prosa poética, como si la única manera de entender el cuerpo humano fuese desde la poesía. Porque, en ese intento, se refleja sin quererlo la misma irracionalidad que gobierna el lenguaje en relación con los nombres, sobre todo cuando el narrador no encuentra la palabra justa o el concepto indicado y debe recurrir cada tanto al diccionario Larousse, hasta el día de su muerte. En ese trance, en ese tenso ida y vuelta entre cuerpo y palabra, en ese cuidado de sí se juega un doble aspecto: por un lado, el narrador practica boxeo para lograr un control deportivo sobre él, pero por el otro, el cuerpo, entendido como espacio íntimo para la estrategia y la búsqueda de reacciones, es puesto al servicio de una política personal y una búsqueda de atención: una huelga de hambre para crear una protesta dentro del ámbito familiar.
Diario de un cuerpo es, en el fondo de todo, una novela de aprendizaje; el diario como una pedagogía del propio cuerpo. En el cauce lineal de la vida del personaje, fechado de manera maniática y precisa con horario y edad, el diario se convierte también en un espacio de anotaciones y listas de logros. Para esto, el narrador, hijo único, se inventa un interlocutor fantasma: un hermano ficticio que lo acompañará hasta la tumba: Dodo, con quien compartirá un intercambio por el gusto de los detalles y la sorpresa del aprendizaje en lo más simple: mear, sonarse los mocos, agarrar un tenedor. Dodo también lo acompañará cuando el narrador se case, tenga dos hijos, sea abuelo, y deje su propio diario al cuidado de su hija, Lisón. Pennac hace circular en el universo de su personaje una enorme cantidad de secundarios (¿hay vida que no los tenga, acaso?) y que llevan al límite el cuerpo hipocondríaco y las deducciones que el propio narrador hace sobre sí. El contexto de su personaje acciona sobre el cuerpo del narrador, quien reacciona en anotaciones como las siguientes: “El hombre solo teme realmente por su cuerpo”.
A pesar de no haber una trama argumental más allá que el vector lineal de una vida común y corriente, hay un elemento que relaciona toda la novela: la risa. El humor que surge en Diario de un cuerpo es la consecuencia de una casualidad desesperada, es un humor amargo y agrio. Un humor que resulta de la sorpresa que genera el propio miedo ante la vulnerabilidad del cuerpo. Miedo a caer en una decrepitud irremediable y continua, miedo a la enfermedad, a la muerte y a la soledad que arrastramos desde que somos chicos. Como anota el narrador: “Somos hasta el final el hijo de nuestro cuerpo. Un hijo desconcertado”.
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