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Domingo, 31 de marzo de 2013

El poeta del último reino

Mario Morales fue un poeta de poetas. No sólo por lo esporádico de sus publicaciones, sino por su activa participación en tertulias y fundación de revistas de poesía. Su muerte prematura, sin embargo, terminó por trazar un círculo sobre su obra que, en definitiva, no resultaría tan breve como podía suponerse. La distancia infinita es una antología que recorre toda su carrera, incluyendo un libro inédito y textos dispersos.

 Por Juan Pablo Bertazza

Sin ánimo de herir susceptibilidades, no hay dudas de que el poeta está más vinculado a la acción que el narrador. Como si su propia vida –y hasta su nombre– estuvieran mucho más imbricados a su obra. De hecho, la palabra poesía deriva de poiesis, término griego que significa “creación” o “producción”, y que hoy por hoy podría llegar a entenderse (o actualizarse) en términos de “quehacer”. En uno de sus poemas, Mario Morales expresa de manera formidable esa capacidad creadora de la poesía: “Todo esto es una orden y un lamento: has de partir./ Has de partir hacia lo que no existe./ Para que exista”.

Nacido en Pehuajó en 1936, profesor de filosofía, erudito, culto pero también sumamente vital, Mario Morales es de aquellos poetas que escriben desde la acción, una acción que es, por antonomasia, colectiva: fue un asiduo protagonista de las tertulias de poetas protagonizadas por Roberto Juarroz, con quien dirigió la mítica revista poesía= poesía. Una sinergia característica que mantendría a lo largo de toda su trayectoria acompañando –acompasando– el surgimiento poético de nombres tan importantes como Víctor Redondo, Horacio Zabaljáuregui y Daniel Chirom, entre muchos otros. Es lo que sucede, sobre todo, a partir de la década del 70, en una clara actitud combativa contra aquellos nefastos años de la última dictadura militar. Un centro de resistencia que tuvo como principales estandartes los grupos de poesía Nosferatu, El sonido y la furia y El último reino –prolíficas agrupaciones de poetas que desembocarían en talleres de lectura y traducción, debates, revistas y la editorial comandada aún hoy por Víctor Redondo–, de las que él fue mentor y referente ineludible.

Precisamente, Víctor Redondo recordó en una entrevista una de esas míticas reuniones poéticas: “Nuestras reuniones eran los viernes, desde las 9 de la noche hasta las 7 de la mañana del sábado. Las jornadas consistían en leer todo el tiempo; todo el tiempo con libros; la mesa llena de libros y cada uno buscando y leyendo, leyendo. Todo bajo la conducción de Mario Morales, que nos unía en algo así como un taller literario que se llamaba El sonido y la furia. Después nos juntamos con otro grupo de Mario, que se llamaba Nosferatu y de allí salió Ultimo Reino. Estuvimos toda una noche discutiendo el nombre de la revista. Cada uno tenía una idea distinta, era imposible ponernos de acuerdo y dijimos: ‘Bueno, basta, no se discute más. La seguimos otro día’. Y Jorge Zunino, que era el otro baluarte del grupo, dice: ‘Bueno, les voy a leer un poema y terminemos de discutir. El poema se llamaba «Ultimo reino», de Jorge Eduardo... ‘...Y nos miramos todos y dijimos: ‘¡Es ese el nombre!’”.

La distancia infinita. Mario Morales Fondo de Cultura Económica 260 páginas

No es casual. La importancia de Mario Morales, acaso como sucede con casi todos los poetas fuera de serie, proviene quizá más de la inspiración y la enseñanza que generó su arte en otros poetas destacados que de la dispersa difusión de sus libros, que contaban con tiradas bastante breves, de pocas páginas y con formatos precarios y poco comerciales. Al respecto resulta esclarecedor el dato de que en 1973, cuando Morales finalmente recibió el Premio del Fondo Nacional de las Artes por Plegarias, tuvo que acelerar los trámites para poder publicarlo, un año después, en Sudamericana, antes de que el dinero del premio se esfumara con la inflación. O el hecho de que su libro inédito, La canción de la calle Grimau, se mantiene gracias a una versión mecanografiada que hizo Víctor Redondo para una edición proyectada por Morales poco antes de su muerte.

Ese valor tan extraño de su obra (que parece brillar y resultar célebre gracias al testimonio de otros poetas) hace que adquiera suma importancia la aparición de esta muy completa antología compilada y prologada por María Julia de Ruschi.

El título remite a uno de los libros más acabados de Morales (cabe destacar que otra de sus características es la regularidad y nivel parejo de la mayoría de sus entregas) que, a su vez, proviene de una frase de Maurice Blanchot: “La distancia infinita, esa separación fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte en relación”.

Y ése parece ser el núcleo central de su poética: la indagación de esa distancia inabarcable, inconmensurable pero a su vez susceptible de transitar y ser atravesada entre la palabra y la realidad, entre la cruz y la Tierra, entre el recuerdo y la memoria, entre el amor y la melancolía, entre el mapa y el territorio. En semejante exploración es que Morales logra suspender mágicamente es distancia inexpugnable a partir de verdaderos hallazgos en frases que son, al mismo tiempo, versos luminosos y contundentes (“La realidad es la distancia que separa al alma de sus fantasmas”; “Alas que luchan contra su propio ángel”; “Hay cosas cuyo nombre no es sonido ni silencio”; “No me cansaré de repetir/ que la muerte no es otra cosa/ que escribir palabra a palabra el silencio”) que, efectivamente, parecen crear algo que, un segundo antes, no existía.

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VICTOR REDONDO, JORGE ZUNINO Y MARIO MORALES, BARRANCA DE LOS LOBOS, 1982.
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