Escritor de culto en Estados Unidos y desconocido en Argentina, Elliott Chaze publicó en los años ’50 Mi ángel tiene alas negras, novela clásica del policial negro. Una verdadera joya del género que acaba de rescatar, con traducción de Carlos Gardini, La Bestia Equilátera.
Raymond Chandler daba un consejo de oro a los escritores de novela negra: “Cuando estés hecho un lío, haz entrar una mujer con un buen par de tetas”. De una forma bastante irónica, el comentario deja entrever lo que parece ser la hechura del género. Simple como la receta de la chocotorta. Pero cuidado con las proporciones, el gusto, la textura, la resolución final. Cuidado, porque hay que tener mano.
La lectura de Mi ángel tiene alas negras, de Elliott Chaze, produce una sensación similar a un puñetazo en el estómago. Publicada por primera vez en 1953 y editada recientemente en la Argentina por La Bestia Equilátera (en una excelente traducción de Carlos Gardini) Mi ángel tiene alas negras derrama desde las primeras líneas una dureza implacable. A la vista están todos los códigos del género, reconocibles de forma inmediata: el antihéroe, la mujer fatal y el dinero. Montones de dinero. Billetes sucios, gastados, manchados de sangre. Y por supuesto la víctima, por la que no sentimos ni la mitad de simpatía que la que nos despierta la pareja de protagonistas. Bajo todos estos estereotipos, corre el asombroso talento de Chaze.
Nacido en Louisiana en 1915, Elliott Chaze es considerado un maestro del policial. Desconocido en la Argentina, escritor de culto en Estados Unidos, Chaze dedicó toda su vida al periodismo. Sus columnas y artículos aparecieron en The New Yorker, Cosmopolitan, Collier’s y Reader’s Digest y cuando la profesión le dejaba un rato libre, se ponía a escribir una novela. Publicó nueve novelas, entre las cuales Mi ángel tiene alas negras es considerada una verdadera joya del género. Profesional, estilista, irónico, brillante, cuando murió, en 1990, ni él mismo era consciente del prestigio que habían alcanzado sus obras entre los círculos de lectores y críticos. El año pasado, Barry Gifford, escritor, editor y amigo de Chaze y antiguo colaborador de David Lynch, comenzó la adaptación al cine de Mi ángel tiene alas negras, con Anna Paquin y Tom Hiddleston en los roles principales. En una entrevista declaró: “Se trata de una novela asombrosamente bien escrita. Que gire en torno de un crimen es apenas un detalle”.
En Mi ángel tiene alas negras hay un tipo llamado Tim Sundable, ex convicto, y una prostituta llamada Virginia y, por supuesto, un plan: robar un camión blindado en Denver. Luego está el desarrollo del plan y la relación que se va trenzando entre estos dos personajes, que por separado son problemáticos y juntos se transforman en un verdadero desastre. De fondo discurre el paisaje y las inacabables rutas norteamericanas y un montón de metódicas descripciones, plagadas de detalles técnicos, especialmente en la parte en que Tim comienza a trabajar en una planta donde arman carrocerías y que recuerdan a las digresiones sobre peces y barcos de Ismael en Moby Dick. Detalles que, por otro lado, son necesarios porque es a través de ellos, de su fealdad, de toda la grasa y suciedad que tienen acumulada, que va apareciendo esa aspereza de granito que tiene la novela. Lentamente. Al filo de la cortadora hidráulica con la que trabaja Tim, cuyos bordes afilados, peligrosos, funcionan como una metáfora perfecta del destino de los personajes.
Uno de los códigos más arraigados del noir, y al cual esta novela es fiel de una manera maravillosa, es el personaje del antihéroe, cuya identidad se descompone en la oscuridad de su pasado, condenándolo a vagabundear por los márgenes de la sociedad y abocándolo a una fuga sin final, que es el precio a pagar por las heridas mal cerradas. Este movimiento perpetuo y sin tregua, que describe la inestabilidad emocional de los antihéroes de la novela negra, es plasmado en Tim y en Virginia de un modo apabullante. Porque si algo hacen estos dos seres a los que uno no sabe si llamar héroes o villanos es moverse por todos los rincones más desoladores de América. Del hotelucho donde se conocen a Colorado, luego a las montañas, luego a Denver, a Nueva Orleans y de nuevo a las montañas, en un desenfrenado periplo que siempre amenaza con descarrilar al mínimo roce de las sirenas de policía. “Nunca has oído una sirena hasta que sabes que te está buscando. Si estás sentado en el living, oyes una sirena y es un ruido pequeño y solitario y solo tienes que aguantarlo hasta que se desvanece. Pero cuando te persigue, es la textura del mundo”, dice Tim en un párrafo desgarrador.
Hacia las últimas páginas, la novela adopta un tono melancólico que no abandona más hasta el triste, tristísimo final. No puede ser de otra manera. A Tim y a Virginia les toca aprender una lección: el mundo es totalmente indiferente a las aspiraciones de libertad del ser humano. El mundo tiene sus reglas abominables, opresivas, estúpidas. Y escaparse de ellas es posible sólo hasta cierto punto. Cuando uno cree que lo ha logrado, que ya está del otro lado, le sucede como a Sísifo: la roca que llevó hasta la cima resbala y vuelve rodando, impasible, al mismo sitio, al principio.
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