Domingo, 23 de diciembre de 2012 | Hoy
Su nombre es sinónimo de teoría literaria, formalismo ruso y, muy en particular, de un término fetiche llevado y traído: la ostranenie. Es decir, el extrañamiento, de enorme influencia en la crítica literaria del siglo XX. Víktor Shklovski fue uno de los máximos exponentes de la escuela formalista junto a Iuri Tinianov, Roman Jakobson y Vladimir Propp, y también un hombre que atravesó gran parte del siglo XX exponiendo las tensiones entre lo clásico y lo moderno. Fondo de Cultura Económica acaba de publicar en un volumen La tercera fábrica y Erase una vez, dos libros que muestran su faceta más íntima, con relatos autobiográficos y misceláneos traducidos directamente del ruso al castellano por Irina Bogdaschevski.
Por Juan Pablo Bertazza
Ni al aprobar la última materia del CBC, ni al entrar por primera vez en el edificio sito en Puan 480, ni al acceder al flamante campus virtual que, entre otras cosas, permite la inscripción online. No. Sucede en el momento exacto en que se experimenta la asociación, la relación de igualdad entre “ostranenie” (vocablo enigmático y pegajoso) y la palabra “extrañamiento”. Recién ahí se tiene la revelación: el novato acaba de ingresar en la carrera de Letras. Recién ahí se empieza a manifestar, según cada quién, una novedosa predisposición, otra perspectiva, una apertura o una flamante enfermedad. Ese es el génesis, el viaje de ida, el comienzo de todo: el extrañamiento o la idea de que lo que vuelve literaria a la literatura es, básicamente, su poder de descolocar, sorprender, volver extraño –con una palabra, una atmósfera o una comparación– lo cotidiano.
Los alumnos de Letras absorben el extrañamiento en las primeras clases de teoría literaria, una de las primeras materias de la carrera. Y, en general, en esa misma clase iniciática se enteran también de una anécdota sensible, humana y muy fría acerca de este grupo de intelectuales que, según cuentan, pasaban temporadas de tanta pobreza y temperaturas bajo cero que, por momentos, se veían obligados a sacrificar su máximo capital: algunos de sus libros, los que menos dolor causaba quemar, para avivar la fogata y evitar, así, los sabañones.
Uno de esos intelectuales, acaso el que más restregaba sus manos, acaso el que con mayor fuerza entrecerraba los ojos haciendo frente al frío junto a la hoguera, era Víktor Shklovski: la cara más visible de los formalistas rusos y el autor intelectual del que, quizás, sea su concepto más rutilante: la ostranenie.
El destino de un nombre suele ser errático, caótico, imprevisible. ¿Influye el nombre que se le endilga a un movimiento, a una escuela o a una persona? ¿O es, por el contrario, el trabajo o la vida llevada a cabo durante años lo que terminará asignando referencia y contenido a esa denominación? Como sucede en muchos de estos casos, el de “formalistas” no fue un nombre que saliera del interior del grupo conformado por Shklovski, Jakobson, Tinianov, Eichenbaum y Propp, entre otros. Todo lo contrario. Fue creación de sus detractores y enemigos, quienes de manera claramente peyorativa señalaban con un dedo lo que era, quizá, la principal característica de los formalistas rusos: su obsesión por dar con el punto g de la literatura, devolviéndole inmanencia y autonomía, desligándola así de cualquier enfoque psicológico, filosófico y social que, por ese entonces, reinaban entre los soberanos de la crítica literaria rusa.
En ese sentido, los formalistas rusos son pioneros, soñadores casi de un deseo alucinado y obsesivo: poder darle una entidad científica al análisis literario. Aun con sus profusas contradicciones, los formalistas rusos coincidían en un punto clave: no se puede explicar una obra a partir de la vida de su autor, ni tampoco a partir de un análisis de la vida social contemporánea a esa obra literaria. Una idea faro que, a manera de un virus, se fue propagando a otros ámbitos y otras tierras, hasta plasmar notables coincidencias con ideas provenientes de escritores tan brillantes como Mallarmé, Gide, Proust o Valéry.
