Dom 12.05.2013
libros

El hombre que no amaba a los fanáticos

Quizás en pocos sitios como en Cuba la relación entre literatura y política sigue siendo tan intensamente marcada por los últimos treinta años de historia latinoamericana, por los avatares de la izquierda, el comunismo y hasta los cambios del siglo veintiuno en la región. Y Leonardo Padura, el autor de exitosos policiales que deleitan a sus lectores cubanos y también de la reciente novela sobre León Trotsky, El hombre que amaba a los perros, acepta contestar cada uno de los puntos más ásperos de ese núcleo central, dramático y aun utópico llamado Cuba. Por qué se quedó, por qué es crítico de ciertas políticas y apoya otras, en qué consiste ser un escritor cubano, son algunos de los interrogantes que responde en esta entrevista realizada en Buenos Aires durante su paso por la Feria del Libro.

› Por Martín Granovsky

El tipo es tranquilo pero algún “qué coño” se le escapa, sobre todo cuando habla de la libertad crítica, y en ese momento la mirada se le hace más enérgica. A Leonardo Padura (La Habana, 1955) los cubanos se le acercan para preguntarle por Mario Conde, su personaje de policial negro, como si fuera alguien de carne y hueso. Otros, dentro y fuera de Cuba, siguen intrigados por El hombre que amaba a los perros, publicada por Tusquets en 2009. El hilo es la persecución de León Trotsky hasta su asesinato en México, pero la novela excede largamente el magnicidio cometido por José Stalin.

Uno de los grandes temas de la novela es el fanatismo. El de José Stalin, que manda asesinar a León Trotsky. El de Kotov, encargado por la KGB de concebir el plan y ejecutarlo. Y el de Ramón Mercader, que lo asesina. ¿Qué es un fanático?

–La exacerbación de una idea, de un sentimiento o de una preferencia. El fanatismo deportivo es el primero que viene a la mente. Es el más masivo, pero puede ser el menos problemático. En cambio el fanatismo político sí puede ser muy dañino. Creo que las personas tienen el derecho de tener una creencia política siempre y cuando esa idea política no sea agresiva, perjudicial. Tampoco lesiva de la dignidad, de la libertad o de la integridad de otra persona. Tú puedes ser de izquierda o de derecha, o más comunista o menos comunista, pero no tienes derecho a imponerte a los demás y desde tu fanatismo, desde tu creencia absoluta, concebir que los demás deben pensar igual que tú.

¿La izquierda tiene una forma propia de fanatismo?

–Hay una forma de fanatismo socialista o comunista que es muy complicada: la idea de que por tu bien tienes que ser obediente y tienes que aceptar la opinión de la mayoría. Eso va contra la libertad de opción. En la novela, Trotsky también es otro fanático.

¿Por qué?

–Hasta el final de su vida tuvo una sola convicción y no la cambió. Incluso fue capaz de sacrificar a su familia. Estaba tan convencido de que el socialismo era la solución para los problemas de la humanidad, que ni siquiera cuando pudo comprobar que la práctica socialista a la manera de Stalin, que fue la única que se puso en práctica, podía llevar a los desastres y los crímenes que llevó, cambió de idea. Era antistalinista, pero nunca dejó de ser un comunista convencido y lo escribió y lo expresó.

Me pongo en abogado del diablo y digo: “Stalin fue la deformación monstruosa de una esencia noble”. Y puedo decirlo del propio Lenin.

También se puede decir, y tenés razón al decirlo. Lo que pasa es que toda la razón y todas las verdades pueden ser relativas, discutidas. Y la posición de abogado del diablo te da la ventaja de poder encontrar el ángulo desde el cual una verdad puede parecer absoluta o una afirmación puede ser rebatida. Pero sí, creo que en esencia, Trotsky fue también un fanático y que Stalin no fue solo una idea sino una práctica.

–Uno sabe el final de El hombre que amaba a los perros. Trotsky será asesinado. Pero incluso sabiéndolo, el efecto es desesperante para el lector: es la novela de una víctima perpetua.

¿Y cómo serían los fanatismos de Stalin, de Kotov y de Mercader?

