Domingo, 14 de abril de 2013 | Hoy
Una extraña profecía atraviesa el nuevo libro de Aurora Venturini, y tiene que ver con la reciente inundación que sufrió la ciudad de La Plata. Más allá de eso, Los rieles es uno de los mejores libros de la autora, un descenso al infierno autobiográfico y al trauma de un accidente que revela, ante todo, las fuerzas oscuras de la decadencia física. Un logro notable y una potencia del lenguaje que no cesa.
Por Mariana Enriquez
Hace diez días, cuando el brutal temporal y la inundación desesperaron a la ciudad de La Plata, Aurora Venturini estaba durmiendo en su casa, en su cama ortopédica (una cama eléctrica). Despertó con agua a su alrededor, con el terror de la electrocución. De alguna manera –reforzando esa idea de que Venturini es algo bruja– salió de la cama de hierro, se mojó, fue rescatada por un pariente que vino en su ayuda. Y, una vez pasado el primer sacudón emocional, decidió suspender la presentación de Los rieles, su nueva novela, otro ejercicio en la interminable reescritura de su biografía y, también, otro relato de supervivencia.
Los rieles comienza con las consecuencias del accidente que Aurora Venturini sufrió en abril de 2011 –casi en la misma fecha que la lluvia terrible– cuando se cayó en su casa, se fracturó varios huesos y estuvo internada meses, aprendiendo a caminar, volviendo lentamente a comer, a hablar. Un accidente que ocurrió, como ella escribe, “ya en el límite de todas la edades”. El principio de la novela es un estado de somnolencia: allí aparecen los rieles del título, la autora recuerda o sueña con esas vías cerca del río, quizá camino al quirófano o durante la intervención. Y, de pronto, el presagio espeluznante, ahí en la primera página: “El húmedo paisaje fluvial inunda los rieles y moja hasta mi espalda. El hecho no molesta. Permanezco”. Hasta el tono es de profecía, autocumplida en este caso: el agua llegó a los rieles y ella resistió y permanece.
Claro que esto sólo sumará un asombro más a la asombrosa biografía de Aurora Venturini. Pero luego de la videncia, Los rieles se transforma en un peculiarísimo relato autobiográfico, que va desde sus recuerdos de juventud hasta la descripción detallada de la decadencia física en el hospital, pasando por el recuerdo amargo de un primer amor frustrado y varios encuentros con el Diablo y visitas a realidades paralelas. La voz que narra vive aferrada al lenguaje y a la rabia. “Antes fui valiente y brillante. Hoy me asusta cualquier rumor del viento en los huecos de una pared, y la voz humana tonante enardece fogatas de pánico.”
Si en Las primas Venturini había escrito su biografía de niña pobre y monstruosa salvada por el arte, y en Nosotros, los Caserta era la niña brillante que buscaba el origen de su rareza en la genealogía –su decadente familia aristocrática italiana–, en Los rieles es la anciana escritora ante la muerte, una mujer desvalida y durísima al mismo tiempo, quizá más parecida a la propia Aurora pero, claro, eso no tiene importancia. Esta vida es otra ficción, como las de todas las mujeres aterradoras y excesivas de su libro de cuentos El marido de mi madrastra; en esa obsesión por la biografía exagerada, Aurora Venturini se parece mucho a la Silvina Ocampo de Y así sucesivamente, Cornelia frente al espejo y la novela La promesa, todos textos casi concebidos íntegramente en la vejez (salvo la novela, escrita durante 25 años, completada a fines de los años ‘80). Pero Ocampo mantiene, incluso en sus textos más brutales, el gusto por el juego, un espíritu lúdico, incluso la crueldad inocente del cuento de hadas; Los rieles no cuenta con ese alivio.
Lo primero que le sucede a la narradora en el hospital es caer al infierno, tal como cuenta en el capítulo “Variaciones sobre Monseñor Le Diable”: “Yo transpiraba en la parrilla. Un ser raro me fustigó a latigazos... Colosal ardía el caldeado entorno. Escondidas gargantas gangoseaban”. Es horrible la muerte, la muerte es el infierno, dice Venturini, que es rescatada de las garras del maligno por un sacerdote, posiblemente un alter ego de su amigo real, el exorcista platense padre Carlos Alberto Mancuso, que la ayudó, hace años, a... ¡dejar de fumar!
Infierno en el infierno e infierno en la tierra: su ayudante personal (la llama Inés Orete), mientras ella está internada, le roba el dinero que venía ahorrando –no lo tenía en el banco: lo guardaba en su casa– y luego huye (“imagino sus muecas mientras hurtaba y depredaba, en su imaginación, a una mujer difunta”); la rehabilitación es penosa y humillante (“olor a orina en todo su esplendor masivo”; “si me faltaba un trago de amargura, ahí bebí riachos”); la sobreviviente tiene miedo de dormir, porque su ayudante, cree, ha intentado asesinarla con barbitúricos y fue en ese estupor químico que visitó los infiernos.
Y en su repaso de la vida se mezcla lo cotidiano con lo esotérico. Su amigo Helvio Botana (hijo de Natalio) le lee las manos y le anuncia el premio de Página/12, no sin antes alejarse de ella “como uno se aleja de algo o alguien espantoso”. En una casa de City Bell asiste a una lluvia lunar durante la dictadura, mientras escucha a los jóvenes correr perseguidos por las calles; también visita la casa de una amiga, es recibida por su madre y, horas después, descubre que golpeó las puertas de las tierras oscuras, porque amiga y madre estás muertas.
La infancia también hace una aparición: Aurora es la niña terrible, sin afecto, fea, a la que llaman “harina de otro costal”. A sus padres los llama “los dueños”; de su madre expone desprecios en público y un rencor definitivo: no asistí a su velatorio, dice. “¡Qué carente fui! ¡Qué malquerida!”. Biografías exaltadas, pasajes obscenos, Italia, La Plata, Kafka, Dante, Rimbaud, Lautréamont, los cadáveres petrificados de la Iglesia de San Severo, Goya, Rilke, Borges, Verlaine, Kafka: son los nombres y los territorios de Los rieles, una novela que puede ser atroz y hermosa al mismo tiempo, que contiene un capítulo de enorme belleza como “Cuando el baldío se platinó” o secuencias abyectas como “La bandeja de oro de Nápoles”; que elige esa gramática rota que había sorprendido en Las primas o una limpieza de sentido casi transparente: “Ayer nomás fui valiente y brillante como un diamante engarzado en la espada de un caballero medieval. No es aceptable esta decrepitud. Maldita sea”.
Los rieles es una novela decadentista sobre la decadencia, con una narradora que se erige en vieja maldita, endurecida tras el rechazo y el fracaso del amor. Y es, también, uno de los mejores textos conocidos de Aurora Venturini, una novela que va de lo ridículo a lo sublime, de lo abyecto a lo espléndido, una escritura despiadada de una escritora que le habla directamente al lector, que se sostiene, desde sus huesos rotos y su andador, con el poder del lenguaje.
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