En medio de una notable proliferación de sus textos en Argentina, Aisthesis se destaca como una de las obras más originales y al mismo tiempo simples en su propuesta, del filósofo Jacques Rancière. En base al análisis de quince escenas del arte, algunas notables, otras célebres, y otras más bien anónimas, recorre las principales preguntas acerca del origen, la esencia y la historia del arte.
› Por Mariano Dorr
Existe una paradoja en la noción misma de “historia del arte”. Por un lado, parece ofrecer la posibilidad de compendiar y relatar los acontecimientos “artísticos” del pasado; al mismo tiempo, tanto la historia como el arte (al menos tal como entendemos estos términos hoy) aparecen en Occidente recién a fines del siglo XVIII. Esta particularidad se pone de manifiesto en el nombre de la disciplina que se ocupa de reflexionar sobre lo propio del arte: la estética. Antes que referirse al arte, “estética” (aisthesis, en griego) designa el ámbito de la sensibilidad, lo sensible o los sentidos. Ahora bien, desde hace dos siglos, llamamos estética al modo conforme al cual “percibimos cosas muy diversas por sus técnicas de producción y sus destinaciones como pertenecientes en común al arte. No se trata de la recepción de las obras de arte. Se trata del tejido de experiencia sensible dentro del cual ellas se producen”, escribe Rancière en el Preludio. El régimen estético del arte es entonces el conjunto de condiciones materiales de aparición –de representación, exposición, circulación y reproducción– que “hacen posible que palabras, formas, movimientos y ritmos se sientan y se piensen como arte”. Lo que le interesa a Rancière es estudiar los modos de constitución y transformación de este régimen de percepción, sensación e interpretación del arte justo allí donde la obra parece oponerse a la idea del arte bello.
Las escenas que componen el libro dan cuenta de esta ruptura: Rancière no se ocupa en ellas del arte más representativo de cada época o movimiento sino de obras, de algún modo, laterales, configurando lo que llama una “contrahistoria de la modernidad artística”. Ni siquiera se ocupa estrictamente de las obras en particular; la operación de Rancière consiste más bien en leer atentamente lo que otros han escrito (no sin fascinación) sobre determinadas obras, dando lugar a estas “transformaciones” o puntos de inflexión en el régimen estético del arte. En este sentido, explica qué entiende por escena: “No es la ilustración de una idea. Es una pequeña máquina óptica que nos muestra el pensamiento ocupado en tejer los lazos que unen percepciones, afectos, nombres e ideas, y en constituir la comunidad sensible que esos lazos tejen y la comunidad intelectual que hace pensable el tejido”.
En la primera escena (“La belleza dividida”), Rancière lee un fragmento de la Historia del arte en la Antigüedad, de Johann J. Winckelmann, publicado en 1764, donde el historiador del arte escribe sobre el Torso de Hércules, una obra que sería la máxima expresión de “la época más alta del arte”. Sin embargo, dice Rancière, lo que muestra esta obra no es exactamente un Hércules vencedor, atleta y luchador, sino “un cuerpo sentado, carente de miembro alguno que sea apto para una acción de fuerza o de destreza”. Si algunos habían intentado “completar” la obra, Winckelmann parece convertir la falta en virtud. Es un héroe sin piernas, no puede ir a ningún lado; no tiene brazos con los que luchar. ¿Está pensando? Pero... tampoco tiene cabeza. Es apenas un torso inclinado, en reposo: “Ya no es más que puro pensamiento, pero los únicos indicios de esta concentración son la curva de una espalda que supone el peso de la reflexión, un vientre que se muestra inepto para cualquier función alimentaria y unos músculos que no se tensan para ninguna acción, y cuyos contornos se derraman unos en otros como las olas del mar”, escribe Rancière. Aquí se encuentra un quiebre con la idea de un arte entendido como automatismo calculado para la maximización de un efecto. Winckelmann abre el camino de la disociación entre forma, función y expresión (hacia la inexpresividad, la indiferencia o la inmovilidad en el plano estético).
En “Los pequeños dioses de la calle”, la escena comienza con un texto de las Lecciones de estética de Hegel, en donde dos pinturas de Murillo (dos niños pobres comiendo melón y uvas; una mujer despiojando a un niño) son comparadas por Hegel con un muchacho pintado por Rafael. Lo primero que llama la atención es cómo Hegel comenta su paseo por la galería de arte, el lugar en el que efectivamente conviven distintas obras, hechas en distintas circunstancias y por distintos artistas (una verdadera novedad, a comienzos del siglo XIX, cuando Hegel imparte sus lecciones). Lo que era casi inmovilidad en el Torso de Hércules, ahora en los niños de Murillo es despreocupación: “un total abandono”, pleno de salud y alegría de vivir. En el caso de la obra de Rafael (mal atribuida), Hegel dice que la cabeza del joven descansa ociosa “con tamaña felicidad de gozo despreocupado que uno no puede cansarse de contemplar esta imagen”. La felicidad de los niños pobres de Murillo y del muchacho “de Rafael” es para Hegel “casi similar a la de los dioses olímpicos”. No hacen nada, no dicen nada. Mirándolos, dice, “tenemos la idea de que de tales jóvenes podemos esperarlo todo”. Y esto –paradoja todavía vigente– dicho por el filósofo que enseñó que el arte era cosa del pasado. En esa esperanza de Hegel, Rancière encuentra el camino de un arte del futuro (de Hegel), nuestro arte contemporáneo.
En la tapa de Aisthesis aparece la imagen de una bailarina, se trata de Loïe Fuller, la norteamericana que actuó y patentó la “danza serpentina” a la que Rancière dedica una de sus escenas: “La danza de luz”. Aquí el texto leído es una nota de Stéphane Mallarmé publicada el 13 de mayo de 1893 en el National Observer a propósito del espectáculo de Fuller en el FoliesBergère. Mallarmé escribe que “la bailarina se embelesa, es cierto, en el baño terrible de las telas, flexible, radiante, fría, e ilustra tal o cual tema circunvolutorio al que tiende la pirueta de una trama desplegada a lo lejos, pétalo y mariposa gigantes, caracola o marejada, todo de orden nítido y elemental”. Según Mallarmé, lo que brota de los movimientos de Fuller es “el arte” soberano, el “armonioso delirio”. En los movimientos de la mujer oculta entre las telas que ella misma pone en acción, Mallarmé (y no fue el único) creyó encontrar el origen de una nueva idea del arte; Fuller es la artista que hace de su cuerpo el escenario y la materia misma para la invención de nuevas formas.
El libro contiene quince escenas, en cada una de ellas (sobre el cine de Dziga Vertov, el arte decorativo como arte social, Charles Chaplin visto por Víktor Sklovski o Rodin estudiado por Rainer Maria Rilke) Rancière despliega su arsenal de conceptos y motivos metodológicos para ofrecer una respuesta amplia y siempre abierta a la pregunta sobre lo que es y lo que hace el arte.
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