Muy tempranamente, Samuel Beckett se interesó en la obra de Proust y, en especial, en los temas del tiempo, la memoria y la costumbre. Por eso, en 1931 dio a conocer un ensayo donde revisitaba En busca del tiempo perdido, anticipando de paso una radiografía de sus propios intereses futuros como escritor.
› Por Sebastián Basualdo
Tenía apenas veinticinco años Samuel Beckett cuando, a través de Nancy Cunard, supo que la editorial Chatto & Windus estaba interesada en publicar un ensayo sobre Marcel Proust. El texto surgió con toda la fuerza que tiene una respuesta callada durante mucho tiempo: corría el año 1931, hacía nueve que el autor de En busca del tiempo perdido había fallecido y André Gide ya personificaba la imagen del curioso editor a quien se le escapa una obra maestra de entre las manos.
Influenciado por sus lecturas de Schopenhauer, el ensayo se abre como un abanico partiendo de la transformación que sufre el hombre en relación con una tríada conformada por el Tiempo, la Memoria y la Costumbre a lo largo de su vida. El tiempo, al igual que ese río que fluye para Heráclito, convierte al individuo en el escenario de un proceso constante de trasvase: las leyes de la memoria dependen de las leyes más generales de la costumbre; por eso las imágenes que escoge son tan arbitrarias como las que escoge la imaginación y estarían igual de alejadas de la realidad. “No existe gran diferencia, afirma Proust, entre el recuerdo de un sueño y el recuerdo de una realidad.” El autor de Esperando a Godot enfrenta los conceptos de memoria voluntaria e involuntaria para desarrollar el leitmotiv que nuclea el arte compositivo de Proust como experiencia mística. “La memoria involuntaria, no obstante, es una maga díscola que no admite presiones. Es ella quien escoge la hora y el lugar en que habrá de suceder el milagro. Ignoro cuántas veces se produce este milagro en Proust. Creo que en doce o trece ocasiones. Pero el primero –el famoso episodio de la magdalena mojada en té– justificaría ya de por sí la afirmación de que todo el libro es un monumento a la memoria involuntaria y a la epopeya de su acción.” Y en esa acción se encuentran los tópicos universales que progresivamente irán poblando el Paraíso Perdido que le permiten a Beckett plantear que, lejos de recobrarse, el tiempo sufre una aniquilación. De esta manera, En busca del tiempo perdido no traduciría entonces la imperante necesidad de recobrar el pasado, sino de instalar la conciencia en esa atemporalidad utópica que se llama eternidad. “Pero si esta experiencia mística comunica una esencia extratemporal, de ello se deriva que quien es objeto de la comunicación es momentáneamente un ser extratemporal. En consecuencia, la solución proustiana consiste en la negación del Tiempo y de la Muerte. Así las cosas, ahora, en la exaltación de su eternidad breve, después de salir de la oscuridad del tiempo y de la costumbre y de la pasión, él comprende la necesidad del arte.”
Siguiendo esta línea de pensamiento, Beckett nos recuerda el desprecio de Proust por los realistas y naturalistas “que rinden culto al detritus de la experiencia, satisfechos de transcribir la superficie” y discute abiertamente la tesis –muy en boga por entonces– del profesor alemán Robert Curtius, que aplicaba los conceptos de perspectivismo y del relativismo positivo como opuestos al relativismo negativo de finales del siglo XIX. “Creo que la expresión relativismo positivo es un oxímoron, estoy casi seguro de que no puede aplicarse a Proust y sé que ha salido del laboratorio de Heidelberg.” En contraste, Samuel Beckett pone de relevancia la veta romántica del escritor francés, lo define como impresionista y despliega una interesante opinión sobre los lugares de encuentro que hay entre los personajes de Proust y Dostoievski. “No trata de rehuir las implicaciones de su arte tal y como le han sido reveladas. Escribirá igual que ha vivido: en el Tiempo.”
Sumergido en un arrebato pasional como corresponde a todo joven escritor que se reconoce en sus hermanos espirituales, pero por sobre todas las cosas afianzado ya a esa prosa deslumbrante que lo convertirá en uno de los escritores más notables del siglo veinte, el ensayo sobre Proust de Samuel Beckett se adelanta y deja su impronta en la mayoría de los temas que con los años van a ocupar los textos críticos y las monografías universitarias. El libro cierra con tres diálogos que el autor irlandés mantuvo en 1949 con el crítico de arte Georges Duthuit a propósito de tres pintores, donde pone de manifiesto una interesante y controvertida concepción sobre el lugar que tiene la expresión en el arte.
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