Cuando hace poco Philip Roth anunció su retiro, no podía sospecharse que ese acontecimiento estaba prefigurado en la última novela de Alessandro Baricco. En Mr. Gwyn, un escritor anuncia su decisión de dejar de escribir, pero esa renuncia significará, curiosamente, un salto insospechado en su carrera. Luego del salingeriano Emaús, novela más realista acerca de la conflictiva adolescencia de unos jóvenes italianos en los años setenta, Mr. Gwyn retoma algunas de las virtudes del que es, hasta ahora, su libro más exitoso: Seda. La diferencia es que ahora se involucra él mismo con fobia, hermetismo y pasión, en las páginas de su propia novela.
› Por Juan Pablo Bertazza
En Emaús, la anterior novela de Alessandro Baricco, reinaba la atmósfera de su admirado Salinger, a partir de la historia de una bandita de adolescentes, héroes de la clase obrera y provinciana de la Italia de los ’70, que perdían su inocencia ante los atributos inefables de Andre, femme fatale con aires andróginos. Desde el comienzo de Mr. Gwyn, la novela que nos ocupa, uno no puede dejar de pensar en Philip Roth, ni de volver a lamentar el anuncio de su retiro.
A partir de una columna escrita en el prestigioso diario The Guardian, el exitoso escritor inglés Jasper Gwyn manifiesta su decisión de dejar de hacer cincuenta y dos cosas que le vienen amargando la vida, entre ellas, escribir en The Guardian y, también, escribir a secas. Ante el estupor de su amigo y editor Tom Bruce Shepperd (con quien mantiene, de hecho, una encantadora relación de oveja descarriada y pastor comprensivo), y la incredulidad de sus miles de lectores, Gwyn encara un objetivo diametralmente opuesto al del escritor fracasado de Arlt, que probaba todos los estilos y géneros y plagios posibles y, sin embargo, no podía escribir nada. Por el contrario, aun siendo consecuente con su decisión, pronto Gwyn advierte la imposibilidad de dejar de escribir: no sólo porque su propia vida tiene vuelo literario, sino también porque luego de un momento de alivio e introspección, empieza a sentir el vacío insoportable de no organizar su caótico pensamiento en la estructura lineal de una frase.
Pero lo cierto es que no quiere volver a escribir. Entonces prueba formas alternativas: primero piensa en organizar de manera mental frases sin ponerlas por escrito, a tal punto que empieza a componer un texto realmente virtual, luego improvisa diálogos entre personas que ve, después piensa en ser copista y, finalmente, da con la idea que buscaba: dedicarse a escribir relatos. Como un pintor o un fotógrafo, pero con la materia prima de las palabras.
Mezcla de reality show, sesión psicoanalítica y el recurrente ejercicio de los beatniks, que gustaban sentarse un buen rato, frente a frente, sin decir una palabra, en esas temporadas de meses que significa modelar cada retrato verbal, Gwyn encuentra su epifanía, su revelación: a la inversa de Dorian Gray, cada uno de los trabajos significará, por un lado, descubrir una verdad oculta de la persona retratada y, después, la manera de sacar lo mejor de ellas. “Realizar el retrato de alguien es una manera de llevarlo de regreso a casa”, es una de las máximas de Gwyn, cuya inspiración parece provenir del fanatismo de Baricco por la literatura norteamericana. Pero, como sucede a menudo con la buenas ideas, el proyecto se le empieza a ir de madre: primero cuando quien le pide el retrato es nada menos que su editor, al borde de la muerte en una cama de hospital, luego cuando la modelo a retratar es una lolita dispuesta a desarmar cada uno de sus trucos.
Mr. Gwyn es otra demostración cabal del indistinguible sello de Baricco, uno de esos autores que nunca usa guantes a la hora de escribir. A esta altura, uno de los escritores más importantes y singulares, a nivel mundial, de los últimos tiempos: sensibilidad, ternura, precisión para decir lo inesperado, para relacionar dos órdenes cualesquiera que no parecen tener nada en común. Hay algo de Woody Allen en sus libros, sobre todo en ese derroche inconmensurable de ideas que se van ametrallando de manera permanente: una librería en la que el dueño sólo vende los libros que le gustan, un escritor como Gwyn que decide no hacerse cargo de su paternidad y nadie se lo reprocha porque se trata, nada menos, que de una elección literaria, un hombre que sólo sueña con las personas con las que duerme...
También hay algo de historietas de Disney en su estilo (de hecho, en este libro Gwyn lee las pato aventuras completas), pero no en el sentido ingenuo, sino desde una mirada adulta, sobre todo a partir de las simetrías del destino que tan bien usufructúa Disney: libros que cuentan una vida como si se tratara de un solo día, ascenso y caída de héroes ambiguos que, en algún punto, siempre tienen la última palabra.
De todos modos, Mr. Gwyn constituye, a su vez, una especie de salto en la carrera de Baricco. A diferencia de Emaús (tal vez un libro más realista), vuelve con esta entrega a cierto aire de fábula, a ese toque surrealista pero a la vez tremendamente lógico y lineal que le deparó fama internacional con Seda.
La diferencia, en todo caso, entre aquel best-seller y esta novela brillante (aun cuando el esmero por convertirla en un relojito perfecto la vuelve, por momentos, un poco exagerada en el firulete) es que Baricco encontró la forma para que un escritor fóbico, enigmático y ermitaño como él (no tanto como Salinger, pero casi) pueda involucrarse de lleno en una trama. A partir de su decisión de dejar de escribir, Gwyn revela un salto notable en su escritura, con revelaciones y secretos que alimentarán a sus lectores durante años. Baricco, mientras tanto, se anima a reclamar por cierta literatura: la literatura auténtica que tan bien representa, la literatura de los que, de verdad, tienen algo para decir. La de aquellos a los que “lo único que los hace sentirse vivos es algo que sin embargo, lentamente, está destinado a matarlos. Los hijos para los padres, el éxito para los artistas, las montañas demasiado altas para los alpinistas. Escribir libros, para Jasper Gwyn”.
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