Dom 16.06.2013
libros

EL BIÓGRAFO DE LAS ESTRELLAS

François Dosse ha sabido cruzar, en numerosos libros, la historia y la pasión por el pensamiento filosófico. Pero lo ha hecho recuperando centralmente el rol del sujeto, algo que lo llevó a convertirse en el autor de importantes biografías como las de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Michel de Certau, la recién reeditada y aumentada Paul Ricoeur: los sentidos de una vida (Fondo de Cultura Económica), mientras que actualmente trabaja en la de Cornelius Castoriadis. Dosse, que vino de visita a la Argentina, habla en esta entrevista de cómo fue surgiendo su interés por las vidas de los filósofos, la importancia de Ricoeur en el pensamiento del siglo XX y el paradójico futuro de la historiografía.

› Por Fernando Bogado

Paul Ricoeur es, quizás, el filósofo del siglo XX. Estrictamente: atravesó las principales inquietudes de su tiempo y fue partícipe de los acontecimientos centrales del período. Nació en 1913 y murió ya entrado el nuevo siglo. Fue introductor de la fenomenología en Francia a partir de su traducción del fundamental Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, del filósofo alemán Edmund Husserl, labor que llevó adelante encerrado en un campo de concentración tras rendirse frente a las fuerzas nazis luego de haber sido movilizado en 1939 para defender a su país, Francia. Además, participó activamente de la discusión con las incipientes ciencias humanas basadas en el paradigma estructuralista, dándole espacio a la interacción sin caer en el descrédito inmediato de esa perspectiva ni en el insensible entusiasmo por la novedad. Defendió el Mayo del ’68 en el mismo momento en que los hechos se llevaban a cabo. Desplazado, viajó a Estados Unidos, estrictamente, a Chicago, donde tomó contacto con la filosofía anglosajona y operó como puente entre la mirada continental y la mirada analítica en torno del problema del hombre, el texto y la acción. Pero son los trabajos dedicados a la historiografía, al problema de la relación entre la memoria y el olvido, lo que constituye el principal interés que el historiador François Do-sse –de visita en Argentina– encuentra en la producción intelectual del propio Ricoeur, una figura lo suficientemente atractiva como para ampliar la primera edición de 1997 de Paul Ricoeur: los sentidos de una vida, ahora aparecida en castellano, sumando a la reedición los últimos trabajos del biografiado además de mencionar el terrible cierre que la muerte realiza de cualquier biografía, lleve el título que lleve.

Comenzaste abordando la escuela de los Annales y, al poco tiempo de publicarla, apareció el trabajo sobre el estructuralismo. ¿Cómo se fue manifestando tu interés por las biografías de los principales actores intelectuales de todo ese período?

–En un principio, como historiador tuve un apego por la escuela de los Annales, que siempre persiste o se mantiene en el ámbito de mis preocupaciones, porque mi especialidad es la historiografía, la historia de la escritura de la historia. Pero cuando hice la historia de la escuela de los Annales, era una historia crítica que el título del libro expresa bien, La historia en migajas, porque yo veía en la escuela histórica francesa efectos negativos del estructuralismo, sobre todo, esa puesta de acento en las permanencias, la larga duración, la ausencia de los actores, la falta de atención a los acontecimientos o a las discontinuidades. Ese aspecto crítico fue el que me hizo explorar la historia del estructuralismo. Allí pude ver cuán rico era el paradigma, y sus ventajas. Esas contradicciones emergen de la negación de las lógicas temporales, de la historicidad de los actores y, por lo tanto, hay una lógica que está presente en la elección que yo hice de ciertas biografías que escribí más tarde: Paul Ricoeur, Michel de Certau, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Pierre Nora, en este momento me encuentro preparando una de Cornelius Castoriadis. Gente que atravesó el momento estructuralista apropiándose de lo que tenían de positivo, pero con una mirada crítica, con una toma de distancia. Ese desvío es el que permite salir del estructuralismo y tomar un sesgo que dirige la atención hacia la acción, los actores, la praxis y hacia la lógica temporal.

¿Tomaste el Mayo Francés como un acontecimiento pero, también, como un concepto que sirve para englobar a los autores con los que trabajás?

