Bajo la apariencia de una recopilación de artículos periodísticos sobre cine, cultura y literatura, Hugo Beccacece se vale de dos textos inéditos –uno que abre el libro recorriendo la vida de Visconti, otro que lo cierra viajando a las zonas más recónditas de su infancia– para convertir Pérfidas uñas de mujer en una sorprendente autobiografía vicaria, una vida contada a través de tantas otras. Un agudo elogio del periodismo cultural como vocación literaria y una reflexión solapada sobre los ecos de clase en las vidas privadas.
› Por Claudio Zeiger
Rara vez es justo empezar hablando de ese subrayado que es el subtítulo de un libro, pero aquí quizá se justifique la torpeza. Pérfidas uñas de mujer lleva como subtítulo “Ensayos sobre cine, literatura, arte y estilos”, y es la última inflexión, la de los estilos (tranquilamente podría haberse agregado “...y costumbres”) la que habilita a pensar en las divisas de las revistas culturales que a la manera de Radar o adn, vinieron a reemplazar a las viejas glorias de los suplementos literarios (con el de La Nación a la cabeza) tan denostados en voz baja pero con los que crecieron y se formaron sucesivas generaciones de periodistas, críticos y escritores. Pues bien, la mención de que el subtítulo del libro de Hugo Beccacece remite a ese eclecticismo que vinieron a ofrecer las revistas culturales, hace pensar en este hombre de dos mundos, o de varios, diverso pero con sus límites.
Beccacece se presenta como un escritor de una sólida formación literaria clásica, más tradicional que actualísimo, y hombre de una época en la que la cultura cinéfila tenía tanta importancia como la letrada. Pero también, si se dejan de lado preconceptos y se atiende a los materiales que efectivamente reúne el libro, no hay un gesto dandy o flâneur (perdón por usar esta palabra más desgastada que las citas de Benjamin) ni cuando viaja ni cuando cita. Hay, más bien, una seriedad seca y austera antes que una celebratoria fiesta de la cultura. Se puede tomar como ejemplo rotundo el artículo “El chisme en Proust y Capote”, donde todo podría haber sido un desfile de maldades y es, en cambio, una exploración dramática de la tragedia de Capote y una entomología de las costumbres en Proust.
No falta –que se entienda– ni gracia ni pizcas de maldad en la prosa de Beccacece, pero lo que se quiere remarcar aquí es la actitud del cómico que hace reír sin reírse a su vez: su estar en segundo plano es tan consecuente, tan poco impostado, ausente de falsa humildad, que lleva a pensar que es de verdad y no pose, y si algo faltara para confirmarlo, hay que llegar al final de este libro para terminar de entenderlo, para entender no sólo las claves de un libro, de su deliberado dibujo a la manera de la figura en el tapiz –cifra oculta y a la vez secreto irreprimible– sino de un oficio y de una vida dedicada por entero a ese oficio, que desde ya trasciende el “oficio de escribir” para convertirse en una apuesta de vida arriesgada, alternativamente oscura y luminosa, vida secreta que revela aquí alguna de sus más inconfesables verdades y que a la vez se redime al hacerlo, no de un pecado sino de un temor, el temor de haberse fallado a uno mismo, de no haber vivido la vida que correspondía sino otra, u otras.
Al llegar al final, el lector sentirá con el autor que se saca un peso de encima al subirse al tobogán de las confesiones, vertiginoso por cierto, porque si hay algo quizá más audaz que confesar algo que se hizo, o que no se hizo, es confesar algo que se ha soñado e imaginado, confesar de qué materiales se componían los sueños y deseos de infancia y juventud. Si es de torpes reseñistas dar vueltas alrededor de un subtítulo, es más horrendo todavía tener que decir de un texto que es “valiente”. Pero sí, ese epílogo o coda titulado como el libro “Pérfidas uñas de mujer”, es uno de los textos más valientes que se hayan escrito en cierto ámbito cultural local; es valiente decirlo en el seno de una élite que por más que se halle empantanada en cierta decadencia cognitiva, no ceja en su ejercicio del poder cultural (no vamos a negarlo). Y, también en esta dirección, hay que destacar el corazón del libro, que es el ensayo inaugural, las primeras cien páginas dedicadas a Luchino Visconti, el aristócrata comunista, el hombre que a lo largo de su vida fue tanto Tadzio como el profesor Aschenbach. “Los pasos tan temidos” es una prolija y atractiva biografía de Visconti a través de su vida y sus películas; aquí, el bajo perfil del narrador, el segundo plano, es tan cinematográfico como literariamente legítimo. Pero la pregunta que vale es por qué este texto abre y “Pérfidas uñas de mujer” cierra, y son los dos textos inéditos, o sea, son en gran medida el corazón del libro, aunque no estén ni el medio ni en el lado izquierdo.
Sin crear misterios ficticios o de mala película de suspenso, y también sin revelar el final como corresponde a un libro sobre películas y libros, se puede conjeturar que ese hilo conductor tiene que ver con uno de los personajes de Beccacece, uno de sus entrevistados, José Bianco, y muy en especial con el primer texto escrito por Bianco, “El límite”, que apareció –cómo no– en La Nación en el año 1929. Según explica el propio Bianco en la entrevista que le hizo Beccacece en 1982 en Tiempo Argentino, “cuenta la historia de un muchacho que muere de amor por una mujer a la que nunca conoció, salvo a través de los relatos de un compañero de colegio, también enamorado de ella. Allí puede verse esa suerte de atracción vicaria”.
El límite y la atracción vicaria son los dos grandes temas de este libro y del texto final de Beccacece, y también son la explicación de la fascinación por Visconti, que entraba y salía de sus propios límites de clase, de la cultura y los estilos de su clase. Una “cultura de clase” que no debería esconderse ni disolverse en la lectura de estas páginas, y que remite a la revista Sur y sus restos, lo que va quedando de ella a lo largo de las décadas. Pero es cierto que Beccacece elige las zonas de fricción, de roce, siempre hablando a través de las vidas de los otros, como sucede en el cuento de Bianco y como sucede en el juego de espejos propuesto: alguien habla de Visconti, quien a su vez hablaba a través de las tensiones y contradicciones que iban creando sus películas. De las tensiones entre Rocco y Tadzio, por simplificar.
Y si es verdad que no se puede ser valiente todo el tiempo ni andar confesándose con cualquiera, Hugo Beccacece hizo aquí lo suyo, sin desplantes ni desafíos estridentes, por cierto, pero hablando de los deseos, infiltrándolos entre comentarios de cine, literatura, arte y estilos. Esos que suelen ocupar las páginas de los suplementos del fin de semana que a veces los lectores hojean con distraída atención.
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