–El de Stalin, enfermizo. Era un hombre enfermo de poder que se creía predestinado. El de Kotov es un fanatismo cínico: sabía lo que estaba haciendo, por qué lo estaba haciendo. Obedecía, pero siempre con una posición en la cual sabía que estaba transgrediendo determinados principios. Ramón ostenta un fanatismo obediente, casi perruno, y que los perros me perdonen. El de Ramón es un fanatismo simple, tanto que al final de la novela Iván duda de si sentir compasión por él o no. Se pregunta si este hombre no había sido tan víctima como el propio Trotsky, al que él había victimizado. Esa fue también mi duda.

¿Todavía lo es?

–Mira, no tengo una respuesta definitiva a pesar de haber convivido con este personaje cinco años, investigando y escribiendo. Creo que eso hace más interesante al personaje. Humanamente, la opción de Mercader no tiene perdón. Uno puede compadecerse de un pecador, de un asesino, pero también tiene que tener un análisis diferente cuando está frente a culpas, ¿no?

Hablabas recién de la investigación.

–La novela me obligó a un estudio muy profundo de fenómenos históricos que se revisaron a partir de los años ’90. Además, el hecho de que Ramón Mercader fuera un personaje histórico sin historia, me obligó a completar la imagen de Ramón leyendo por los alrededores para tener una idea de dónde estaba, de cómo podía comportarse, de qué cosa había ocurrido con ello... Y cerré el período de investigación en el momento en que Ramón asesina a Trotsky. El trotskismo es un fenómeno que en sus orígenes, incluso, no existía. Era una invención de Stalin, que lo necesitaba para convertir a Trotsky en el enemigo.

¿En qué medida el fanatismo de Stalin, que definías como enfermizo, era enfermedad o era sistema?

–Era las dos cosas. Stalin desde su convicción, su experiencia, su fanatismo y su creencia, y desde la situación histórica en que llega a tener la posibilidad de hacerse con el poder en la URSS, crea un sistema que no sólo tiene un fundamento filosófico en el marxismo o en los aportes del leninismo. Es prácticamente construido por el pensamiento y la obra de Stalin. Son claves todos los procesos que comienzan a ocurrir desde 1929, la colectivización, la propia persecución de Trotsky y de todos los viejos bolcheviques, estuvieran o no en su pensamiento más cercanos a Trotsky o a Stalin. También asesinó a los stalinistas. Stalin no era para nada un pensador. Quería serlo: escribía libros, y filosofaba, y hacía teorías, estudiaba la lingüística. Buscaba ser como Lenin y Trotsky, quería ser culto. Pero la cultura se le negaba desde la fanatización y la criminalización a la que sometió a la sociedad soviética.

O sea que Stalin no sentía culpa ni esgrimía una actitud cínica.

–El cinismo supone una mirada un poco distante de las cosas. Kotov la tenía. Y al mismo tiempo era una de esas criaturas que asumen la función de verdugos sociales con una tranquilidad y una ligereza tremendas. Hubo muchos como él. Orlov, por ejemplo. Es interesante que Kotov entra en la proto KGB de los primeros tiempos porque le daban una cuota adicional de cigarrillos y un par de botas y porque además le concedían licencia para matar. Luego va a trabajar al extranjero y se cultiva. Es un hombre de gran inteligencia. El plan para asesinar a Trotsky fue uno de los más elaborados y más rebuscados que se puedan imaginar. Cuando a la muerte de Stalin lo encarcelan, vive doce años en una especie de gulag para agentes de la KGB. Nunca perdió el cinismo y tampoco perdió algo que tal vez sea lo único que lo humaniza: su deseo de seguir viviendo. Hay un elemento histórico real y es que en un campo de concentración fue operado a sangre fría, sin anestesia, de cáncer de colon. Y sobrevivió.

Queda claro que El hombre que amaba a los perros no es una libro de historia. ¿Cómo te juega eso a vos? ¿Qué chirrido te produce la tensión entre la Historia y la historia que contás? Hablando de Tinissima, su libro sobre Tina Modotti, Elena Poniatowska me dijo en una entrevista que ella primero investigaba mucho porque era un hábito periodístico del que no podía desprenderse.

