Johan Theorin es uno de los tantos autores de policiales negros y helados de la escena nórdica. Sin embargo, en El guardián de los niños se corre de ese lugar para crear una historia de fantasmas verdaderos en una sociedad de bienestar. A partir de un narrador romántico en busca del amor perdido, recrea un mundo donde los niños y los locos no dicen necesariamente la verdad, pero guían hacia ella a quienes lo necesitan.
› Por Mariana Enriquez
Johan Theorin es, desde que en 2007 comenzó a publicar la tetralogía El cuarteto de Oland, uno de los escritores de novela negra escandinava mejor recibidos por la crítica y el público, en un mercado saturado de autores nórdicos, desde el superexitoso Stieg Larsson hasta el ya clásico Henning Mankell, pasando por el establecido islandés Arnaldur Indridason o el recientemente traducido noruego Jo Nesbo; y éstos son apenas los más famosos de una escena que, por rendidora, parece inagotable y se exprimirá hasta la extinción. En ese contexto, Theorin (sueco, 50 años, de Gotemburgo) eligió para su tetralogía negra un escenario geográfico determinado, la isla de Oland, en el Mar Báltico, donde su familia vive desde hace siglos; en este lugar solitario y extraño, Theorin utiliza, para su ficción, vivencias personales y leyendas de la zona, relatos de fantasmas y magia transmitidos por su abuelo y sus tíos. En La tormenta de nieve, por ejemplo, segundo libro de la tetralogía, Theorin se basa en la creencia tradicional de que los muertos vuelven a casa para Navidad y que, por eso, se les debe dejar comida en la puerta. La intriga parte, entonces, de esta leyenda macabra.
El guardián de los niños es la primera novela de Theorin que nada tiene que ver con Oland ni con Gerlof, el observador-detective anciano de la tetralogía. Transcurre en una pequeña ciudad del este de Suecia y el protagonista es un joven maestro, Jan Hauger, que empieza a trabajar en Calvero, una escuela infantil muy particular: los alumnos son hijos de pacientes de la vecina clínica psiquiátrica Santa Patricia, separada del colegio apenas por un muro y comunicada por un túnel. Los niños visitan a sus padres internados todos los días durante algunas horas, pero el personal de la escuela sólo puede acompañarlos hasta el ascensor que los lleva al hospital; del otro lado, en la zona de visitas, son recibidos por los médicos. El personal tampoco puede hablar con los niños sobre estas visitas, ni hacerles preguntas relacionadas con sus padres. Todas estas reglas de seguridad parecen excesivas o, en cualquier caso, destinadas a despertar la curiosidad más malsana de parte de los maestros y cuidadores. Pero la trama avanza y las restricciones comienzan a tener sentido. Porque, en efecto, es necesario que el hospital psiquiátrico se cuide del afuera y, en particular, de sus vecinos de Calvero: todos, o casi todos los que ahí trabajan tienen un interés específico y activo que los llevará a intentar cruzar los muros de Santa Patricia.
En el caso de Jan, ese interés es romántico. El maestro es un joven tímido, socialmente torpe, solitario. En su adolescencia, después de un intento de suicidio, se enamoró para siempre –trágica, fatalmente– de Alice, una chica hermosa y dañada a quien no volvió a ver desde que compartieron una internación, aunque él trató de comunicarse con ella cumpliendo las promesas hechas entre sesiones de terapia. Ahora, cree, Alice vive en Santa Patricia. Y él necesita verla, rescatarla, salvarse. Pero nadie más quiere ingresar al hospital por amor o nobleza. Otros organizan pequeñas rebeliones para supuesto beneficio de los pacientes. Otros quieren conocer a Ivan Rössel, el paciente más famoso, asesino psicópata que es una celebridad y, como tal, tiene sus fans y también tiene enemigos perpetuos, dispuestos a la venganza.
El guardián de los niños es una novela dinámica, veloz, angustiante. Cada capítulo le agrega una nueva capa a la desoladora trama –que transcurre en tres momentos temporales: la adolescencia de Jan, su primer trabajo en una guardería llamada Lince y el presente– y Theorin, con una mano pasmosa para administrar el suspense, obliga a adentrarse sin remedio en este mundo oscuro. Hay detalles de narrador sensible, como los cuentos de hadas depresivos escritos por algún paciente que son material de lectura de los niños o las noches de alcohol de los empleados de la escuela y el hospital. Y hay influencias de las novelas de asesinos seriales y del imaginario del psiquiátrico maligno, pero Theorin nunca toma el modelo de Thomas Harris, ni nada de su intensidad gore, clarividente, policial: El guardián de los niños, en su tratamiento del alcoholismo, el abuso, el aislamiento, la tristeza incurable de las sociedades satisfechas, el bullying y, sobre todo, la amistad desesperada como única salvación, se acerca mucho a la visión del también sueco John Ajvide Lindqvist en su magnífica novela de vampiros Déjame entrar: historias de provincias y de soledad, entre la observación sociológica y el romanticismo.
A pesar del aire de familia, ambas novelas no son comparables. Déjame entrar es una novela ambiciosa y fundacional, de gran belleza e incorrección, una relectura genérica que provocó un sacudón. El guardián de los niños no pretende tanto: es una notable demostración de tensión narrativa, la crónica de una historia de amor y el tímido retrato de una sociedad fracturada.
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