Domingo, 23 de diciembre de 2012 | Hoy
Con una sutileza y rigor ejercitados tempranamente en la poesía, Nicole Krauss logró un lugar de privilegio en la literatura norteamericana con las novelas Llega un hombre y dice y La historia del amor, donde se planteaban los temas de la memoria, las pérdidas y el amor con sensibilidad e imaginación. Por eso no era menor, ni resulta defraudada, la expectativa generada por La gran casa, donde Krauss hilvana personajes y situaciones a partir de un gran escritorio que, según se conjetura, perteneció a Federico García Lorca y empieza a aparecer en los más variados salones y estudios de escritores.
Por Alicia Plante
La gran casa es la tercera novela de Nicole Krauss, la multipremiada vedette de la ficción norteamericana de la década, que ya fue traducida a más idiomas que los disponibles. La primera fue Llega un hombre y dice, comentada en su momento en este medio, y la segunda, La historia del amor, que la consagró ante la crítica y el público como una “sutil y elegante escritora de sólida trayectoria”. Las primeras armas con la palabra y las imágenes Krauss las hizo en la poesía, ese género en el cual la forma, la música que juega con ellas de un modo y no de otro son tan importantes como los contenidos invocados y sugeridos. Ese antecedente, que se reconoce en la prosa de Krauss, lo cultivó durante sus años de formación académica en Oxford. Está en su estilo –preservado en castellano gracias a una excelente traducción–, en el esfuerzo minucioso, militante del rigor estético que determina una escritura seguramente cimentada en su propia historia, enriquecida por su talento y regida por sus obsesiones personales. Desde allí, cautivo de la belleza y la curiosidad, se despliega ante el lector un abrazo que lo sumerge en las atmósferas que la autora explora hasta la obsesión: las del amor, la memoria, las pérdidas. Axiales en Krauss, que en Llega un hombre y dice ahonda en la atroz mutilación psicológica que representa una amnesia parcial y la desaparición de los recuerdos, “de su eco, esa falta de nostalgia”.
En La gran casa de nuevo el tiempo se yergue melancólicamente en el centro de los significados para remitirnos al pasado, por ejemplo al de los judíos que sobrevivieron al Holocausto e intentan recuperar objetos amados, muebles, cuadros, la vida doméstica que de todos modos nunca podrá volver a ser. La herida sin consuelo de las circunstancias arrebatadas. Por medio de media docena de situaciones, de sintonías lo bastante independientes para funcionar casi como cuentos autónomos, Krauss dibuja en el aire con belleza y profundidad un hilo invisible que va tejiendo la trama fascinante de las conexiones. En otra medida, la autora ya había cultivado el recurso en La historia del amor, donde el factor constante es un libro. Aquí, en reiterada relación con la literatura, se trata de un enorme escritorio de diecinueve cajones, que reaparece como un fantasma de dudosas, quizá malignas, intenciones. Alguien sugiere que un monumento semejante debió pertenecer a un escritor de peso, a un Lorca por ejemplo, algo que Krauss no considera necesario demostrar ni desmentir.
El escritorio no permanece con un mismo dueño, de hecho la narración se estructura en torno de su devenir, casi como si las personas y las circunstancias que se suceden en su derredor estuviesen atrapadas en un designio que no conocen ni controlan. Este subterfugio del objeto que reaparece y conecta a través del tiempo y el espacio había sido utilizado décadas atrás por Manuel Mujica Lainez en El escarabajo, novela que integró su célebre tríptico sobre la historia de la humanidad, un relato que en su momento también nos llevó a preguntarnos si estábamos rastreando personas y destinos, o si ese anillo de lapislázuli –y ese gigantesco escritorio de Nicole Krauss– representan una enorme metáfora del devenir, de la transición, de la impermanencia de los sentimientos, de lo absurdo del criterio de propiedad, lo que circula y atraviesa el viaje de un objeto al que se otorga algo como el poder de un alma, el depositario inocente de la pregunta del escritor por el sentido de la vida –o al menos de la literatura.
El puñado de situaciones aparentemente autónomas que presenta La gran casa compromete de inmediato al lector con la tarea fascinante de ir armando el paño total. Algunas nos introducen en el mundo de personajes individuales, seres remotos, prácticamente inaccesibles, ejes obvios de ese apartado del libro; otras presentan un conjunto de dos o de tres personas que se relacionan como pareja o como familia. Así definidos, parece un planteo común, inofensivo. Pero el nivel de profundidad con que Krauss cala en los sentimientos, en la forma de cada uno para seguir adelante, las pérdidas, el dolor, el perfil en carne viva con que surgen del papel y nos ocupan, la desolación que los apaga o el miedo que los paraliza, la soledad como una presencia inextinguible, la alegría de cristal o la morosidad del desconcierto, el amor como adversario de la muerte, nada de esto que nos toma por asalto es común ni inofensivo.
Nadia, una joven escritora y primer personaje, introduce a un ser fantasmático, Daniel Varsky, un poeta chileno que está a punto de viajar de Nueva York a Santiago de Chile y que morirá víctima de la dictadura de Pinochet. De él Nadia recibirá en préstamo varios muebles, entre ellos el monumental escritorio, que ocupa la mitad de su habitación. En él escribirá su primera novela y también las siguientes. A lo largo de veintisiete años. Hasta que el escritorio le es reclamado. Las claves que da la autora son múltiples, como lo serán los esfuerzos reconstructivos del lector, aplicado a desentrañar la trama detrás de la novela. Y mientras, la vida de la mano de Krauss: Lotte, otra escritora, su pecado secreto y su extenuante introversión; la pasión de un hombre por uno de sus hijos, Dov, al que hostilizó y mantuvo a distancia toda la vida, así como la trágica inutilidad de una toma de conciencia tardía y final; el sometimiento de dos hermanos, Leah y Yoav Weisz, al padre, un hombre obsesionado con el propósito delirado de negar los hechos del pasado, una tarea con metodología concreta a la que dedica la vida y por la cual casi destruye la de sus hijos. Y antes de que fuera demasiado tarde, Izzy, una norteamericana aún enamorada de Yoav, viajará a Jerusalén, donde hechos y personajes recogen sus ecos y confluyen. Allí, involuntariamente y en remate sutil y delicado, se hará cargo de redimir a los equivocados y dar continuidad a la vida.
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