–A mí la investigación es una disciplina que me atrae muchísimo y cada vez más disfruto tanto de la investigación como de la escritura. En la escritura, si quieres, tengo absoluta libertad. En la investigación tienes la libertad de escoger lo que otros te proponen. En la investigación los descubrimientos tienen un atractivo muy grande y uno va cambiando los preconceptos gracias a las evidencias. En esta historia específica, igual que en el caso de la historia de Tina, ocurre algo que complica la relación del investigador con los hechos. Mientras leía autores y testigos, yo tenía la convicción de que podían estar mintiendo. El asesinato de Trotsky y sus alrededores están llenos de mentiras. Tantas que se escribió una historia, que luego se ha reescrito, y se seguirá reescribiendo, y se podrá volver a reescribir en la medida en que aparezcan documentos y evidencias, y análisis, que permitan tener otra perspectiva. Por eso en este caso uno siempre tenía que sospechar de la fuente, y eso hacía todo más atractivo.

Al momento de escribir, ¿cómo hacés para despegarte de la investigación?

–Es difícil. Debes despegarte de la investigación y empezar a tener una mirada desde fuera para hacer tu ejercicio como novelista. De todas maneras, hay un proceso en mi escritura que me lleva a hacerlo, y es que la primera versión que yo escribo de mi novela está muy apegada a la investigación. Pero a partir de ahí, yo prescindo de la investigación. Ya sé que tengo fechas que coinciden históricamente, lugares en los que están los personajes que coinciden con la realidad, y tengo armada una trama que históricamente se sustenta. Pero a partir de ahí empiezo a reescribir el libro, a hacer versiones de la novela, y al final llega el punto en que estoy tan lejos que incluso me cuesta saber si lo que estoy diciendo es una verdad históricamente comprobada o si es una verdad novelesca.

En ese punto terminaste.

–No, las novelas nunca se terminan. Se abandonan. Llega un punto en que estás tan harto de esa historia, que te dices “hasta aquí llegué”.

Volviendo al gran tema del fanatismo, ¿en qué fanatismo pensaste antes de escribir?

–He pensado mucho en los fanatismos religiosos. ¿Cómo una persona por una creencia religiosa puede llegar a hacer lo mismo que hace Ramón Mercader? Hay gente que por creer en Dios o por creer en el mundo mejor es capaz de asesinar a otros. Inevitablemente el fanatismo nos conduce al fundamentalismo. Un fundamentalista es alguien que cree que es dueño de la verdad, y por esa verdad es capaz de hacer cualquier cosa, incluso las que la mayoría de las personas consideramos éticamente reprobables.

Matar.

–Entre otras cosas.

¿Y morir?

–La cultura de la muerte es mucho más complicada y es también parte del fanatismo. En el caso específico cubano, por ejemplo, en el himno nacional se le canta a la muerte. Morir por la patria es vivir.

Pero allí hay una concepción romántica.

–Claro, es la época. Tal vez la decisión del individuo, de la inmolación, puede tener un elemento, como tú dices, perfectamente romántico, en el sentido histórico, pero en el sentido contemporáneo también, que lo hace menos agresivo. No es lo mismo tú decidiendo por tu vida que si tú decides por las vidas de los otros.

Al hablar del comportamiento perruno de Mercader les pediste perdón a los perros. ¿Cómo son tus perros? Los reales, digo.

–He tenido tantos perros en mi vida... Unos me han durado muchos años, otros han durado menos. Unos han llegado pequeños, otros han llegado adultos. Unos los hemos recogido de las calles, otros han decidido que la casa donde quieren vivir es mi casa. Casi ninguno de alguna raza legítima. Todos perros bastardos. Mientras escribía esta novela tenía dos. Una perra que murió hace cinco meses, Natalia. Y no por Natalia Sedova, la mujer de Trotsky. Era una señora gorda que dormía todo el tiempo en el sofá, muy apaciblemente. Y, desde antes de Natalia, tenemos un perro que tiene dieciséis años ahora, que se llama “Chorizo” y que ha sido como un niño en mi casa, y ahora es un niño que se nos ha vuelto un anciano, y es un anciano en todo, pero hemos tratado de darles la mejor vida posible a nuestros perros.

