Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
Además de abarcar grandes períodos de la historia moderna, Eric Hobsbawm dedicó algunos libros a recordar gestas cotidianas de los héroes anónimos, a los resistentes y los rebeldes. En Gente poco corriente se destaca la presencia de los rompedores de máquinas en la Revolución Industrial, los protagonistas del amor libre y los músicos que hicieron el jazz, toda una cosmovisión de los pequeños relatos del siglo XX.
Por Gabriel D. Lerman
En su temprana celebración de la multiplicidad de relatos que un nuevo amanecer, generado por la influencia de los medios masivos de comunicación venía a prometer, La sociedad transparente de Gianni Vattimo quedó atrapado en una lectura que en seguida lo vinculó a un pasmoso error o, cuanto menos, ingenuidad. Sin embargo, habría que situarse en cierta apertura española de aquellos tempranos ochenta, ciertas rupturas de la cultura rock que aún perduraban y, sobre todo, los diversos efectos de la relajación de usos y costumbres de la cultura contemporánea respecto de las sexualidades, la familia, el trabajo, las profesiones y el arte para, al menos, comprender a qué se refería. Acaso la ilusión duró poco, acaso el filón experimental, tercerista o resistente de los medios quedó confinado a cierta producción alternativa, cuando no fue absorbida velozmente, por lo que, ahora se vislumbraba, era una nueva edad orgánica y transformadora del propio capitalismo, en la aceleración y extensión global de sus áreas de negocios. No obstante, es difícil no admitir a la sociedad contemporánea como un racimo de racimos cuyo pivote principal, su utopía escrita y declarada, es un proceso agudo de individuación. Una combinación de muerte del sujeto activo con expansión acérrima de un culto a múltiples y cotidianos “yo”, a un registro inmediatista de ese devenir creativo, deseante y doloroso del yo, o de los yo, que se mide a sí mismo bajo el prisma de un rating minuto a minuto.
En esa explosión del yo, que atraviesa la ropa, la literatura que escribimos, la música que escuchamos o producimos, el género de las pequeñas historias y las micro realidades, alcanzó la cima. La fama es puro cuento, sabemos. Las cimas y las cúspides, también. Pero también sabemos que alrededor de ciertos fetiches triunfan y claudican milongueras pretensiones. El encumbramiento sociológico y cultural del pequeño relato sobrevino a esa ruptura de los grandes relatos que auguraban los postestructuralistas, y que un Vattimo ochentoso celebró como el debilitamiento de los totalitarismos. Entre esa esperanza de las pequeñas historias y el nuevo nihilismo aterrador de la historia astillada hay demasiados grises para despachar en tan pocas líneas, pero hay, para decirlo pronto, una incomodidad del individuo. Y algo pasó en el mundo para que la utopía tecnológica se abrigue en un consuelo masivo de pocas palabras abigarradas y jocosas y tristes, por un lado, y casi nada o cero o muy poco de mundo real compartido, intercambio cuerpo a cuerpo, piel y calor humano, por otro.
Cuando Eric Hobsbawm compiló y publicó su libro de artículos Gente poco corriente en 1998, buena parte de esta suerte comunicacional del mundo ya estaba echada, pero aún persistía, para un hombre que vivió prácticamente un siglo, una idea de individuo. Nacido en Alejandría, Egipto, en 1917, a pocos meses de triunfar la revolución de los soviets, falleció hace menos de un año, el 1° de octubre pasado, en Londres, cuando probablemente haya llegado a conocer los últimos formatos de rebeliones contemporáneas acarreadas por mails masivos, citas a ciegas colectivas, inconformidad viral e insatisfacción imperecedera de estos, nuestros años presentes. Pero paradójicamente, o acaso en un ejercicio de última siembra, Hobsbawm intentó rescatar una noción de individuo o de pequeño relato que pudiera ser salvado de una idea de individuo éticamente borrado, carente de una singularidad por la cual, de algún modo, pudiera ser colectivamente relevante. La explosión de mosaicos, la multiplicidad de relatos, para él, no era un caleidoscopio de lucecitas brillantes en acrílicos transparentes. Era algo más. Para un hombre cuya obra escrita podía pesarse en kilos, emprender un libro como éste no significaba el armado de un grandes éxitos (aunque sí retoma algunos trabajos previos) ni una selección de mejores momentos de lo ya visto, sino, por el contrario, realizar un nuevo recorte que pusiera en valor otra cosa. Para un historiador marxista, cuyas obras sobre la historia moderna se apoyaban en visiones generales y procesuales, tomar veintitrés historias singulares y reunirlas en un larga duración implicaba un cambio de enfoque o, más aún, un giro de último momento. O una vuelta a sus primeros libros de la década del cincuenta como Rebeldes primitivos o The Jazz Scene. Sus vidas son tan interesantes como la suya y la mía, dice Hobsbawm sobre sus personajes, aunque nadie haya escrito sobre ellas. Algunos desempeñaron un papel en escenarios públicos pequeños, insiste, o locales: la calle, el poblado, la capilla, la delegación sindical, el ayuntamiento. Y el libro, tan fascinante como profuso en desvíos de pequeñas historias dentro de las pequeñas historias, cubre un arco que va desde la tradición obrera y de izquierdas con referencias a la fiesta del 1° de Mayo, a los destructores de máquinas, a los zapateros transgresores, a la vanguardia y al megáfono, entre otros, hasta los años sesenta, las guerrillas, Vietnam, la revolución y el sexo. La tercera parte, que retoma otros de sus escritos sobre jazz, será una delicia para quienes aún no los conozcan y puedan disfrutar de uno de los mejores historiadores de todos los tiempos escribiendo sobre Count Basie, Duke Ellington, el jazz y el swing, Billie Holiday, y el pueblo que baila, escucha, canta y también toca.
Lo más curioso es el último artículo, dedicado a Colón, los 500 años del 1492 y lo que entiende como un presente en el que ha finalizado la era de la “expansión de Europa” o la “euromegalomanía”. Se trata de un texto, como también los otros a su modo lo son, esencialmente británico en su escritura llana y ordenada, y comprometidamente ilustrado en su concepción esperanzada y bien dispuesta del mundo, aun desde un clasismo afinado y sinfónico. Pero allí dice que los cinco siglos no han sido iguales, que han pasado cosas que han transformado de plano al hombre blanco y europeo, y esos cambios culturales ya no tienen vuelta atrás. Pone como ejemplo que la mayor fiesta popular de los yanquis, la cena de Acción de Gracias, debe su contenido, el engullido del pavo, a los indios. Y que ese procedimiento, más que al pasado, alumbra un futuro desconocido, muy distinto al mundo anterior.
Los hombres y mujeres que han creado el 1° de Mayo, quienes se dedicaron a romper máquinas en plena Revolución Industrial, quienes ejercieron la revolución sexual, quienes rompieron madrugadas en sótanos de jazz estaban extraviados del curso o del tren de la historia, pero no tanto. Algo en ellos, en esa soledad absoluta del desamparo radical, hacía sonar, o negociar, un sonido de mañana mismo.
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