Domingo, 14 de julio de 2013 | Hoy
Entrenado en el arte del erotismo y la sensualidad narrativa en la ficción, Ercole Lissardi también se revela como un notable ensayista e investigador del arte amatorio. De los sátiros a la pornografía en Internet, se aparta del amor cortés y explora las arenas más ardientes del deseo.
Por Juan Pablo Bertazza
El sexo también tiene sus guinness. La orgía más grande del mundo, por ejemplo, sucedió en Japón, donde doscientos cincuenta hombres y doscientas cincuenta mujeres mantuvieron, de manera simultánea, relaciones sexuales. La mujer que detenta el record de mayor cantidad de coitos por día es la actriz porno estadounidense Lisa Sparxxx quien, en 2004, se acostó con 919 hombres en sólo veinticuatro horas, con mínimos descansos de cincuenta y ocho segundos entre uno y otro. Wilt Chamberlain, basquetbolista de la NBA, contó en su autobiografía haber tenido sexo, durante toda su vida, con unas veinte mil mujeres; mientras que Simenon (para hacer entrar en escena a un escritor), le contó a Fellini en una entrevista que estuvo con unas diez mil mujeres. Antes de la aparición de La pasión erótica (Del sátiro griego a la pornografía en Internet) del uruguayo Ercole Lissardi, es probable que no hubiéramos ni siquiera sospechado que ese caótico rejunte de records pornográficos podía incluirse en una tradición de larguísima data, una tradición que proviene de la antigüedad: el paradigma fáunico.
De hecho, Lissardi arranca marcando un claro contraste entre el paradigma del amor –ideal, espiritual, reflexivo y exclusivo– y cuyo origen se remontaría a El banquete de Platón, y precisamente la tradición fáunica, aquella que privilegia contra todo riesgo, y hasta contra cualquier sentido de la ridiculez, el hambre sexual, el deseo irrefrenable, la voluptuosidad en todo su esplendor.
A la manera de Lugones con respecto al Martín Fierro y su curioso linaje grecolatino, sólo faltaba que alguien se dispusiera a volver explícita y ordenar esa tradición que se encontraba –nunca mejor dicho– latente, y que encuentra sus orígenes en el insaciable dios (mitad hombre, mitad cabra) de la mitología romana, tremendamente lascivo, que sorprendía y en silencio devoraba, cual lobo feroz con caperucita roja, a las indefensas ninfas de los bosques. Claro que, a diferencia del siempre pomposo y soberbio Lugones, Lissardi emprende esta titánica tarea con humildad y perfectamente consciente de los límites. Y, no es un dato para nada menor, mostrando sus credenciales de experto autor erótico en el mejor sentido de la palabra. De hecho, en medio del boom de la literatura erótica que propiciaron las Cincuenta sombras de Grey, Lissardi publicó y explotó El centro del mundo, una especie de infidelidad en ese matrimonio por conveniencia entre el mercado y el erotismo. Un conjunto de tres nouvelles de notable calidad literaria que, más que indagar en el sexo, cumplían la misión imposible de establecer un GPS del deseo: un adolescente que se enfrentaba a uno de esos amores que perturban el ser en la mejor tradición de Bataille; un hombre que descubría lo cúlmine de su pasión en un cuerpo que ni siquiera pensaba que lo atraía, la mujer de su amigo, y un joven con aire independiente y rebelde que encontraba una morbosidad inefable en considerar –y dominar– a la candidata perfecta que deseaban imponerle sus padres.
Lissardi propone en La pasión erótica una serie de eslabones que conformarían la cadena opuesta a la tradición occidental del amor, es decir, la tradición fáunica. A aquellos sátiros de la antigüedad, viene a sumar la misma concepción del demonio católico que, al parecer de Lissardi, está inspirado precisamente en la figura del fauno, la del Don Juan y, por último, la de Casanova. Más allá de sus diferencias, en ese itinerario histórico se pasea el paradigma fáunico, un paradigma que, a diferencia del amor que suele ser exclusivo y personal, tiende a la idea de colección ya que, “el impulso fáunico, al ser reprimido, genera la manía coleccionista: se sustituye el harén real por uno de objetos inocentes e inofensivos”.
Lo interesante es que cada peldaño de esa evolución va generando una serie de diferencias. La más importante tiene que ver con la voz, con el uso de la palabra. Mientras que los faunos atacaban a sus víctimas en silencio, el demonio del catolicismo susurra al oído de los fieles algo vulnerables y dubitativos para impregnarlos de tentación y lograr así que sucumban. El Don Juan, por su parte, si bien está ligeramente basado en un personaje histórico y hace uso de la palabra parece más bien hablado por un deseo que desconoce, que le es ajeno y que no puede siquiera empezar a dominar. En ese sentido es Casanova, personaje ya cabalmente histórico, el que por primera vez logra hacer del fauno un sujeto de enunciación, además de convertirse, en muchos casos, en un referente de feministas y en un símbolo de la diversidad sexual de finales del siglo XX. Es que, a diferencia de la cuota de maldad, perversión y hasta cierto masoquismo que caracterizaba a Don Juan, Casanova logra dejar un excelente recuerdo en cada una de las mujeres que pasaron por su cama.
Para llegar a esas originales conclusiones, La pasión erótica va dando cuenta de la lúcida lectura de numerosos libros que también fomentarían esa genealogía, como Trópico de Cáncer de Henry Miller o el muy poco leído pero extraordinario Supermacho de Alfred Jarry que, efectivamente, trata sobre un record sexual. También da cuenta de obras pictóricas emblemáticas de la tradición fáunica como el Fauno Barberini, notable escultura griega de la época helenística que fuera restaurada por Bernini en el siglo XVII. También, y sobre todo, en el último capítulo dedicado al cuerpo pornográfico y su incidencia en Internet, Lissardi se mete con la fotografía, el arte contemporáneo y el cine, recordando por ejemplo la inolvidable escena de la manteca y el sexo anal en Ultimo tango en París. Este ensayo de Lissardi es una propuesta, una puesta en acto, una reflexión en progreso que, a veces, duda, se replantea algunas cuestiones y hasta es capaz de volver atrás en algunos razonamientos. Pero hay un momento en que Lissardi experimenta una especie de éxtasis, una forma de orgasmo, al dar con una cuestión que, efectivamente, parece autorizar, aceitar y legitimar su genealogía. Eso sucede al referirse a las altísimas posibilidades de que el personaje histórico de Casanova haya colaborado en la ópera Don Giovanni (es decir, Don Juan) de Mozart, estrenada en Praga en 1787. Ese es el punto de máxima explosión de un libro que logra hacer del conocimiento, la reflexión y la recepción de las múltiples ramas del arte un tentador asunto de alcobas.
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