–Sí, por cierto. Yo diría que considero que las personas a las que dediqué una biografía intelectual tienen una sensibilidad muy particular con los hechos de Mayo del ’68, y eso tiene que ver con fenómenos personales, individuales, ya que viví joven y con mucha fuerza esos acontecimientos. Si consideramos a Michel de Certau, podremos ver que escribió sus mejores textos en junio de 1968, analizando los acontecimientos de mayo, diciendo que en Francia se había tomado la palabra como se había tomado la Bastilla en 1789. Castoriadis, por su parte, con Claude Lefort y Edgar Morin, publicó Mai 68: la brèche en el mismo año del movimiento. Ricoeur también fue marcado por ese momento, escribió textos importantes sobre los sucesos de esa época, inclusive es parte de los universitarios que defendieron a Daniel Cohn-Bendit. Para Deleuze y Guattari es más que una evidencia: no se hubiesen encontrado si no hubiese sido por Mayo del ’68.

RICOEUR, PENSADOR DE LA ACCIóN

Se podría decir que en la lista hay personalidades más volcadas al aspecto pragmático, como Félix Guattari y, en alguna medida, Gilles Deleuze; y otras al analítico, como el propio Paul Ricoeur.

–Yo no haría ese corte exactamente. Es cierto lo que afirmás de Deleuze y Guattari, una pareja intelectual representada por un filósofo y un psicoanalista que trabaja en una institución como Laborde y que trata de trabajar esos conceptos en la práctica social. Pero si consideramos a Ricoeur, para ubicarnos en el lado de la hermenéutica, es también desde el comienzo un filósofo de la praxis, de la acción y yo lo defino como tal. El es un filósofo del actuar, del hacer: su tesis en los ’50, ’60 fue sobre una fenomenología de la acción, sobre lo voluntario y lo involuntario, complementario del trabajo de Merleau-Ponty y su Fenomenología de la percepción. Siempre tuvo como objeto aclarar el presente y poner por delante conceptos que echen luz sobre la práctica social y que ayuden al discernimiento de la acción. Si tomamos sus dos grandes ensayos sobre la hermenéutica, El conflicto de las interpretaciones y Del texto a la acción, mirando desde muy cerca la evolución de Ricoeur, realiza lo que él mismo denominó el injerto hermenéutico sobre el programa fenomenológico allá por los años ’60 pero, muy rápidamente y en diálogo con la filosofía anglosajona, va a aparecer el problema del actor y de la acción. El pasaje es ése, del texto a la acción. Inclusive, Ricoeur empleó un término que yo he retomado: él se define como un filósofo de la capabilité, en el sentido de buscar cuáles son las capacidades del hombre para actuar, lo que nos muestra de manera luminosa, una vez más, esa gran obra que es La memoria, la historia, el olvido. Allí, él parte de la constatación de que generalmente hay una tendencia a confundir historia y memoria, y se plantea distinguir esas dos dimensiones. Del mismo modo, gracias a la reflexión que existe sobre el derecho y la justicia se va a convertir en un pensador imprescindible para filósofos del derecho, al tratar la idea de lo justo en su afán de distinguir lo que es legal y lo que es bueno, sólo para resaltar la eficacia práctica y social de su pensamiento.

Ricoeur es uno de los nombres fundamentales en tu trabajo como historiador y biógrafo. ¿Por qué te parece que ha tomado tanta trascendencia?

–Ricoeur fue un filósofo que no es fácil de encontrar, un pensador de los que hay pocos. Llevó adelante un verdadero diálogo, una verdadera reflexión sobre la práctica histórica, ¿qué es escribir historia?, ¿por qué la historia?, además de retomar el tema del tiempo, del relato, de la subjetividad y la objetividad, y retomar problemas como la compleja relación entre memoria, historia y olvido. El, al mismo tiempo, leyó a los historiadores (cosa que no ocurre con los otros filósofos). Adquiere para mí un status muy particular porque se convierte en un recurso mayor para construir o reconstruir una epistemología de la historia. Esa fue mi primera biografía escrita, y es cierto que si tomé a cargo ese proyecto es porque encontré en sus textos a alguien que se había lanzado, se había inmerso en el estructuralismo, discutiendo con Lévi-Strauss, con Greimas y con otros, debatiendo el estatus del psicoanálisis, la evolución de los Annales. Me encontré con que tenía un acuerdo, una coincidencia importante con él en ese doble movimiento que consiste en tomar medida de la riqueza de, por ejemplo, determinado momento estructuralista siendo al mismo tiempo crítico sobre determinados puntos.

