Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
Nacida en los años sesenta en la ciudad de Cali, Colombia, como una editorial de libros de textos escolares, Norma dio un paso decisivo hacia la literatura y el ensayo a fines de los años ’80, cuando inauguró la colección La otra orilla, que la identificaría en toda la región de América latina, y a la que se sumaría la emblemática Cara y cruz, dedicada a los clásicos. En los años ’90 tuvo una expansión territorial sin precedentes que incluyó Argentina, donde se apoyó en la compra de Kapelusz. Ahora, en base a estadísticas desfavorables y en una especie de vuelta al origen, se anunció que a fin de año el Grupo Editorial Norma dejará de existir como editora de ficción y no ficción, volviendo a concentrarse en los libros para escuelas. Aquí se reconstruye la historia de los últimos veinticinco años de Norma y el papel fundamental de García Márquez, que quería que la editorial que lo publicaba en Colombia tuviera una fuerte impronta literaria.
Por Ariel Magnus
Cuando a fines de año la transnacional colombiana Grupo Editorial Norma deje de distribuir sus libros de “ficción, no ficción, autoayuda e interés general para adultos”, habrá dejado de existir, sin demasiada pena pero con alguna gloria, la editorial latinoamericana de literatura más grande del hemisferio, al menos en lo que se refiere a su expansión territorial y a su (finalmente frustrada) ambición comercial. Ya había caído de facto, sin hacer demasiado ruido pese a su tamaño, a mediados del año pasado, cuando la presidenta del grupo, invocando sin pudor literario, pero inocultable orgullo empresarial, cierta “reestructuración”, “focalización” y “rentabilización”, anunció la decisión de “desinvertir paulatinamente en las líneas de negocio que no atienden de manera directa” al mercado del sector educativo, siempre el más seguro y rentable. En una entrevista de aquel momento, la señora Gladys Regalado agregó como razón para la drástica bajada de cortina que la facturación del sector discontinuado sólo alcanzaba el 3 por ciento de la total de la empresa (aunque supo ser de más del 10 por ciento, según otras fuentes). También citó cierta estadística sobre niveles de lectura, según la cual en Colombia se leen 1,6 libro por habitante por año y en Argentina 4, contra los 18 de Noruega o los 47 de Japón. Dos razones excelentes para tomar también la decisión exactamente contraria y seguir facturando poco en un mercado pequeño. Asustada, como sea, por la estadística, Norma decidió agregar su granito de arena a esa misma estadística, sin considerar la posibilidad de vender su catálogo, como han hecho otras empresas. Casi un cuarto de siglo duró la experiencia editorial dentro de la línea tan poco rentable en lo económico como irremplazable en términos simbólicos. Sin embargo, no tantos conocen esa historia, que la editorial misma parece preocupada en minimizar lo máximo posible.
“Norma nació en los años sesenta como una editorial básicamente de libros de textos”, rememora para Radar el editor colombiano Carlos Castillo, que trabajó en la oficina de Bogotá, centro neurálgico de la labor editorial, desde 2003 hasta mediados de 2009, cuando decidió retirarse. Así nacía la pata educativo/cultural del Grupo Carvajal S.A., un consorcio empresario familiar con sede en Cali, fundado hace más de un siglo alrededor de negocios cercanos al papel, pero que hoy ha extendido sus intereses a otros rubros. El paso hacia la literatura y el ensayo para adultos la editorial lo dio a fines de los años ochenta. “Las líneas que ahora cerraron nacieron en 1988, cuando se presentó formalmente la colección La otra orilla, que fue en su momento la única línea editorial colombiana que hacía traducciones.” Por impulso de Rodrigo de la Ossa y Moisés Melo, que con los años no sólo editaron libros, sino que también formaron a nuevas generaciones de editores, se fueron sumando otras colecciones, como la de poesía, una apuesta rara para una editorial tan grande, o Cara y cruz, especializada en clásicos latinoamericanos (Isaacs, Onetti, Quiroga, Bioy Casares, etc.) y que contó incluso con una veintena de títulos filosóficos (todos en traducción vernácula). Lo particular de esta última colección, que quien haya ido al colegio en los años noventa difícilmente no conozca, aquí y en todo Latinoamérica, era que venía acompañada por ensayos sobre la obra y la vida del autor del libro, impresos de forma invertida desde la contratapa.
