El viaje de un padre y un hijo por el desierto y la incidencia de una niebla tan densa como metafórica disparan los múltiples sentidos de Camanchaca, la novela del nuevo narrador chileno Diego Zúñiga que primero tuvo una versión casi artesanal en su país y hoy llega, publicada por Mondadori, a circular por varios países de habla castellana.
› Por Damián Huergo
La camanchaca es un tipo de neblina densa y cuantiosa, característica de la zona del Pacífico. Como una aparición, se hace más visible por la noche. Los vientos costeros la acercan a la carretera. Se asienta. Y se vuelve amenaza y desafío de los transportistas que atraviesan el desierto de Atacama. La camanchaca no afecta la percepción. En cambio, semejante a la función que Viktor Shklovsky le adjudicó a la literatura, modifica la presentación de la percepción. Esa especie de extrañamiento vial, de enrarecimiento de lo familiar, será la atmósfera del viaje que un padre hace con su hijo de veinte años desde Santiago de Chile a Tacna, en la primera novela de Diego Zúñiga. Un camino que el joven escritor chileno –según señaló en distintas entrevistas– recorrió y padeció en varias oportunidades.
El pretexto del viaje es solucionar los problemas dentales del menor a un precio económico. A lo largo de los cientos de kilómetros de cielo, mar y desierto, padre e hijo estudian las señas, rasgos y silencios del otro, como si fuese un ejercicio de reconocimiento. Más de una década de hogares separados y ciudades lejanas transformaron lo familiar en ajeno. Entre ambos, una nueva mujer, un hermano sin hermandad, secretos, reclamos de mensualidad, una madre dolida y otros lugares vacíos ensancharon la distancia. En Camanchaca, la carretera, en cierto modo, une lo que la vida –adulta– desvía. Moviliza la sangre, que puede ser sello de origen, pero no –necesariamente– de pertenencia.
El viaje trascendental no es geográfico. Es interior. Introspectivo. Atemporal. El camino arranca en Santiago, en la oscuridad de una casa que cobija a una madre deprimida, una perra agónica y un hijo que es mensajero y consecuencia del derrumbe conyugal. El viaje no es hacia adelante. Por el contrario, los personajes entran al futuro retrocediendo. Avanzan hacia atrás, desde las ruinas familiares hasta las fotos amarillentas que certifican un paraíso perdido en la memoria de la infancia.
Camanchaca no es una novela de iniciación, a pesar de pivotear entre las coordenadas del género. En todo caso, puede ser leída como una precuela de la iniciación del veinteañero. Desde la voz quebrada del narrador y personaje principal, Zúñiga nos dice –soterradamente– que no hay épica posible ni vuelo personal con la familia amarrando los pies.
Zúñiga escribió la novela a los 21 años. Primero salió publicada por una editorial artesanal de Chile, La Cabeza del Diablo, y luego –por medio de Mondadori– alcanzó lectores en Italia, México y Argentina. Las marcas de juventud del autor, en la superficie del texto, se reflejan en los consumos culturales –televisación de la Champions League, dibujos de Dragon Ball, Nintendo, etc.–, que desparramaron por nuestro continente la globalización y la apertura comercial. Sin embargo, el valor generacional que aporta Zúñiga está en purgar –con dolor y rabia– la pus de los hijos de padres divorciados; hijos criados en soledad, que aprendieron el hit de las “familias disfuncionales”.
En Camanchaca la carretera, el territorio que atraviesa, es locación y protagonista. Como William Goyen, Cormac McCarthy –y otros integrantes de la troupe sureña norteamericana que formó a varios lectores del Cono Sur–-, Zúñiga moldea a los personajes con el aire que respiran, el lenguaje de origen y la cultura local que llevan adherida como una capa de piel. La niebla densa también está adentro de ellos. Se visibiliza en sus recuerdos difusos, manipulados, tergiversados. En el modo de percibir el pasado y distorsionar el presente. Padre e hijo circulan por la misma carretera donde nació el secreto que resquebrajó la familia: la muerte del tío Neno. Hablan de autos, de música, “del mal gusto de los peruanos”. Del accidente de Neno, misterio que crece y devora cuanto más se calla. Sus palabras son –como– la camanchaca que viene de la costa. Ocultan, enturbian, el vínculo dañado, las mentiras toleradas, claudican posibles confidencias.
En los últimos años, el uso y abuso del modelo minimalista dejó secuelas amargas en la narrativa latinoamericana. Y quizá como consecuencia de eso, varios críticos contemporáneos empezaron a huirle a la prosa precisa, lacónica, realista, acusándola de ser portadora –positiva o negativa– de carverismo explícito. Zúñiga, en su primer libro (emblemático en la carrera de un escritor, por canalizar lecturas, experiencias y deseos acumulados) construye una voz con las llaves de tal tradición, salteándose la comodidad de hacer una copia sin valor agregado. La apropiación del estilo –que se anuncia desde la primera página con una cita ajustada de Richard Ford– se complementa con una estructura fragmentaria, que permite que los capítulos sean leídos como microrrelatos o como piezas de un espejo partido. Es interesante observar el dibujo que crean los párrafos breves en la página. En total ocupan la misma superficie que el autor deja en blanco. Esos baches, similares a la monotonía del desierto en la carretera, funcionan como una postura literaria que emparienta en importancia lo dicho con lo no dicho.
Con sutileza, Zúñiga utiliza las omisiones tanto para insinuar las actitudes del padre como para marcar acontecimientos –políticos y sociales– de un país acostumbrado a ocultar secretos, igual que en las mejores familias. Se nombran al pasar, como carteles aislados y oxidados que señalizan la ruta, los sacudones que una crisis internacional provocan en el hogar de una madre soltera; la dificultad del acceso a la educación en Chile; y, sobre todo, la herida de la última dictadura, enterrada sin cicatrizar.
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