La escuela de los formalistas rusos fue una rara estrella fugaz: lenta, un poco tímida, pero con una estela contundente. Tuvo quince años de existencia, entre 1915 y 1930, cuando su luz empieza a apagarse paulatinamente por presiones del stalinismo. Su nacimiento remite, en realidad, a las ideas incubadas en el Círculo Lingüístico de Moscú (fundado en 1915), y en el Opojaz (Sociedad para el estudio del lenguaje poético, fundado un año después en San Petersburgo).
Abocados de lleno a la tarea de encontrar esa bendita base científica para poder aplicar al estudio de la literatura, los formalistas rusos se interesaron, sobre todo, por las modalidades a partir de las cuales los textos literarios logran su eficacia. En medio de ese camino, despedazaron la vieja distinción entre forma y contenido, abrieron las aguas entre trama y relato, utilizando la palabra “siuzhet” para referirse al orden y la manera en que los acontecimientos aparecen en el relato, y el vocablo “fábula” para dar cuenta de la secuencia cronológica de esos acontecimientos. Y, como inesperada consecuencia de esto mismo, los formalistas se de-sentendieron del autor, del escritor que, en su teoría, aparecía relegado a su mínima expresión, una especie de no entidad que sólo existe en tanto dispone de procedimientos y convenciones literarias previas, un autómata que usa automatismos preestablecidos, un adicto al juego que elige cada tanto algunas cartas dispuestas en una mesa de poker. Mientras Opojaz se animó a negar la existencia de poetas y figuras literarias, asegurando que sólo hay poesía y literatura, Shklovski gritaba a los cuatro vientos que no se puede estudiar a Tolstoi, sino La guerra y la paz. De hecho, define la literatura como “la suma total de todos los procedimientos empleados en ella”.
Así, las investigaciones y estudios de los formalistas rusos se fueron acumulando y concentrando en la “literatureidad”, es decir, en el conjunto de procedimientos formales de un texto. Las primeras etapas del formalismo estuvieron claramente signadas por las ideas de Shklovski, quien a su vez era influido por la vanguardia artística que encarnaba el futurismo; mientras que en la última etapa fue mucho más predominante el rol del omnipresente Tinianov, que fue trocando el concepto de procedimiento por el de función, y así le dejaron parte de la fiesta preparada al estructuralismo.
Como sea, la contribución más importante de Shklovski, en relación también con el concepto de extrañamiento, fue la idea cada vez más profunda o radical de “fabricación” de toda obra de arte. De hecho, su texto El arte como artificio fue la punta de lanza, el manifiesto.
Además de haber combatido en las dos guerras mundiales y en la guerra civil rusa, Shklovski fue uno de los pocos formalistas rusos que, aparte de sus trabajos programáticos, también se hizo tiempo para escribir algunos textos literarios o, al menos, textos más relajados. El resultado de su lectura es, como mínimo, un conjunto de sorpresas notables y un marcado contraste con respecto a sus ideas teóricas. Si uno de los déficit de la teoría formalista era precisamente el ninguneo que le enrostraba al sujeto, al autor, al escritor, los otros textos de Shklovski van hacia el lado opuesto.
Viaje sentimental (1923) es un compendio nómada de breves reflexiones y digresiones enmarcadas –pero no limitadas– por la revolución, el clima de guerra y la producción incipiente de Opojaz; un dinámico planisferio que recrea una fuerte construcción de su yo. Zoo (1923) reúne cartas escritas por Shklovski enviadas a la escritora francesa de origen ruso Elsa Triolet durante su exilio en Berlín. “Cartas no de amor”, según reza el subtítulo del libro, frase que hace referencia a la censura en Rusia, y hace convivir en cada una de estas misivas reflexiones y anécdotas con situaciones casi patafísicas.