A mediados de los noventa comenzó una expansión territorial sin precedentes para una editorial colombiana y acaso para cualquier otra de este lado del océano. En veinte años el Grupo Norma llegó a doce países, en ocho de los cuales producía libros locales y en cuatro incluso con sus propias plantas de producción. En Argentina, los colombianos compraron Kapelusz, lo cual significó un respaldo financiero para las otras áreas. “Acá pudimos armar un catálogo que fue un verdadero lujo, concentrándonos sobre todo en las líneas de ficción y ensayo, antes que –como el resto de los países– en gerencia y autoayuda”, recuerda Leonora Djament, quien heredó de Fernando Fagnani la dirección editorial en 1999 y se fue en 2007 para hacerse cargo de Eterna Cadencia. A la relativa independencia que gozó en su puesto Djament se la explica por una feliz combinación de azar y lejanía. “Tengo la impresión de que los que teníamos ganas de hacer un catálogo literario en algún punto estábamos ahí de casualidad y con ese perfil se armó el equipo en Argentina. Respecto de la libertad que nos dieron para trabajar, supongo que en parte nos la ganamos, y en parte tuvo que ver tal vez con que éramos el país más alejado y la rienda quedaba, por consiguiente, algo más suelta.”
Fagnani, hoy en Edhasa, inauguró el catálogo de ficción con Federico Jeanmaire. “A fines del ’93, Fernando leyó mi novela Montevideo para Sudamericana y me dijo (yo no lo conocía) que si alguna vez era editor, lo primero que iba a publicar sería esa novela”, recordó para Radar el autor, que también publicó en Norma Mitre y Una virgen peronista, entre otros. “Sospecho que no pensaba convertirse en editor cuando me lo dijo. Tres años y medio después, cuando ya éramos muy amigos, Montevideo fue la primera novela que Norma publicó en la Argentina.” Luego, con los años, se sumarían muchos otros autores, como Marcelo Cohen, Carlos Gamerro, Miguel Vitagliano, Juan Martini, Oliverio Coelho y Griselda Gambaro, por sólo mencionar algunos.
En estas dos décadas de actividad, Norma produjo también varios hitos en el rubro no ficción, como la imprescindible historia de la militancia revolucionaria La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, el bestseller Los mitos de la historia argentina de Felipe Pigna (sólo el primer volumen, que iba a ser el único, y que vendió más de 200 mil ejemplares) y la crónica Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, de Cristian Alarcón, que según Djament no sólo vendió bien sino que también “marcó el revival de la crónica periodística en Argentina”.
Otro punto fuerte de la sucursal porteña fueron las colecciones panamericanas, como la Enciclopedia Latinoamericana de Ciencias de la Comunicación, dirigida por Aníbal Ford, o la retraducción de todo Shakespeare “por escritores”. “Ese es quizás el proyecto que mejor resumió la voluntad expansiva y creativa de la editorial”, opina Carlos Gamerro, que publicó allí siete de sus diez libros y migró hace unos años a Edhasa y a Eterna Cadencia (“el barco se hundía y no es de ratas sino de pasajeros avisados desembarcar antes de hacerles compañía a las estrellas de mar”). “Shakespeare por escritores era un proyecto en que ya no había madre e hijos patrios, sino únicamente países hermanos. Un proyecto concebido y dirigido en Argentina por Marcelo Cohen, publicado en Colombia, escrito en casi todos los países de nuestra lengua y que únicamente renqueó de la pata que renquean todos los proyectos editoriales panhispánicos: la distribución.”
