Entre las ruinas
El hombre de overol llega al filo de la medianoche al lugar donde nació, ve cómo el transporte municipal se aleja y queda a solas, bajo la luz de la luna, en la ciudadela que debió ser evacuada veinte años atrás, luego del desastre nuclear de Chernobyl. “Sabe a qué vino”, anota Carlos Ríos, casi al comienzo; “¿A qué viniste, Malofienko? ¿A qué fuiste?”, se pregunta casi al final. En principio, este reportero llega a Pripyat con el propósito de “acopiar testimonios para un documental casi vendido a los jefes” de Proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo/Fondo para el Medio Ambiente Mundial, pero el descalabro externo e interno le van complicando el objetivo. Le dice Fridaka, su novia, por ejemplo, en la despedida: “Andate a la mierda, vos, no sé qué buscás metiéndote en ese caldo radiactivo. ¡Estúpido obsesivo! Te inventás historias todo el tiempo. ¡No hay nada tuyo ahí! ¡Nada!”.
Pero sí hay. Y excede, por lejos, al hecho de que Malofienko pueda llegar caminando a su vieja casa con los ojos cerrados, o que se oriente por los pinos que plantó su padre. Como ocurre en Manigua, su novela anterior, los escenarios aparecen devastados, inhóspitos, con unos pocos habitantes que se adaptaron a condiciones extremas y que, en consecuencia, se han endurecido para sobrevivir. Acaso en consonancia con los fragmentos que quedan, y con los fragmentos de la vivencia y la memoria que puedan ser rescatados o hilados, la escritura de Cuaderno de Pripyat también es fragmentaria. Y poética, como en la novela anterior, pero aquí aparecen además rasgos de humor. Ríos engancha en su ficción a muchos ucranianos reales: Leonid Stadnyk, por ejemplo, fue durante un tiempo “el hombre más alto del mundo” (mide 2,60 metros, y al tipo lo mete en un Tavria, que es un cochecito). Aparecen como referencias, también, los collages de Sergei Sviatchenko y de la poeta Oksana Zabuzhko, una de las “entrevistas” que el protagonista hará en Pripyat. “¿El lugar de mi poesía? ¿A quién le interesa eso? –retruca ella–. Sin embargo, debo decir que es necesariamente el lugar del no integrado. Si no me integro, puedo observar mejor.” Algo de eso late con fuerza en la jugada apuesta literaria de Ríos.