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Domingo, 24 de febrero de 2013

Con el pan y la palabra

Altair Martins es, junto a Luiz Ruffato y Bernardo Carvalho, uno de los nombres de la nueva narrativa brasileña, que renueva y al mismo tiempo continúa una tradición experimental que no deja de lado la exploración de sensibilidades y territorios ocultos. La pared en la oscuridad trata de los padres y los secretos familiares con sutileza y profundidad, con el oído atento a los diferentes registros sintácticos de cada uno de sus personajes.

 Por Luciana De Mello

La novela académica podría considerarse un género. Escrita por académicos, para académicos, con guiños de teoría y análisis escondidos en las bocas de personajes que –muchas veces– no cuadran con los discursos que de repente enuncian como si se les escapara de los labios. También hay buenas novelas académicas, pero en la mayoría de los casos la tesis le gana al escritor, la ficción se transforma en pura excusa, la costura se chinga y finalmente caen los hilos por todos lados. Será por eso que cuando Altair Martins habla de La pared en la oscuridad –su primera novela, ganadora del premio Sao Paulo 2009– y comienza a contar que en realidad la novela forma parte de su tesis de maestría, en principio suena raro. En ningún momento, excepto porque uno de sus personajes se llama Adorno, se tiene la impresión de estar frente a una novela de academias, y mucho menos frente a la fundamentación práctica de una tesis sobre el narrador. Y éste no es sólo un mérito de Martins en La pared en la oscuridad sino que es un signo distintivo de la literatura brasileña de ayer y de hoy. Los relatos primero se escuchan y luego se leen, la exploración del lenguaje en la literatura brasileña es la primera herramienta narrativa con la que cuentan, de ahí en adelante no queda mucho lugar para la pose del escritor dentro de la historia. La “estética Carver” –sin cuestionar al autor en sí, ni mucho menos– no hizo estragos en la narrativa contemporánea brasileña como quizá sí los ha hecho acá. No alcanza con escribir bien y contar la historia. Por miedo a la pretensión se ha confundido la economía de recursos con la palabra plana sin dimensión, ni exploración del sentido. La posición contraria implica un riesgo alto, es claro: desde no tener cabida en el mercado editorial hasta ser tildado de vanguardista tardío, hay una infinidad de fatalidades literarias que pueden ocurrir. Sin embargo, para que haya buena literatura se debe comenzar por asumir el peligro.

Emparentado con Luiz Ruffato –quien al leer sus primeros cuentos decidió ayudarlo a pasar por la puerta grande de la editorial Record en San Pablo–- no sólo por una búsqueda desde lo formal sino también porque ya desde sus libros de cuentos anteriores, aún no traducidos al español, Martins asume el trabajo con el lenguaje como si fuera “un derramamiento, la afirmación de una lengua que sea inmediatamente reconocida como poética, en una búsqueda deliberada de poesía, a través de una combinación inusitada de palabras”; así lo definía Bernardo Carvalho cuando doce años atrás aparecía su primer libro de cuentos y Martins cruzaba la barrera de su celosa patria sureña.

La pared en la oscuridad. Altair Martins Adriana Hidalgo 296 páginas

La pared en la oscuridad está narrada desde múltiples perspectivas que van anunciando su alternancia por la marca de un espacio, mientras la trama dibuja un camino de despliegue y retroceso que, sin embargo, en nada empantanan el desarrollo de la historia. Cada narrador está tan separado sintácticamente del otro que cuando retoman la palabra se distingue perfectamente quién es quién, al mismo tiempo que se abre, cada vez, una nueva hendidura dentro del phatos de la historia. “Cada personaje tenía un sobre en el que yo iba construyendo la sintaxis de cada uno de ellos. Onira entonces tiene expresiones como ‘pegó y bebió el agua’, Fojo tiene esas expresiones con rimas, Emanuel habla con muchos gerundios, que es como habla la mayoría de mis alumnos, en frases fragmentadas”, explica Martins, mientras vincula la imposibilidad de narrar desde una sola perspectiva con el desmoronamiento de la figura del padre, de la instancia de la ley –especialmente en los países latinoamericanos que sufrieron dictaduras– y que se traduce en un relato quebrado, imposible de pensar desde el dominio de un narrador sobre otro. Y dentro de esa serie, si se quiere, es donde se lee algo de teoría en la novela. Un panadero llamado Adorno, padre de María del Cielo, sale una mañana de lluvia a repartir el pedido y es atropellado por un desconocido que no se detiene. Habrá otros, aunque significativamente el primer padre muerto de la novela es el que lleva el nombre del filósofo de Frankfurt.

La hija recuerda la infancia rodeada del misterio del pan, ese crecer bajo el calor que alimenta al cuerpo y que, sin embargo, también puede acarrear podredumbre. Si los tiempos no se vigilan, el pan puede invadir la casa. “Sentada en su regazo, acompañaba el café. Si hacía frío, las manos calientes de mi padre me calentaban las piernas y el pecho. No quiero más, padre, estoy llena de pan. Y mi padre venía a hacer aquello que me iluminaba: besaba el pedazo de pan antes de tirarlo a los perros. Un pecado, además, tirar el pan. El pan no besado atraía las ratas.”

En la casa paterna hay un silencio de incesto que jamás se pronuncia, pero que pulsa en el lenguaje religioso de la madre y en esa última palabra que Adorno le dice al oído a su hija, antes de que la muchacha salga huyendo de la casa. El pan y la palabra forman un universo propio dentro de la novela, y de alguna manera alrededor de ellos se concentran todas las demás creencias –como también las culpas– con las que los personajes construyen su propia lengua dentro de la historia, en la que los hijos pródigos deben esperar el momento de ver morir a sus padres, para poder así volver a pisar esa casa-refugio. El retorno al lugar de origen, al lugar de la infancia, no es otro que ese donde las ratas se esconden entre las paredes de madera mientras los pájaros en cautiverio son acechados día y noche por los gatos del lugar. Sólo basta un poco de vidrio picado metido en una bola de carne, o en las cuentas del rosario que se reza al despertar. Así es como se guardan los secretos dentro de la casa, esos que se amasan con el mismo amor que el pan. El pan, ser viviente que crece y se multiplica, como el moho, en la oscuridad.

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