Consultado por Radar, el mentor del proyecto más ambicioso de la editorial (y acaso de la traducción en lengua castellana de los últimos tiempos), cifró el fracaso de su utopía en “la ignorancia de los raros, largos, sorprendentes caminos de los libros de literatura”, que llevó a los directivos de Norma a “aniquilar el capital que son unas obras completas de Shakespeare –en traducciones buenas, contemporáneas y pancastellanas– con una avarienta política de venta de ejemplares desde la central a las filiales de otros países”. Según recuerda Cohen, los encargados de ventas “se desvelaban calculando cuántos ejemplares les convenía comprar de Enrique V y al final dejaron de comprarlos, con lo que, por ejemplo Hamlet (traducido por el gran Tomás Segovia) no se vio en ningún lado salvo, supongo, en las casas de los dueños del grupo Carvajal”.
Para Leonora Djament, “uno de los problemas que tuvo la editorial fue que no se terminó de consolidar a nivel continental. Eramos pocos los que estábamos interesados en desarrollar el catálogo de ficción, por lo que también eran pocos los títulos que circulaban por todos los países. Faltó un director editorial sostenido a lo largo del tiempo que aunara y consolidara los proyectos”.
Pero hubo otras cosas que fallaron. Una de esas cosas, muy básica, fue el posicionamiento de la marca, que nunca llegó a estar en consonancia con la cantidad de títulos que se publicaban ni con la magnitud de la empresa. “El problema en ese sentido era que Norma publicaba a Gabriel García Márquez en Colombia, pero no en los otros países”, analiza Djament. “En Colombia eso era una obviedad pero acá, por ejemplo, a García Márquez lo publicaba Sudamericana. Entonces en Argentina, por ejemplo, no terminó de cuajar un trabajo sobre el catálogo, sobre el nombre de la editorial, en tanto proyecto a largo plazo, porque eso no era necesario en Colombia, y a nadie se le ocurrió que podía serlo en el resto de los países.”
La importancia de García Márquez para el proyecto editorial de Norma es difícil de exagerar. Así como sin el Premio Nobel seguramente no hubiese existido el boom latinoamericano, no al menos en las dimensiones que supo adquirir, tampoco la empresa caleña se habría animado a trascender las fronteras de su país con el ímpetu con que lo hizo. “Todas las líneas de literatura que se crearon a fines de los ochenta se mantuvieron porque García Márquez quería que sus libros se publicaran en una editorial colombiana que editara literatura”, sigue recordando Carlos Castillo. Esta condición sine qua non del caballito de batalla fue fundamental también a fines de los años noventa, luego de una década de fuerte expansión dentro de Latinoamérica.
“Norma tuvo algunos grandes éxitos, como la novela Las cenizas de Angela del irlandés Frank Mc Court, que vendió cantidades industriales, pero a diez años de iniciado el proyecto empezaron a manifestarse los problemas de plata por los pagos de anticipos no recuperados.”
Ya en ese momento la empresa amagó con cerrar las colecciones de literatura, y si no lo hizo sólo fue porque hubiera implicado perder a García Márquez. Igual se cerró la colección de poesía, así como Cara y cruz dejó de publicar filosofía, entre otros recortes.
El período de achicamiento en la casa matriz duró hasta 2003, cuando Norma volvió a buscar autores nuevos y encaró lo que sería su obsesión fatal: entrar en España. “La editorial ya estaba posicionada en toda América latina, y llegar a España significaba completar la presencia en toda la lengua –cuenta Carlos Castillo, que fue el editor de ficción para América latina durante ese proceso–. Ese gran sueño terminó siendo su gran error.” Norma (nombre que ya estaba tomado del otro lado del océano por una editorial barcelonesa especializada en comics) compró dos editoriales, Belaqua y Granica, emulando así, por la inversa, a los grandes grupos editoriales de España que ya habían empezado a comprar pequeñas casas latinoamericanas. “Eso fue un muy mal negocio de casa matriz –opina Castillo–. Belaqua, por ejemplo, parecía ser una editorial muy interesante, que sacaba libros bonitos, en tapa dura, con varias líneas de contenido. Costó una plata importante, y al poco tiempo de adquirirla se dieron cuenta de que habían comprado un paquete chileno.”
–¿Un qué?
