Domingo, 28 de abril de 2013 | Hoy
No iba a haber más novelas de Elmer Mendoza protagonizadas por el detective Zurdo Mendieta, pero algunos argumentos contundentes de Pérez-Reverte y Xavier Velasco, colegas y amigos, lo convencieron de seguir adelante. Por eso Nombre de perro suma una intrincada pieza a la saga donde lo que finalmente queda en pie siempre es el ansia de descifrar ese enorme enigma vital llamado México.
Por Martín Pérez
Un agente secreto en su última misión por un cáncer terminal. Un policía que descubre que es padre de un chico de 18 años que resulta ser su viva imagen. Un sicario enloquecido por un dolor de muelas que anda asesinando dentistas. Tres son las tramas que se superponen en Nombre de perro, la nueva entrega de la saga del Zurdo Mendieta, el particular detective de policía que el escritor mexicano –de Sinaloa, bien al norte del DF– Elmer Mendoza ha sabido construir a golpes de un sabroso e intrigante lenguaje callejero y veloz. Y las tres tramas confluirán en ese mar al que llevan todos los ríos del México contemporáneo, que es la salvaje guerra contra el narco. Pero Mendoza sabe distinguir entre el negocio y la sangre, y para eso utiliza personajes como Samantha Valdés, jefa del Cartel del Pacífico y habitué en las dos anteriores novelas protagonizadas por Mendieta, Balas de plata (2008) y La prueba del ácido (2010). Y también al bestial Tenia Solium, el asesino de dentistas, que también carga con un hijo –como Mendieta– que quiere ser como él.
Sin perder el humor, ni la calle, Mendoza logra nuevamente con Nombre de perro el milagro de construir un policial negro que termina siendo acorde –a grandes rasgos– con los convencionalismos. Aun cuando suceda en medio de un país lleno de sangre, donde lo que sobran son los cadáveres, y nadie parece preocuparse mucho por de dónde es que vienen.
Cuenta Mendoza que, en realidad, pensó en abandonar el personaje del Zurdo luego de las dos primeras novelas. Ese había sido su plan inicial, confesó: hacer apenas dos libros con ese personaje. Uno de los protagonistas de la generación de escritores del norte –junto con Daniel Sada, entre otros–, que sin bajar al DF comenzaron a tener identidad propia en México durante el cambio de siglo, contemporáneos al movimiento Crack pero de alguna manera enfrentados a ellos, Mendoza llegó tarde a la escritura. Recién a los 28 años, después de estudiar para ingeniero electrónico, es que lo abandonó todo por la literatura. “Envidio a los que cuentan que empezaron a escribir de pequeños”, ha confesado Mendoza, que desde entonces no ha perdido el tiempo: es considerado el pionero de la narcoliteratura mexicana, Arturo Pérez-Reverte lo convirtió en un personaje de su novela La reina del sur (2002), y forma parte de la Academia Mexicana de la Lengua desde el 2011. Pero él se confiesa más orgulloso de haber escrito la primera novela de espionaje mexicana (Efecto tequila, 2004), un homenaje a Juan Rulfo (Cóbraselo caro, 2005, ninguna de las dos con edición local) y asegura que alguna vez publicará una novela histórica, un libro de viajes e incluso una de ciencia ficción, su particular obsesión.
Ante semejante tierra literaria ancha y ajena, es entendible que el creador del Zurdo Mendieta haya querido evitar el corralito del personaje fijo. Fueron sus amigos y colegas Pérez-Reverte y Xavier Velasco los que –-como contó más de una vez al presentar Nombre de perro en la última Feria de Guadalajara– lo convencieron de seguir con la saga. “Me dijeron: Estás loco, apenas estás encontrando un personaje y no lo puedes eliminar, escribe al menos otra. Y como ya tenía una idea de por dónde continuar, emprendí el proyecto.” Para Mendoza había dos caminos: uno era endurecer aún más al personaje del Zurdo, hacerlo mucho más dark. Y el otro era suavizarlo, buscarle el lado más sensible y humano. “Elegí el segundo camino, con el recurso de la aparición de su hijo Jason –explicó–. La paternidad, como quiera que sea, hace a todos los seres humanos reconsiderar algunos asuntos de la vida. Pero que me costó, me costó.” No sólo Jason se aparece en el camino del Zurdo, sino también su madre, una despampanante Susana Luján, que completa el cuadro familiar, y convierte por momentos la cotidianidad del policía en una comedia costumbrista –algo disfuncional, por cierto–, con ciertos entremedios subidos de tono sensual.
Como sucede desde la primera novela del personaje, Balas de plata, la clave del trabajo de Elmer Mendoza está en el lenguaje. Si sus libros, a pesar de estar llenos de diálogos, protagónicos y coprotagónicos con vida propia, e incluso varias historias interconectadas, son breves (a diferencia de la mayoría de los policiales actuales), es porque su escritura es veloz y dinámica, sin pausas. Intercalando el habla popular y dejando de lado algunos signos de puntuación –como los guiones de los diálogos– para dinamizar aún más la trama, por momentos su lectura es vertiginosa, difícil, incluso desalentadora. Pero cuando se comprende el mecanismo y se acepta el juego, termina resultando adictiva. Sólo así es posible que, en apenas doscientas páginas, entre todo lo que pretende contar Mendoza, que además tiene la habilidad para –además de todas esas historias entrecruzadas– construir un típico misterio de cuarto cerrado, y lograr que un solo asesinato, en medio de una tierra plagada de ellos, resulte no sólo interesante, sino que tenga sentido su investigación e incluso resulte al mismo tiempo acorde con la referencia de sus ídolos inequívocos, Raymond Chandler y Dashiell Hammett.
Ningún asesinato sucede en las novelas de Elmer Mendoza sólo para “proporcionar un cadáver” (Chandler dixit). Elmer es pura raza, pura calle, puro lenguaje. Y sus historias son un admirable fresco de la incoherencia –y al mismo tiempo la lógica interior– que hace funcionar a ese misterio tan vital conocido como México.
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