Domingo, 5 de mayo de 2013 | Hoy
No hay nada que hacerle: mucho policial nórdico de helados paisajes, pero la costa oeste de los Estados Unidos sigue siendo un imbatible escenario para poner en marcha la maquinaria de acción, corrupción del poder y rubias platino que arrancó en los años ’50. Indudablemente, Don Winslow es uno de los mejores exponentes de la novela negra actual.
Por Fernando Krapp
No hay caso: los norteamericanos siguen siendo los grandes renovadores de la novela negra. Si uno quiere saber en qué anda el género, no tiene que leer mucho a los nórdicos, ni a los islandeses, ni a nada ni nadie que tenga que ver con el frío, porque no tiene tanto que ver con las condiciones meteorológicas: o sí, tiene que volver, mal que le pese, al calor de las playas, a los policías grasosos comiendo comida chatarra, es decir, a los americanos del norte, y tiene que leer ahora, por supuesto, a Don Winslow.
Y Winslow ya se ganó tantas licencias para narrar (y sobre todo respeto gracias a su megalómana y genial “narconovela” El poder del perro) que en Los Reyes de lo Cool se permite ir hacia atrás y generar una precuela de su novela Salvajes (que fuera llevada al cine con un éxito relativo por Oliver Stone). Si bien se puede leer con cierta autonomía, lo cierto es que la trama de esta precuela encaja a la perfección con la historia de personajes ya bien delineados; esos surfistas inconformistas, que buscan con cierta holgura otro modo de ganarse y por ende, de entender la vida. Así volvemos al famoso trío de Chon (marine profesional ansioso por desembarcar por la zona del Golfo), Ben (un tipo tranquilo y pacifista, cuando las cosas no se le ponen complicadas) y O (Ofelia, el tres en cuestión, pero que no se hace mucho problema). Y el trío funciona tanto aquí como en su anterior versión.
Los Reyes de lo Cool narra entonces ese momento en el que los tres amigos se separan (guerra de Irak mediante) y pierden la zona conquistada de compraventa de marihuana a manos de unos pandilleros mexicanos.
En esta suerte de precuela, Winslow tiende un puente hacia finales de la década del ’70, ya que O va en busca de su padre. Al hacerlo, se narra el idealismo de una juventud que creyó en la paz del mundo y terminó vendiendo cocaína en la década siguiente para lograr vivir en mansiones de lujo. Winslow traza toda una genealogía del narcotráfico específicamente en la zona de la frontera.
Lo que resulta increíble es verificar una vez más que la novela negra, cuando busca renovarse, parece siempre tener que volver al mismo lugar geográfico: la frontera, la costa oeste, el punto en donde todo parece desbarrancarse y los ideales americanos se hunden en la profundidad de sus propias entrañas. Cambian los tiempos, pasan las décadas, las rubias y los hombres duros pasan por el gimnasio y los quirófanos, pero siempre se vuelve a ese escenario fundacional.
Resultaría bastante tedioso contar la trama, porque la trama se va narrando a sí misma sobre la marcha; lo que es llamativo (para quienes no acostumbran frecuentar la prosa de Winslow) es el desparpajo y la velocidad que tiene en esta novela para narrar; esta vez lo consigue hacer poniéndose más allá de todas las convenciones de la novela negra. Con un narrador que cancherea con las comparaciones, rompe los párrafos cuando quiere, y hasta se permite licencias poéticas (y buenas) en el medio de una vertiginosa situación de tiros, alcohol y fugas.
Winslow se permite una cosa que no todos se pueden permitir en estos primeros tramos del siglo XXI: hacer pulp de una manera inteligente. Y tampoco pierde de vista su objetivo básico, que es el de entretener. Y lo hace con gracia, soltura, y hasta elegancia. Algo que por supuesto le seguimos agradeciendo en cada nueva lectura al viejo y querido Don.
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