–Una estafa. ¿Ustedes no le dicen así? Acá es una expresión común, aunque no sé de dónde viene. Tanto, que una vez la usé sin querer con una editora chilena de Norma, hablando de un autor muy famoso pero que vendía realmente pocos libros. La pobre se quedó lívida con el comentario. Como botón de muestra, Castillo recuerda que Belaqua había impreso miles de ejemplares de libros que habían sido reportados como vendidos, pero que al hacerse cargo Norma de la empresa se descubrió que eran sólo ventas presuntas, por lo que al poco tiempo recibieron de vuelta varios miles de ejemplares en devoluciones. “Fue un descalabro brutal para el grupo”, resume.
Norma logró quitarle el control de Belaqua a su fundador, quien era el principal responsable de los malos manejos, y contrató a un experimentado editor, Pere Sureda, para encaminar el rumbo. Pere Sureda hizo una buena apuesta por la literatura y tuvo éxito, por ejemplo, con los Cuentos para leer en el colectivo, publicado originalmente en Argentina con compilación de Maximiliano Tomas (allí eran para leer “en el metro” y en Colombia para leer “en el bus”). También le fue bien con la colección Verticales de bolsillo, que funcionó mejor en España que en su continente de origen, e impulsó, en un mercado que siempre ha sido difícil, a varios autores latinoamericanos, como los colombianos William Ospina –ganador en esa época del Rómulo Gallegos–, Tomás González, Carolina Andújar y los argentinos Carlos Chernov y Horacio Vásquez-Rial, entre otros. “Pero lo cierto es que Sureda se pasaba más tiempo en juzgados resolviendo problemas de administraciones anteriores que buscando nuevos libros”, recuerda Castillo.
Con la crisis española que empezó a manifestarse en 2007, el plan de conquista terminó de venirse abajo. “A finales de ese año Norma dio pérdidas como de 9 millones de dólares, de los cuales 7 eran de España, donde nunca llegaron a tener el posicionamiento que se pretendía.” La nueva directora, María Fernanda Carvajal, impulsó lo que se conoció como la “planetización” de Norma. “Se trajo al que era director editorial de Planeta en Colombia, se empezaron a contratar autores que habían publicado en esa editorial. El premio de novela La otra orilla, fundado hacía pocos años, pasó de 30 mil a 100 mil dólares, además de incorporar a un editor en el jurado. Curiosamente, fue como decir: estamos jodidos, la crisis nos pateó, así que... ¡gastemos más plata!”.
La nueva estrategia tampoco funcionó, según Castillo a causa también de los altos anticipos. “A algunos escritores muy bien representados les pagaron hasta 250.000 dólares de anticipo. Esos autores no vendieron más de 20 mil ejemplares, que está muy bien, pero que no cubre semejante costo.” Sobre la polémica por los anticipos ya se refirió el agente literario Guillermo Schavelzon en su momento, según cita Pedro Pablo Guerrero en un artículo de El Mercurio de Chile. “La fórmula aritmética de tantos libros vendidos tanto de derechos devengados es casi del siglo XIX. A veces se paga un anticipo desproporcionado, porque ese libro sirve para que todos los libreros –si quieren tenerlo– pongan al día sus deudas con la editorial.”
Como sea, y a pesar de su (pretendida) planetización, la editorial siguió dando pérdidas. “A pesar de que hacíamos libros muy parecidos a los que hacía Planeta, a Norma no le rendían la misma plata, porque no había ni la estructura ni el músculo para promoverlos”, concluye Castillo. “Quisieron ser la editorial número uno y para eso les faltaban tres capitales: el capital simbólico, que es el conocimiento que hay que tener para llevar adelante un proyecto de esas características; el capital económico, en forma de respaldo para los anticipos y las giras de los autores; y el capital humano, en términos de gente capacitada y de estructura”, concluye por su parte Leonora Djament.