SE DICE DEL YO

Publicaste un trabajo llamado El arte de la biografía: entre historia y ficción, en donde se revisa la historia misma del género. ¿Cómo surgió esa necesidad?

–Después de un cierto número de biografías, comencé a preguntarme por la biografía en tanto género. Entonces escribí ese libro sobre la biografía para historizar el género y para ver cómo evolucionó desde la antigüedad. Mi idea era interrogarme sobre el porqué del eclipse de la biografía durante mucho tiempo. Era un género muy devaluado, considerado como algo nulo, y habría que analizar el porqué y el cómo de la explosión biográfica a mitad de los años ’80 que tuvo mucho éxito, inclusive entre aquellos que habían teorizado sobre la muerte de la biografía: por ejemplo, Jaques Le Goff, quien consideraba que la biografía no era para los historiadores cultos, era una vulgarización de poca monta, sin embargo, dedicó quince años para hacer su San Luis, un libro que era una biografía.

¿La biografía sirve para tomar la historia desde un ángulo diferente, desde el sujeto?

–Sí, por cierto. En el aspecto metodológico, es algo que tiene que ver con la microhistoria italiana, digo, con Carlo Ginzburg y su libro El queso y los gusanos. Con ese concepto de microhistoria, que remite a un oxímoron, se presenta la excepción normal, la entrada en algo que parece excepcional pero que nos dice mucho sobre la época a partir de la riqueza y la complejidad de la ecuación individual. Sin embargo, antes, la historia francesa de los Annales, a partir de un procedimiento holístico, con una mirada desde lejos, con un plano lejano, no consideraba a los individuos y hablaba desde cierta generalidad. Entonces, el procedimiento que tiene que ver con la biografía, que parte de lógicas individuales, es una escuela de complejización porque uno toma cuenta de que los mecanismos que se ponían antes ya no funcionan. Las grandes estructuras, las grandes grillas de lectura sistémica ya no dan cuenta de la complejidad de lo que uno está analizando.

En tanto biógrafo, otro filósofo que también abordó la complejidad de la articulación entre el sujeto y la historia fue Jacques Derrida.

–Derrida tuvo un rol importante en la deconstrucción del paradigma estructuralista. Yo situé el comienzo de la declinación del paradigma estructuralista en 1967, año en que aparece De la gramatología y La escritura y la diferencia. El tuvo un rol de cuestionamiento de la seguridad en la que se movía el estructuralismo hasta ese momento. Por un momento, Derrida me parece que fue demasiado lejos en la negación del sujeto. En ese sentido, prefiero la posición de Ricoeur: él nunca fue a la divinización del sujeto ni se orientó hacia la divinización de la estructura, siempre buscó articular esos dos polos, y pienso en un concepto que aparece muy temprano en su filosofía, que es el concepto de cogito brisé (“cógito quebrado”). Eso implica que no hay un control del sujeto, una captura del sujeto. También escribió un libro fundamental, Sí mismo como otro, en donde muestra que no se trata del yo exacerbado, sino que se trata del soi (“sí mismo”) a través del camino de la alteridad, del otro, en definitiva, y de la temporalidad.

En alguna medida, tanto Ricoeur como Derrida ahondaron el gran problema de la fenomenología: el del surgimiento de otro más allá del yo.

–Sí, coincido. En los archivos encontré una carta de Derrida, que fue asistente de Ricoeur en La Sorbona, en donde se declara que va a ser su asistente eterno. Ricoeur dirigía el departamento de filosofía de Nanterre, trató de traer a esa institución a Derrida, pero no pudo conseguirlo. Creo que en los últimos tramos del trabajo de Derrida, cuando él trabaja sobre el archivo, sobre la traza, sobre el acontecimiento, sobre la hospitalidad, sobre el perdón, hay una proximidad muy grande con Ricoeur. Yo lo sé porque estuve cerca de Ricoeur hacia el final de su vida y recuerdo que lloró cuando se enteró de que Derrida iba a morir antes que él: le parecía que eso era algo muy injusto. Nunca va a haber huellas de eso, pero tuvieron conversaciones telefónicas sobre la muerte cuando Derrida ya sabía que iba a morir. Ricoeur estaba muy debilitado, ya con más de noventa años... La proximidad entre ellos es realmente muy grande.

