Domingo, 14 de julio de 2013 | Hoy
La primera novela de Carlos Costa parte de una historia de herencia familiar para abrirse a una sugerente pluralidad narrativa.
Por Sebastián Basualdo
“Hubo un error de cálculo cuando el médico le aseguró a Marta que ayer sería la última noche y, por eso, viajamos, y estamos todavía hoy soportando el calor, los mosquitos y las incomodidades. ¿Cómo pudo haber vivido la tía Amanda todos estos años sin tan siquiera un ventilador? No es posible entender que hubiera prescindido de todo en la vida. Se está yendo sin quejarse, sin dar gastos, sin pedir compañía. Aquí, en el casco viejo de lo que fue la estancia”, dice Diego, el narrador de Marcapasos, primera novela de Carlos Costa, donde se plantea, en principio, la llegada de cuatro primos a una chacra en Entre Ríos, después de haber recibido el llamado telefónico de una casera que ya cansada de cuidar a una mujer enferma decide avisar a la familia. Sólo que los hombres tienen un propósito concreto para regresar al campo donde solían pasar los lentos veranos de la infancia: la herencia que dejará la tía Amanda al morir. “Quieren repartir la herencia ignorando la voluntad de Amanda. Necesitaban constatar si realmente yo tengo alguna documentación que diga que todas las hectáreas que aún quedan nos corresponden por sucesión a Eliana y a mí. Si hay algún papel firmado en nuestro favor, debería estar en esta casa.” A partir de ese momento, los primos se verán obligados a convivir bajo el techo de una misma ambición, desatando todo tipo de excentricidades y miserias; pronto se verán envueltos en una trama compleja donde la herencia tendrá todas las características de una verdad revelada. En principio, Diego tendrá que lidiar con el pasado cuando se imponga una confesión que no buscó ni quiso. “Se queda callada. Tal vez piense. Tal vez no quiera seguir hablando. Otra lágrima corre lenta por su cara rígida. Estoy parado en el medio de la habitación sin saber qué hacer. ‘Me acosté con tu papá’, dice de forma súbitamente clara”. La tía Amanda está convaleciente en su cama, no puede moverse ni abrir los ojos, pero tiene la suficiente lucidez como para pronunciar estas palabras que terminarán por darle un giro interesante a la historia. Porque será a partir de entonces que la muerte recorrerá las páginas amenazando con dejarlo todo inconcluso: un verano del ’76 irrumpirá con la ferocidad de lo que no debiera saberse nunca, de todas aquellas verdades que debieran mudarse con nosotros cuando morimos.
Una serie de cartas encontradas hacia el final quizá logren esclarecer la intriga que Marcapasos sostiene colmada de una violencia que parece a punto de estallar a cada instante, siempre bien arraigada en ese paisaje lento y casi estático de un campo que parece gritar lo que ya fue dicho hace mucho tiempo. La mujer digna de ser amada, aquella que alguna vez fue alegre y hermosa y solía meterse en el agua del tanque australiano a chapotear con los chicos, dejará de ser simplemente una tía que agoniza en su cama para convertirse en un ser tan enigmático y complejo como la vida misma.
Con una prosa sencilla y poética, Carlos Costa, sociólogo nacido en Gualeguaychú, propone algo más que una historia familiar signada por las ambiciones y los secretos. Intensa hasta la última página, la novela oscila entre la ironía, el humor y la violencia al ritmo de un marcapasos que funciona no sólo como un artificio para mantener con vida a una entrañable mujer sino como el pulso preciso, acaso como un corazón delator que tiene una verdad que decir antes de callar para siempre.
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