Marcelo Cohen retrotrae y universaliza un poco más el problema: “En Norma se dio un fenómeno que yo había visto en muchas otras productoras de libros desde mediados de los ’80: los espacios físicos se iban llenando de hombres y mujeres de traje oscuro, de actividad ostentosa y simpatía estólida, de alardeada eficacia comercial, que de vez en cuando se quedaban babiecas frente a una ventana, inmovilizados por la ensoñación o las preocupaciones. Tomaban valium y en vez de hablar de literatura hablaban de libros, desconcertados por las conductas, tanto de esos caprichosos objetos en el mercado, como de los caprichosos lectores cuyas reacciones eran tan difíciles de prever y medir. Una cosa suponían y se apuraron a confirmar: lo que los ex directores editoriales llamaban literatura era una mercancía de circulación demasiado variable, en general deficiente. De modo que tomaron medidas, y las siguieron tomando”. A finales de 2009, Norma se fusionó con Bico, otra empresa del Grupo Carvajal especializada en productos para escuelas, que como tal decidió concentrarse en su mercado, que en su origen también había sabido ser el de la editorial. Esa es, en rigor, la empresa que emitió el comunicado de cierre. “Eso estuvo muy mal anunciado, porque Norma no cerró del todo – señala Castillo el último error, ya póstumo casi–. Conserva literatura juvenil e infantil, conserva los libros de texto y los de gerencia. Además, Planeta en Colombia ha publicado cuatro novelas en los últimos cuatro años, cuando antes publicaban veinte por año. Y nadie dice por eso que Planeta cerró. Podrían haber mantenido la imagen de la editorial editando menos libros, haciendo un trabajo decente sin que tuviera que ser un gran negocio. Es una mezcla entre falta de visión y no comprender lo que les pasó.”
En Colombia, el cierre de Norma fue un acontecimiento significativo y doloroso. “La gran mayoría de los colombianos nacidos en las últimas cinco décadas nos educamos principalmente con libros de Norma –explica Castillo–. Era uno de nuestros bastiones culturales. Afortunadamente ahora han surgido otras editoriales independientes, que están jugando ese papel, pero ninguna puede tener la presencia que tenía Norma en toda América latina.”
Para Juan Martini, que fue editor en varias empresas y como escritor publicó seis libros en Norma, la salvación comercial de Norma fue también su condena. “Mientras dirigí Alfaguara, la parte comercial estuvo en manos del equipo comercial de Santillana, que no sólo privilegiaba la venta de textos sino que además desconocía por completo los proyectos y contenidos literarios de Alfaguara. Algo muy parecido le sucedió después a Norma, atrapada en el aparato comercial de Kapelusz. No encontró la manera o no quiso encontrarla, de seguir la tendencia de absorción de editoriales literarias por parte de grandes grupos que se concretó en los últimos veinte años.”
En la misma línea razona también el escritor venezolano Gustavo Valle, cuya galardonada novela Bajo tierra se editó tanto en su país como en el nuestro, donde reside. “Creo que si tienes en tus manos semejante capital cultural no puedes dejarlo al arbitrio de los apóstoles de la reingeniería. Digamos que la decisión de la casa matriz en Colombia no estuvo a la altura de todo lo que habían construido a lo largo de tantos años. Ignoro si se exploró la posibilidad de asociación con otros sellos, o una venta progresiva como hizo, por ejemplo, Anagrama con Feltrinelli. Da la impresión de que faltó explorar otras vías. Hablo de coediciones, cofinanciamientos, convenios. Creo que siempre hay una salida.”
También dieron sus pareceres autores más jóvenes, como la colombiana Pilar Quintana, a quien la noticia entristeció sobremanera. “Norma era una de las pocas editoriales que publicaba a autores latinoamericanos en varios países al mismo tiempo, una de las pocas que permitía que nos leyéramos y conociéramos sin tener que pasar por España; era, por así decirlo, la editorial de este lado del mundo.” En cambio Oliverio Coelho, otro de los autores jóvenes por los que apostó Norma, pidió no dramatizar. “Ni siquiera estamos velando una empresa, y los catálogos los hacen los editores, que en estos tiempos migran de un lugar a otro. Lo importante me parece eso: que se sigue editando y mucho. Cierran editoriales y abren otras, que fundan su propio mito.”
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