Kurt Vonnegut empezó escribiendo por un tipo de necesidad y terminó escribiendo por otra. Entre aquel joven estudiante de antropología que empezó a mandar cuentos a revistas para sobrevivir y el hombre al que hoy se recuerda como el mejor heredero de Mark Twain, sus libros fueron cambiando y él desplegando un sarcasmo nunca alejado de la sensatez y los sentimientos, siempre dispuesto a hundir el bisturí en el absurdo destino que la humanidad parecía ir eligiendo para sí misma. La publicación de sus cartas en Estados Unidos y la bienvenida llegada a las librerías argentinas de Mientras los mortales duermen (que reúne sus primeros cuentos, inéditos en español hasta ahora) y de una reedición de su memorable novela Cuna de Gato, no son sólo una excusa perfecta para comprobar la abismal actualidad de su mirada, sino la certeza de que no son libros que nos llegan del pasado, sino mensajes en botella lanzados desde el futuro.
› Por Rodrigo Fresán
“No soy más que una moda norteamericana perteneciente a un orden apenas superior al hula-hoop”, se lamenta Kurt Vonnegut (1922-2007) en una de las cartas incluidas en el reciente Letters, editado por el colega y amigo Dan Wakefield. Pero –como tantas otras cosas– Vonnegut decía eso con la sonrisa de quien se sabía un vencedor a largo plazo y muy por encima del juicio de académicos y críticos que lo consideraban un alien savant o popular stand-up comedian sólo apto para el circuito de conferencias o los talk-shows televisivos.
Así, su último libro en vida, Un hombre sin patria, trepó a lo más alto de las listas de best-sellers de USA con afirmaciones como “Nada impide que el Bien triunfe sobre el Mal, bastaría con que los ángeles se organizaran al estilo de la mafia” y “La única diferencia entre Hitler y Bush es que Hitler fue elegido por los votantes”, a modo de pico y sogas.
Vonnegut no sólo sobrevivió a un inicial tránsito por el desierto compaginando una actividad free-lance de cuentista para semanarios lejos de The New Yorker con su trabajo en la oficina de prensa de la General Electric; sino también a la etiqueta/estigma de delirante sci-fi, al regalo envenenado de consagrarse como ídolo del campus psicodélico y pope contracultural con inevitable fecha de vencimiento (a Richard Brautigan, entre muchos otros que pasaron por allí, no le fue tan bien) para morir tropezando en las escaleras de entrada a su casa. Con todos sus libros en catálogo y en todos los estantes de todas las librerías, ha escapado en el tiempo y en el espacio, como su paradigmático Billy Pilgrim, a ese limbo ausente y amnésico en el que suelen caer los escritores recién muertos a la espera de un rescate futuro y redentor luego de que desapareciesen esos “muchos críticos que me creen estúpido porque mis oraciones son sencillas y directas. Piensan que esto es un defecto. Pero el punto está en escribir cuanto más sepas de la manera más rápida y simple posible”.
Todo lo contrario: el fantasma de Vonnegut –fumador empedernido desde la adolescencia, que jugueteaba con demandar a la Philip Morris por no haber conseguido “mi correspondiente cáncer de pulmón”– goza de mejor salud que el de David Foster Wallace y amenaza con unirse a esos eternos productores de inéditos protoplasmáticos que son Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Desde su adiós –y pasando revista a mi biblioteca– hemos tenido los sucesivos holas de las cartas antes mencionadas, los dos tomos (y sumando) que le ha dedicado la canonizante Library of America, los volúmenes de cuentos primerizos recogidos en Mire al pajarito y Mientras los mortales duermen (recién llegado a la Argentina), las entrevistas de Kurt Vonnegut: The Last Interview and Other Conversations, lo primero y lo último en We Are What We Pretend to Be: The First and Last Works (compaginando la nouvelle temprana Basic Training con la tardía e inconclusa If God Were Alive Today) y la miscelánea de Armageddon in Retrospect; a lo que sumarle la memoir sentimental Love As Always, Kurt: Vonnegut As I Know Him de Loree Rackstraw, la biografía And So It Goes / Kurt Vonnegut: A Life de Charles J. Shields, el examen total de lo suyo en Unstuck in Time: A Journey Through Kurt Vonnegut’s Life and Novels de Gregory D. Sumner, y un nuevo ensayo del especialista primero a la hora de señalarlo como genio: Kurt Vonnegut’s America de Jerome Klinkowitz. En otro orden de cosas, el blog/site www.vonnegut.com continúa activo y goza de buena salud. Allí se pueden comprar camisetas y posters con las características ilustraciones del autor y allí también, no hace mucho, se volvía a reportar que Matadero-Cinco era nuevamente prohibido. Esta vez en una escuela de Republic, Missouri. Lo que –de inmediato– puso en marcha los mecanismos de la Kurt Vonnegut Memorial Library para ofrecer, a todo alumno que lo solicite, un ejemplar gratuito de Matadero-Cinco. ¡Hi-Ho!