Cuba es el escenario fijo sobre el que pivotea la novela. ¿Cómo es tu Cuba real?

–Soy esencialmente crítico con respecto a la realidad cubana. Esto significa que tengo una responsabilidad porque puedo usar la palabra, y que la palabra mía sea leída. Tengo que cumplir con esa responsabilidad civil, intelectual y ciudadana. Supuestamente, si Cuba es un país socialista, el derecho a la palabra es fundamental. En el caso cubano todos, queriéndolo o no, hemos tenido que participar en los avatares de la vida cubana. Yo, con 16 años, estaba en un campo de caña, cortando caña para el gran salto económico del país. Cumplí mis 30 años en Angola, en la guerra, como corresponsal civil. Al lado de mi cama tenía un AK-47 con cuatro cargadores por si en algún momento pasaba cualquier cosa. En los cinco años del período especial, hasta 1995, en que dejé de trabajar en la revista y ya me quedé trabajando en la casa, iba y venía del trabajo en bicicleta, con lluvia, sol, calor o frío, 20 kilómetros a la ida y 20 a la vuelta. Todos esos sacrificios hicimos durante todos esos años, y decidimos permanecer en Cuba. Si los sacrificios no me dan derecho a hablar sobre Cuba, ¿qué coño me puede dar derecho a hablar sobre mi país? Por lo tanto, creo que uno puede hacer esa crítica e incluso uno puede ser muy duro en esa crítica. Los gobiernos no son infalibles, sean socialistas, comunistas, se llame Fidel Castro, Raúl Castro, o como se llame, y uno tiene que tener derecho a esa opinión, y yo la practico.

Acabás de contar esto: “Decidimos permanecer”.

–Sí, porque fue una decisión pensada. A principios de los años noventa, la situación en Cuba estaba en unas condiciones que lo más lógico era tú desaparecer del país. No sabíamos si al día siguiente íbamos a comer algo, si íbamos a tener electricidad, qué iba a pasar con la vida y con todo lo que constituye la existencia de las personas. Y yo, racionalmente, decidí permanecer en Cuba. Estuve en Estados Unidos, en Francia, en España, en Italia. Dije: “No, yo me quedo aquí porque soy un escritor cubano y quiero escribir sobre Cuba, y quiero hacer mi carrera aquí a pesar de estas dificultades”. A partir de un cierto momento, he tenido unas posibilidades económicas muy superiores al resto de la sociedad cubana, pero fue resultado de mi trabajo. No fue algo que me haya caído del cielo. A mi hermano de Miami le tengo que mandar dinero, no es mi hermano quien me manda a mí. Y todo eso hace que a pesar de que mi situación económica cambie, mi posición civil sigue siendo la misma y mi posición política también. No milito ni milité nunca en un partido. No soy militante de ningún partido, ni oficial ni de la disidencia, porque, sobre todo, he luchado por mi independencia, y desde esa independencia quiero expresar mi crítica con respecto a la realidad cubana e incluso al gobierno cubano.

¿Por qué la realidad cubana tiene aspectos a tu juicio tan críticos y realidades como la formación de médicos muy competentes? No solo Bolivia y Venezuela apelan a los médicos cubanos. Brasil acaba de firmar un acuerdo para recibir a seis mil médicos en planes de ayuda.

–Sin duda Cuba es un país muy peculiar, desde sus orígenes. Y la revolución potenció esa peculiaridad cubana. Es cierto que en Cuba existen planes sociales que han permitido que la pobreza, aunque generalizada, no sea miseria. En Cuba no se muere nadie de hambre. Ha logrado que la medicina sea universal y gratuita. A veces te cuesta más trabajo conseguir una aspirina que una resonancia magnética. Esas contradicciones en Cuba son muy visibles. Y no se puede discutir que ha habido una gran cantidad de progresos sociales con respecto a la mujer, al negro, aunque el tema del negro sigue siendo un asunto que no se ha resuelto del todo en Cuba. No hay discriminación racial, pero el racismo es algo que está en la mente de las personas. Se superaron, afortunadamente, políticas restrictivas a los homosexuales, a los creyentes. Yo recuerdo que hace muchos años había un jugador de béisbol que es católico y cuando iba a batear hacía un movimiento raro. Era que se estaba persignando porque no podía hacerlo abiertamente. Ya no. Ahora los deportistas se persignan comúnmente. Todos andan con su collar en el cuello, o la pulsera. Y los homosexuales hacen su vida, de la manera que quieren.

