Artista plástico y escritor de ediciones más que limitadas y secretas, Fabio Kacero aborda en Salisbury diversas variantes de la brevedad, desde el cuento corto a la miniatura. Sin caer en los códigos de la ciencia ficción o la literatura fantástica, sus historias bordean lo fabuloso y el clima legendario de las pequeñas batallas cotidianas.
› Por Rafael Cippolini
Salisbury es la ciudad que da nombre a un distrito inglés, y a uno de los mercados más longevos de Occidente (casi ocho siglos ininterrumpidos). También un bar porteño, en la órbita del microcentro, uno de esos tradicionales locales a la barra. Y desde hace apenas unos días, un volumen de 39 narraciones breves (las más extensas, de 8 y 9 páginas) obra de un escritor inédito, Fabio Kacero, reconocido por su trayectoria como artista visual. Peripecias casi mínimas en lo que refiere a su extensión, no así en los incesantes sucesos que las convocan, en un mundo que si no es el nuestro se le parece bastante. De algún modo, cada una de esas historias resuena en otra, y el factor común parece residir en un desequilibrante estado de gracia, un don inexplicable, un milagro cotidiano. No son ni parecen sueños, tampoco relatos zen. Lo que subsiste es una electrificante y absurda sensación en la cual el inverosímil aparece contenido, y es precisamente en esta domesticación bonsai donde encuentra su potencia.
Tampoco son ciencia ficción, y menos aún están filiados con la literatura fantástica. Sin embargo, reinciden en máquinas imposibles y sucesos fabulosos, en una falsa atemporalidad que amaga con lo nostálgico y explota en sus antípodas.
Desacomodamientos que cunden como discretas plagas, conflictos, desasosiegos y tragedias, que extraen de lo ordinario su magia impávida, cómica por lo alambicadamente ridícula. Muchos de estos relatos parecen traducidos del idish, o de un idish escrito por polacos, o incluso del ruso o de algún dialecto. Traducidos y vueltos a traducir, en un simulacro de transparencia. Resuenan de ese modo, como si fueran reescrituras, versiones de versiones, acentuando el efecto extranjero y simultáneamente tan familiar. No cabe duda de que son relatos porteños en una línea que podría unir –aunque jibarizando el talle– el Bacacay de Gombrowicz (aquellos tempranos ejercicios de inmadurez, también de título urbano y misterioso) con La muerte y su traje, la gema en bruto de ese “Man Of One Book” llamado Santiago Dabove. E incluso ciertas recienvenidas pautas de apocado asombro de Macedonio Fernández. Pero definitivamente su tradición conecta con otras diásporas. Convocando al constructivista Tinianov, los tíos literarios de Kacero seguramente calcen mejor en las prosas e imaginarios de Isaac Bashevis Singer, el copioso (y siempre mínimo) Jacques Sternberg y la infalible Cynthia Ozick, en su ternura de la trivialidad extravagante, de un discurrir que se acepta como hábito.
Plagas de las comedidas gracias, y por lo tanto de lo contrario a la paranoia. Insisto, transcurren en un mundo en el cual el Bien y el Mal, el error y el desconcierto parecen haber sido desplazados, pero que existen, existen.
“Estas son las historias que se cuentan los niños extraterrestres cuando quieren parecer humanos”, comenta Francisco Garamona, haciendo mención a lo concentrado de su masa conceptual. Lo excepcional es que esta masa conceptual parece distribuida estratégicamente, acá, allá y en todas partes. Los niños extraterrestres no quieren ser humanos, sólo parecerlo: así como este conjunto de narraciones tampoco coquetea con el eterno inconcluso de Sherezade. Siendo así ¿cómo conquistar el equilibrio, en una dimensión en la cual la desbocada gracia parece desmesurarlo todo? El secreto parece estar, una vez más, en una laboriosa estructura. Un ars combinatoria en la cual cada una de las piezas parece acomodarse magistralmente sobre la marcha.
De todos modos, nada más ajeno a una comedia humana de la gracia disruptiva. Salisbury dista mucho de ser un inventario de curiosidades, una enciclopedia de arquetipos más o menos patológicos o un panteón de inadaptados sensibles. Menos todavía una dispéptica hagiografía –con todas las vicisitudes que ésta implicaría– de angelicales freaks. Por el contrario, si bien se trata de relatos independientes, y autoconcluyentes, poseen un plan. Por momentos digresivo, pero plan al fin. Y ese plan no depende de una única voz, aunque a veces desconcierte.
Muchos de ellos son novelas en miniatura, repletas de conflictos consecutivos. Miniaturizar es una forma de contar, apunta a propósito Ezequiel Alemián. Pero cada una de estas miniaturas responde a una función, a un camino, y seguramente a una raíz, a sus precursores íntimos. Más que una condensada novela-río, estamos frente a un elaborado mosaico de cuentos que nos distrae con su anómala cohesión, con su precipitada suficiencia. Distrae porque la miniatura no simplifica al acopio, sino al revés: lo vuelve inmediato, promete una escala que parece por momentos fácilmente abarcable, lo cual no es más que una ilusión, otro recurso. La amabilidad del volumen apenas si camufla su exceso, una compacta densidad. Salisbury es uno de esos libros que irrumpen disimuladamente como estrambóticos clásicos, como si siempre hubiera estado ahí, armado de paciencia y acicalando apenas su destilada invención. Es uno de esos hallazgos que no debería ser raro descubrir en una de las ferias más longevas de Occidente.
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