¿Qué nos agrega todo esto a la vida y obra de Vonnegut? Nada nuevo en lo que hace a fondo y forma (porque Vonnegut fue uno de esos contados afortunados que hicieron estilo con su temática y temática con su estilo), pero mucho más para disfrutar. Y la confirmación de que el hombre era el más eufórico de los depresivos y que no sólo la pasó mal a la hora del bombardeo de Dresde (Shields nos revela en su a menudo desoladora biografía el incendiario infierno en la tierra de su último matrimonio con la fotógrafa de escribas Jill Krementz, así como las contradicciones de un millonario ecologista y antibelicista invirtiendo en acciones de complejos mineros y fábricas productoras de napalm) sino que también fue incapaz de sobreponerse a una madre que se suicidó, muy vonnegutianamente, el Día de la Madre y que por momentos sentía ganas de someter al Hielo Nueve a toda su familia incluyendo a ese hermano mayor al que (en sus textos autobiográficos) nos había vendido como prodigio adorado por él. Pero, más allá de lo anterior y lo íntimo, la certeza renovada de que Vonnegut fue y sigue siendo uno de los grandes referentes cuando se trata de poner palabras y risas y muecas aforísticas a los tiempos que vivimos y padecemos. Vonnegut –quien siempre dijo que todo novelista tenía “la obligación de, al menos, destruir una vez nuestro planeta”– como una especie de Kurt Kurtz conradiano y siempre listo para dar la orden de lanzar las bombas y exterminar a todos. Y la recién reeditada Cuna de Gato no sólo fue uno de sus primeros y más exitosos ensayos generales para el apocalipsis (Graham Greene la señaló como digna de “uno de los mejores escritores norteamericanos vivos”) sino que, también, le funcionó, en 1971, como master thesis antropológica aceptada por la Chicago University.
“El fin del mundo no es, para Vonnegut, una simple idea; es una realidad que experimentó personalmente. Así, su prosa casual viene siempre acompañada de una terrible belleza cuando retrata la más vasta de las destrucciones”, apuntó en su momento John Updike.
Antes del botón rojo y de la cuenta regresiva, eso sí, Vonnegut –-anarco/moral/epifánico/evangelista– sentía la obligación de advertirnos que estamos haciendo la cosas mal y hasta de ofrecer alguna solución más o menos (im)posible como unirnos en familias colosales en Payasadas o (in)evolucionar a especie de focas humanoides en Galápagos.
Vonnegut –juicioso maestro del Juicio Final– también comparaba a los escritores con esos canarios que se ponen en jaulitas al fondo de las minas. Esos canarios que son los primeros en morir cuando comienza a escasear el oxígeno y, con su último canto, avisan a los mineros que están en problemas, que vienen tiempos difíciles y que –como explicó en Madre noche– “Tenemos que tener mucho cuidado con lo que pretendemos ser, porque somos lo que pretendemos ser”.
En sus propias palabras: “Mis motivos para escribir son del tipo político. Yo estoy de acuerdo con Stalin y Hitler y Mussolini en cuanto a que todo escritor debe servir a su sociedad. Está claro que no comparto con estos dictadores el cómo los escritores deben servir a esa sociedad. Yo creo que los escritores deben ser agentes de cambio. Los escritores son células especializadas dentro del organismo social. Y son células evolucionistas. La humanidad está todo el tiempo intentando convertirse en otra cosa; está experimentando con nuevas ideas todo el tiempo. Y los escritores son el medio por el que esas nuevas ideas nos son presentadas”.
Su talento e influencia –Vonnegut está considerado el más grande escritor satírico norteamericano después de Mark Twain– ha sido admitido y asumido con orgullo por, entre muchos otros, nombres como los de Douglas Adams, Roberto Bolaño, John Irving, Paul Auster, Haruki Murakami, David Foster Wallace, Michael Moore, Graham Greene, Rick Moody y Dave Eggers, quien –en la introducción a Mientras los mortales duermen, ausente en la edición en castellano– firma y afirma: “Con la muerte de Vonnegut perdimos una voz moral. Una voz razonable y creíble –lo que no significa que fuese una voz opaca o sin colmillos– que nos ayudaba a vivir”.
Acercándose las supuestamente felices fiestas, la lectura o relectura de Vonnegut es, seguro, el agridulce jarabe ideal para superar esa resaca de cuando descubrimos, al otro lado del espejismo colectivo, que en realidad había poco y nada que festejar.
Y uno de los consejos del siempre festejable y festejante rey mago literario Vonnegut a todo aprendiz de escritor era: “Utiliza el tiempo de un completo desconocido de manera que él o ella no sienta que lo han malgastado”. Esos completos desconocidos eran, está claro, los lectores.
En lo que hace a Vonnegut, misión más que cumplida y todas las bombas han alcanzado su blanco.
En lo que hace a nosotros, mejor no seguir perdiendo el tiempo porque –como dictaminó Kurt(z) en una de sus últimas páginas– “Aquí terminan las buenas noticias acerca de todo. El sistema inmunitario de nuestro planeta intenta deshacerse de la gente”.
Aun así –pienso, estoy seguro– sus libros permanecerán para que, ante una eventual y tardía visita extraterrestre, se sepa que el ser humano hizo algo bien, muy bien, mejor imposible.
En Cuna de Gato, Jonas llega al mayor descubrimiento de la humanidad, después de la bomba atómica: el Hielo 9. Un líquido que a temperatura ambiente se solidifica y solidifica todo lo líquido que toca. Vonnegut parece decir, invirtiendo la lógica ideada por Marx: todo lo líquido que toca un norteamericano se vuelve sólido, se vuelve cosa, se vuelve mercancía. Algo que de alguna manera vonnegutiana puede lograr la destrucción del planeta, en apenas 127 capítulos desarrollados en unas doscientas páginas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux