Domingo, 31 de marzo de 2013 | Hoy
Son pocos y dispersos los datos que se dieron a conocer del español Jesús Carrasco, autor de una novela que inclusive se tradujo a otros idiomas antes de ser publicada en castellano. Intemperie, novela de gustos barrocos y ademanes anacrónicos, parece recorrer la historia de España desde la que retrataban con espejos deformantes las novelas de caballerías hasta los tiempos convulsivos de la Guerra Civil. Contando la curiosa relación entre un chico que huyó de su pueblo natal y un criador de cabras, Carrasco logró un raro best seller recurriendo al viejo género de la picaresca.
Por Fernando Krapp
Poco y nada se reveló sobre la vida de Jesús Carrasco, escritor oriundo de Badajoz, España, salvo que es estudiante ocasional de Filosofía y redactor publicitario. También, que estudió para ser profesor de educación física (logrando el cometido del título aunque sin ejercerlo) y terminó escribiendo una novela. La relación entre estos últimos dos oficios parece completamente dispar y contradictoria, pero algo de eso hay en Intemperie, la novela debut que ya ha sido traducida a más de diez idiomas antes de ser publicada en su lengua natal, una relación física en tensión con el juego de las palabras.
En las primeras páginas de Intemperie, el personaje principal, un chico preadolescente sin nombre ni edad específica, que huye de su pueblo natal por razones poco claras, se encuentra con los restos de unos molinos. En cualquier novela, la descripción de unos molinos puede ser sólo referencias descriptivas para que la acción avance o para mostrar rasgos de una civilización en decadencia (que es lo que la novela hace, en definitiva), pero en el caso de Intemperie cobra, obviamente, otro valor: un valor quijotesco. Como si esos molinos deshechos en el medio de un paisaje desolador, sin nombres ni indicaciones, perdido en el tiempo, anacrónico, acechado por una sequía que parece llevar años golpeando esa tierra, hubieran sido derribados finalmente por la imaginación novelesca.
La referencia cervantina no es casual aunque es asimétrica hacia donde viaja la novela de Carrasco. Ya que, si bien el paisaje descrito parece partir de una influencia norteamericana (Faulkner, Steinbeck, McCarthy), sobre todo, de esa idea mesiánica y bíblica que con el lenguaje se puede fundar y trazar zonas literarias. Es decir, abarcar y territorializar. El paisaje de Intemperie, en cambio, se construye, destruye y reconstruye desde una imaginación puramente literaria. El paisaje en Intemperie parece nacer de un ensueño, donde no importa la búsqueda del oasis sino tratar de escapar del mismo. El propio personaje principal en su huida define la novela: “dar la vuelta al mundo y acabar en el propio pueblo”. El paisaje entonces es quien articula los movimientos de los personajes, les presta el tono y la profundidad; articula la trama como si fuera un personaje más. Un paisaje que, en su indefinición, parece abarcar toda la Historia de España con apenas describir el brillo del sol cuando quema los labios de su protagonista; desde la Guerra Civil hasta las historias de caballerías. Pero, a pesar de ser una novela profundamente española, Carrasco definió su novela como un western al estilo norteamericano pero ibérico.
El lenguaje que Carrasco utiliza entonces para darle dimensión y densidad a su novela es barroco, rebuscado, anacrónico; su español busca trazar líneas y tensar puentes arqueológicos de apropiación con una lengua moribunda, como si las palabras fueran ruinas perdidas en diccionarios que le permiten a Carrasco crear el territorio que describe como una especie de decorado perfecto, procedimiento parecido al que, océano de por medio, emplea Antonio Di Benedetto en Zama o Sara Gallardo en Eisejuaz.
Con esa lengua ecléctica, Intemperie narra la historia de un chico que huye de su pueblo perseguido por un alguacil, pura encarnación del mal. Las motivaciones, tanto de la huida como de la persecución, no son claras, aspecto que parece ser una búsqueda deliberada del autor y refuerza la idea de un motivo puramente literario para contar una historia, y a pesar, incluso, de que Carrasco decidió incluir flashbacks en donde se cuenta un poco la vida del chico en el pueblo, es decir, la relación con su padre y su madre. En esa huida, el chico se encuentra con un viejo, un cabrero dueño de unas cabras raquíticas y sedientas a las que les exprime lo poco que guardan de leche. El chico se queda con él como un acuerdo tácito, a pesar de que la desconfianza por la traición permanece latente.
Surge, obviamente, una relación entre ambos marcada por una humanidad en apariencia tan perdida como los árboles secos que coronan un paisaje devastado. Y en esa relación, surge otra noción literaria: la picaresca, quizás el género español por quintaesencia, donde se invierten los valores morales de las novelas de caballería y se los confronta con la realidad cruda del Siglo de Oro español. La picaresca que crea Carrasco es, no obstante, una picaresca imaginaria donde la relación torcida entre este viejo solitario y el chico prófugo le proporciona a su aprendizaje un trasfondo ético. El chico, carente de planes, perseguido, encuentra refugio en los consejos secos y duros de un viejo sin pasado, quien se yergue automáticamente como un blanco del alguacil. Ambos emprenden una huida por los límites del pueblo acechados por la falta y búsqueda de agua y por los escasos métodos de supervivencia. La exuberante descripción del paisaje seco y amarillento revela otro tipo de intemperie: pequeños gestos y palabras que, al ser dichas en los momentos oportunos, desnudan y ponen al descubierto lo que se esconde detrás de la costra formada por la violencia y la hostilidad circundante. Y les permite a los personajes una salvación momentánea atascada en una inhóspita tierra de desesperanza.
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