Es decir que no hay sanción del Estado pero sí social.

–Con respecto a la homosexualidad, sí. En un país donde el pensamiento religioso es muy heterodoxo, pero cuya base es católica, y además en un país machista, son complicados los temas de homosexualidad o racismo. Pero todo eso debería acompañarse o tiene que acompañarse con una mayor libertad individual. Ahora, por suerte, se aprobó la ley que autoriza a los cubanos a viajar libremente. También uno puede venderle la casa a quien quiere. Pero todavía faltan espacios de expresión, de libertad. La palabra “disidencia” se ha cargado de un significado muy peyorativo. Uno de los vacíos fundamentales es el que produce la inexistencia de una prensa normal. No alcanza con ciertos blogs.

¿Existe alguna encuesta que indique tendencias de voto para Raúl Castro si las elecciones fueran como en otros países de América latina?

–No. Pero creo que el consenso en torno de Raúl Castro es hoy mayor que hace cinco o seis años. Eliminó restricciones y reconoció que quienes ejercen el poder no deben ser eternos. A una edad bastante avanzada descubrió, pero al menos lo descubrió, que solamente haya dos períodos de cinco años. Como está en el segundo mandato, Cuba está empezando a vivir un último período de un Castro en el gobierno. Así que tendremos un futuro un poco difuso, un poco difícil de poder dibujar frente a nosotros. El actual vicepresidente cubano, que se supone que sea el primer presidente post-Castro, Miguel Díaz-Canel, últimamente ha hecho tres o cuatro declaraciones muy esperanzadoras: ha hablado por ejemplo del tema de la prensa y de la necesidad de luchar contra el silencio. Porque en Cuba todo se cocina de manera misteriosa, a nivel de gobierno. No se hace política. Y yo no creo que hacer política sea sólo salir por los barrios regalando gorras y banderitas sino también convencer a las personas de un programa de gobierno con el cual se sientan identificadas. El hecho de que una persona como Joani Sánchez haya salido de Cuba, haya hecho su gira por el mundo y, espero yo, pueda regresar a Cuba normalmente, es un cambio social y político inimaginable. Y creo que eso es importante, porque significa la posibilidad de que cada cubano tenga su espacio. Hay algo que siempre está en el fondo de la cuestión del futuro de Cuba y es la relación con los Estados Unidos. Ese es un punto álgido que no se puede desestimar, porque es una relación traumática desde el siglo XIX. Y la política norteamericana ha sido, y es en estos momentos, muy torpe. Un gobierno norteamericano con un mínimo de inteligencia lo que debería hacer es levantar el embargo y decir: “Vamos a ver qué pasa”. Ese es un tema que está gravitando sobre la realidad de Cuba y que va a definir mucho cómo es el futuro cubano.

¿Cuál es tu relación con los lectores cubanos?

–Muy intensa. Debo haber sido el escritor que más veces ha ganado el premio de los lectores que se da en las bibliotecas públicas de Cuba por conteo. Con respecto a las novelas de Mario Conde, hay una identificación absoluta, tanto que Conde ha dejado de ser un personaje para convertirse en una persona. Me preguntan por Mario Conde como si fuera alguien que vive conmigo. ¿Se casó? ¿No se casó? ¿Sigue vendiendo libros viejos? ¿Y cuándo regresa Conde? Con El hombre que amaba a los perros pasó algo diferente: fue una relación más cerebral. Tengo en la casa varios mensajes que me llegaron por mail que me agradecían por haber escrito la novela. Me decían que gracias al libro habían tenido idea no solamente de lo que había pasado fuera de Cuba sino de lo que había pasado con sus propias vidas sin ellos saber. Ese sentimiento de gratitud es la mayor recompensa que uno puede recibir por parte de los lectores.

¿Los ayudaste a vivir?

–Los ayudé a entender.

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