Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
En Atlas portátil de América Latina, obra finalista del premio Anagrama de Ensayo 2012, Graciela Speranza aborda la producción de la literatura y el arte latinoamericanos más recientes bajo la forma de un atlas: un despliegue atento a fronteras corridas y porosas, viajes y nuevos territorios.
Por Mariano Dorr
La primera sensación al abrir el Atlas de Graciela Speranza es el extrañamiento: el libro se presenta como una galería de imágenes de artistas contemporáneos atravesada por una serie de citas textuales de textos literarios. Los textos de la propia Speranza (finalista del Premio Anagrama de Ensayo, 2012) conforman un conjunto de lecturas donde la cuestión del mapa, el recorrido, la frontera, el viaje y las nuevas configuraciones territoriales, ponen de manifiesto la figura del atlas como un elemento fundamental para comprender el estado actual del arte y la ficción latinoamericanas.
En el Atlas portátil de América Latina aparece la idea del “principio atlas” como una potencia inagotable; inmediatamente aparece el montaje como un modo de producción de conocimiento. ¿Cuál es la relación entre este principio atlas y el recurso del montaje en el ensayo?
–La idea de componer un libro como un atlas, que no sólo reuniera imágenes y textos críticos sino también obras visuales y literarias, surgió de mi propia experiencia del arte contemporáneo. Desde mi primer trabajo crítico de más aliento sobre la obra de Manuel Puig, entendí que si la lectura crítica me iba llevando de la literatura a las artes visuales o el cine era porque el arte mismo se estaba nutriendo y renovando con otros lenguajes. Son los límites de la especialización en todo caso los que llevan a separar los campos, cuando en realidad gran parte del arte de hoy se crea en diálogo con otras artes.
También hay una tradición para el atlas como forma de expresión de conocimiento.
–El atlas como forma de conocimiento por montaje tiene una larga tradición en el siglo XX, es central en la obra de Aby Warburg y sobre todo en su Atlas Mnemosyne, pero también en el pensamiento por constelaciones de Benjamin y Bataille, y en las vanguardias. Basta pensar en Nadja de Breton, o en el cine de Eisenstein, en los fotomontajes dadá o en las cajas de Duchamp, pero también en objetos menos estudiados como los Diarios de trabajo de Brecht. El Atlas de Warburg, su serie de paneles de imágenes montadas sobre un fondo negro, es un objeto todavía más peculiar, anacrónico, siempre cambiante, abierto, infinito y si se quiere arbitrario, que invita a volver a pensar la historia del arte no como un continuo ni como una sucesión de muertes y resurrecciones, sino en toda su diversidad, sus fricciones y sus supervivencias fantasmales. De ahí que el atlas me pareciera una forma muy apropiada para volver a pensar América latina a través del arte de hoy, más allá de los colectivos o las visiones del Otro que aplanan las tensiones y las fricciones, o suponen una amable convivencia multicultural.
¿Cómo se fue montando el Atlas en términos prácticos, como serie de imágenes pero también como ensayo?
–El libro fue un atlas desde el primer ensayo dedicado a la obra de Mario Bellatin, que partía precisamente de una imagen incluida en Perros héroes que contradecía al texto de la novela, una paradoja que podía extenderse al resto de la obra. Apareció ahí la idea de un libro de ensayo en el que cada texto partiría de una imagen y que al mismo tiempo me permitiría reunir las dos series, literatura y artes visuales, que por lo general se leen separadas. A partir de ahí, el montaje se fue nutriendo con mis entusiasmos de lectora y espectadora, que por algún motivo reunían formas muy variadas de la errancia que estaban renovando la literatura y el arte contemporáneos. Pero el libro nació también de algunas insatisfacciones. Insatisfacción con la imposibilidad de otros discursos para pensar el presente e imaginar el futuro, y también con los modos de la crítica. No sólo con los estudios culturales, sino también con un uso de la teoría que lleva a la tautología, a señalar “pliegues” (Deleuze), “estados de excepción” (Agamben) o lo que dicte la última moda teórica, en todas partes. Uno de los efectos más empobrecedores de ese uso de la teoría es que se pierde la singularidad, se escapan las peculiaridades poéticas de cada artista o de cada obra. Realmente creo que el arte puede decir a su manera algo que todavía no ha sido formalizado en otros lenguajes. Y en este sentido, el libro confía en que su misma forma –gran enseñanza del arte del siglo XX y del buen arte contemporáneo– habla.
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