Ahora Fondo de Cultura Económica acaba de publicar dos textos en conjunto: La tercera fábrica y Erase una vez, con el atractivo de que ambos fueron directamente traducidos del ruso al español.
El título de La tercera fábrica da cuenta de cada uno de los órdenes de la vida, una especie de Divina Comedia pero sin muerte: la primera fábrica tiene que ver con la infancia, los primeros besos y la escuela. La segunda fábrica da cuenta de la ciudadanía, los primeros contactos con la política y sobre todo la guerra, teniendo en cuenta la fructífera relación entre la guerra y Shklovski. La tercera fábrica, por último, tiene que ver con lo laboral y, por supuesto, con su trabajo en la incipiente industria cinematográfica y también su rol como intelectual.
La tercera fábrica es un notable juego de equilibrio entre la ficción, la autobiografía y las memorias: textos breves y fragmentarios notables por su modernidad, un itinerario a lo largo de esas tres nivelaciones de fábricas, que tiene alguna resonancia con respecto a la factory de Warhol que funcionó entre 1963 y 1968 en la calle 47 Este en Midtown, Manha-ttan, Nueva York. Es notable y sorprendente, pero el extraño tono de Shklovski parece moverse entre un registro que va de Barthes al Warhol que apostrofaba acerca de los quince minutos de fama. Así, mientras revela el primer borrador de las ideas de los formalistas rusos (inclusive de algunos artículos como el célebre “El capote de Gogol”) Shklovski también da rienda suelta a una subjetividad concentrada y contenida que explota al decir, por ejemplo: “Vivo mal. Vivo opacado, como dentro de un preservativo. En Moscú no trabajo. De noche tengo sueños culposos”. O al agregar al final de una carta enviada a Tinianov: “... la vida privada me recuerda los esfuerzos por calentar una porción de helado”.
Hay también un tono de manifiesto, de texto programático y de proclama.
Pero una proclama repleta de dudas, de incertidumbre, contradicciones, ambiciones, riesgos y ruegos. El destino (“Tengo un 75 por ciento de mi vida definida”, dirá en un pasaje), lo más destacado de la literatura rusa, precisiones históricas acerca de la siempre cambiante San Petersburgo (“la ciudad de los poetas construida como un poema”) y un día en la célebre avenida Nevsky donde transcurre parte esencial del clásico Maestro y Margarita, de Bulgakov, son algunos de los temas que trata esta verdadera miscélanea.
En Erase una vez, por su parte, predomina y hace llamar la atención esa mirada o escritura casi infantil, desde el título hasta el aviso que figura a manera de introducción, en el que Shklovski adelanta el contenido de su obra como si estuviera dirigiéndose a un grupo de infantes: “No se asombren de tener que leer ahora sobre un pequeño muchacho, sobre adultos desconocidos y acontecimientos comunes”. Así como en la obra anterior repasaba cada una de las fábricas, en este texto Shklovski da cuenta de su infancia, de su adolescencia y de su juventud: confiesa que de chico era gordito, que tenía horrores de ortografía y que fue expulsado de diversos colegios. Entre tanto, repasa con su propia perspectiva algunos acontecimientos, como el eclipse de 1910, que también estuvo presente en el marco de los festejos de nuestro Centenario. Y despliega algunas metáforas notables con las que define, por ejemplo, el pasado (“recuerdo el pasado como si limpiara los vidrios”), el frío (“Hacía tanto frío que sentías cada parte de la vestimenta que tenías puesta por separado”) y la juventud (“todos los ‘no’ son fuertes como los tronos, las ramblas, las rejas”).
Y, como no podía ser de otra forma, reformula, retoma y confirma su idea más notable, su gran hit de la época del formalismo ruso, como aquellos solistas que versionan lo más disímil posible el gran éxito de la banda que antes lo tenía como líder: “El extrañamiento es mostrar el objeto fuera de su ámbito acostumbrado, un relato del fenómeno con palabras nuevas, traídas desde otro círculo de relaciones con este fenómeno”.
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