EL FUTURO DE LA HISTORIA

¿Pudiste revisar qué se está escribiendo con respecto a la historiografía latinoamericana?

–Lo que está actualmente en ascenso y creo que tiene que ver con estas preocupaciones latinoamericanas son dos cosas: la importancia de la memoria colectiva y, por supuesto, de la relación entre historia y memoria. Eso es algo muy presente en Francia, en Europa, pero teniendo en cuenta el pasado reciente de Argentina y de otros países latinoamericanos son cuestiones que están más en vivo, más dolorosas aquí que allá. Por otro lado, hay una crisis del futuro en tanto perspectiva. Crisis de lo que Reinhart Koselleck llama el “horizonte de espera”. Los grandes proyectos de emancipación se han derrumbado y entonces hay una suerte de falta de futuro, una ausencia de expectativa por el futuro. Creo que se siente menos aquí porque hay cierto grado de crecimiento, pero no se puede construir un futuro con tasas de crecimiento. En Europa se siente con más agudeza esta situación porque estamos entrando en recesión: la crisis del futuro hace que nos repleguemos sobre el pasado. Se busca conmemorar, patrimonializar el pasado y se sigue trabajando en ese espacio de experiencia. Hay dos acciones posibles: una un poco mortífera, someternos a una especie de compulsión de repetición del pasado, y otra forma, que consiste en revisitar el pasado de manera creativa para reformular, reconstruir un proyecto de sociedad a partir de fuentes renovadas del pasado sin por eso dejar de respetarlo.

¿Y qué pasa con la perspectiva de una historia global, no tan circunscripta a los recortes geográficos?

–Se desarrolla hoy lo que llamamos la World History, los estudios postcoloniales, los estudios subalternos, digamos, una visión que trata de reglobalizar, de encontrar una escala mundial para aclarar o ilustrar el pasado desde otra forma de globalización y romper con el eurocentrismo. Hay una tesis publicada recientemente, realizada por Romain Bertrand, llamada La historia en partes iguales, un título muy evocador del vaivén que hubo, el balance de miradas, ya que analiza el encuentro de los colonizadores holandeses con las islas indonesias no sólo a través de las fuentes europeas, sino que trata de hallar una simetría entre las dos partes que se encuentran, y eso cambia todo, todo lo que nos han ido contando hasta ahora flaquea, no se sostiene. La World History ya no se la considera como en la época de Fernand Braudel, eminente miembro de la escuela de los Annales, quien sostenía una especie de organización global entre centro y periferia en un contexto de economía-mundo, sino que esa voluntad de generalización a escala mundial está muy atenta a la singularidad de las situaciones y a las estrategias de los actores.

Los recientes acontecimientos en España, Grecia, Inglaterra, son observados por algunos filósofos como Slavoj Zizek o Alain Badiou como la puesta en movimiento de una historia paralizada. ¿Qué perspectiva tenés en torno de esta situación en Europa?

–Considero que pensadores como Badiou o Zizek son personas que no renunciaron a la idea de una teleología histórica, a la idea de que la historia tiene un sentido o una dirección y que esa dirección hay que seguirla, que hay períodos de vacas flacas y de vacas gordas, pero que vamos hacia un lugar. Por el contrario, en lo que a mí respecta, en la historia yo soy partidario del sentido. Publiqué un libro que se llamó El imperio del sentido, en donde propongo que, en historia, el sentido es emergente, es el sentido que surge de la acción humana, no el sentido que nos marca una flecha que ya estaría trazada. El trágico siglo XX dio un golpe final a muchas ilusiones que habían nacido con el siglo XIX, como esa teleología histórica presente en Kant, Hegel o Marx. Como dice Foucault en Las palabras y las cosas, el marxismo se encuentra como pez en el agua en el pensamiento del siglo XIX, es decir que en cualquier otra parte deja de respirar.

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