Novelista y pintor nacido en Tel Aviv, Yoram Kaniuk, que falleció el pasado 10 de junio en su ciudad natal, logró plasmar a los 80 años la novela de su participación en la Guerra de los Seis Días. 1948 narra la experiencia de un joven de diecisiete años en busca de su propia identidad, sumergido en el conflicto de un país que también busca su identidad y sólo la encontrará en un desgarramiento que aún persiste.
› Por Laura Galarza
Un grupo de pibes va dentro de un blindado. Dos balas entran por algún orificio y repiquetean enloquecidas adentro del tanque. Los pibes se cubren como pueden. Hasta que las balas pierden fuerza, se desinflan como globo. Dos de ellos caen muertos. Y así, con los compañeros desangrándose, el tanque sigue la marcha. La noche anterior en el campamento se habían reído, jugando a apagar las velas con sus pedos. Yoram Kaniuk, que murió a los 83 años el pasado 10 de junio, intentó toda la vida escribir esta historia, la de su participación en el Palmaj, una fuerza de choque paramilitar, a los 17 años, durante la guerra por la independencia de Israel en 1948, luego de que la ONU aprobase la partición de Palestina. Finalmente un día, hace tres años, durante un baño en el mar y después de que una ola lo sacudiera, una imagen se le vino a la mente. Kaniuk salió del mar, caminó, casi corrió por la arena hasta su casa y registró esa imagen. Y sin parar escribió 1948, que sería la novela número 17 de este escritor reconocido más en el resto del mundo que en su propio país, donde es admirado sobre todo por la generación joven. “Israel es un Estado de muertos”, sostiene Kaniuk en la novela. “¿Quién está más muerto, los que regresan vivos del Holocausto o los que regresan luego de ver morir a sus amigos en la guerra?”. “Basta con eso de quién sufrió más”, escucha gritar a su padre saliendo en pantuflas a discutir con la vecina.
Detrás de esa primera imagen en el mar, vinieron otras. Y Kaniuk las expía una por una: la corona de moscas que trae en la cabeza ese niño árabe antes de ser alcanzado por la bala; el compañero cortado en dos por un mortero; el otro que los árabes dejaron colgado de un árbol con su pene en la boca; en el kibutz intentando dormir bajo el ruido de proyectiles mientras uno llora. “Mamá, mamá.” “¿Por qué no volví a casa?”, se pregunta Kaniuk ahora en voz alta, para todos. Cada capítulo del libro es una batalla que opera en dos planos: la que se cuenta, y la de Kaniuk sentado frente a sí mismo. “Hay que ser un joven loco para luchar en un guerra suicida por alguien que no sabes quién es.”
Es un lugar poco explorado aquel desde donde Kaniuk se ubica para contar –y que cierta crítica de su país ortodoxa y nacionalista reprocha–. El del humor. Además de alistarse en el Palmaj (“Estuve en el Palmaj pero no fui un miembro del Palmaj, no tenía nada que ver con el ‘nosotros’ del Palmaj”), Kaniuk estuvo en los barcos que llevaban judíos del Holocausto hacia Israel. En uno de esos viajes, estando en cubierta, algo llama su atención: una sobreviviente saca de su bolsillo un pequeño espejo como de juguete y se mira. “Parecía contenta en medio de aquel infierno”, escribe. En una de sus últimas entrevistas declaró: “El sentimiento israelí era que me estaba riendo del Holocausto. ¿Pero de qué otro modo se enfrenta uno al infierno? En Auschwitz la gente se contaba chistes, se intercambiaba recetas de cocina. Pero los israelíes no poseen ese sentido del humor”.
La obra de Kaniuk, traducida a por lo menos 25 idiomas, consiguió premios como el Prix Mediterranée Etranger (2000), Premio Bialik (1999), Prix des Troits y el Premio Sapir (2011) por 1948. Su más aclamada novela, El hombre perro (también editada por Libros del Asteroide, en 2007) fue adaptada al cine por Paul Schrader. Descubrir a Kaniuk nos permite sumarlo a otros autores israelíes, como David Grossman, a quien también la muerte de su hijo durante la guerra del Líbano atravesó toda su obra y que viene reclamando junto a otros escritores, Amos Oz y A. B. Yehoshua, “un acuerdo inmediato para el cese del fuego”.
Luego de su participación en el Palmaj, Kaniuk se fue a vivir a París, donde incursionó en la pintura, y luego a Nueva York, codeándose con el mundo del jazz. Y en 1961 regresa a Israel hasta su muerte. Kaniuk tuvo éxito como pintor, quizá mayor reconocimiento que con su obra literaria. Sin embargo siempre se sintió escritor y decía que pintar y escribir era como tener dos mujeres, que había que decidirse por una. Pero se podría decir que Kaniuk escribe pintando: “Recordé que no había adónde escapar y al parecer nos tumbamos tras unos terraplenes. El cielo era inmenso sobre nosotros, extenso y feo con todos los destellos de aquellos cuervos chillones, y recuerdo que nos hicimos los muertos porque el enemigo estaba en lo alto y nos veía”.
Kaniuk estaba contento. Durante los últimos años su teléfono había vuelto a sonar, el The New York Times lo había mencionado como “uno de los novelistas más innovadores del mundo” y había logrado que en el Registro Nacional de Población, en vez de “judío”, pudiera poner “sin religión”. La escritora Nicole Krauss, con quien mantenían una amistad luego de que ella descubriera The Last Judio en una librería de Brooklyn, le hizo una última visita poco antes de morir. Kaniuk ya hacía quimioterapia. Ella lo describe bromeando a raíz de la extirpación de todos los músculos de su estómago, lo que hacía que a veces se cayera en la calle y no pudiera levantarse hasta que llegara alguien a buscarlo. Kaniuk, al que durante la batalla hirieron en una pierna y una bala le sacó un ojo que él mismo volvió a meter en su cuenca, antes de morir decidió donar su cuerpo a la ciencia.
“¿Qué vida se puede vivir después de toda esta historia?”, dice en el epílogo de 1948. “Todo el que estuvo allí desde aquel día ya no vive, tan sólo existe, su cuerpo ha continuado delante, pero él se ha quedado en un instante terrible, en una batalla de terror.”
Kaniuk aprieta los dientes y escribe: “puta guerra”. Pero no hay en esa escritura desencaje ni catarsis. Hay ese momento en que un escritor pone manos a la obra. Que, maduro por fin, escribe de lo que sabe. Por eso, el que interprete 1948 como una historia de guerra, o peor, como una proclama antibélica, se queda a mitad de camino. “Lea mi última novela”, le dice Kaniuk a un periodista que lo entrevista en su casa un tiempo antes de morir, “y va a entenderlo todo”.
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