En una nueva edición de la editorial mexicano-española Vaso Roto, La ópera fantasma de Mercedes Roffé no sólo permite una relectura, sino también una mayor y justa proyección en habla hispana.
› Por Mario Nosotti
Aquel lector que se acerque a esta nueva edición de La ópera fantasma (la primera fue en el sello Bajo la luna allá por 2006) sin conocer la obra anterior de Mercedes Roffé, no dejará de sorprenderse ante la contundencia y versatilidad de registros que el libro le propone. El resto ya conoce la voluntad de búsqueda y experimentación que recorre sus libros anteriores y la ubica como uno de los referentes de nuestra poesía.
La lengua de Roffé se recorta siempre nítida y contrastante, aunque trabaje cuestiones sutiles y de aristas múltiples, es decir, cosas que se resisten a cualquier fijación. Es como si dijera: por sobre lo imposible de hablar de esto, es posible escribirlo. Palabras que se inscriben al límite del blanco, abismándose en eso que no puede ser dicho, pero cuya pregnancia dice tanto como lo escrito mismo. La concepción poética de Roffé es claramente materialista en el sentido de que –como Marx develó– la conciencia es lenguaje, y ese lenguaje instaura, recorta, pero a la vez constantemente muta, se deshace en lo que viene, porque siempre funciona en una relación de fuerzas, con otras palabras y con vectores que están más allá del discurso. Es esta mutación de los símbolos plenos lo que Roffé registra en su poesía. La palabra poética siempre está en otra lengua porque “en su plenitud el símbolo/se desvanece”.
El libro (cuyo título y carácter orgánico se inspiran en la ópera del compositor chino Tam Dun) se divide en dos partes: “Aproximaciones a la boca del rey”, donde Roffé trabaja el lenguaje en su función fundante y “La ópera fantasma”, donde los poemas serían una especie de meditación –o visualización, según palabras de la autora– a partir de obras pictóricas y musicales concretas.
En “El Lago (Chances are)”, la primera de las tres partes en las que se subdivide “Aproximaciones a la boca del rey”, las palabras se ubican en el blanco de la hoja como explorando el silencio inaudito; el verbo es la “corpórea insurrección” que de algún modo le advierte al lector que ingresa en tierra incógnita. Y es que, partiendo del trabajo e interés de la autora en ciertos textos de la tradición oral y de tradiciones no occidentales, el libro se abre a una experimentación con formas y modos de ver que interrogan nuestros propios paradigmas culturales. Paradójicamente, la incursión en lo ajeno vivifica y pone a producir sentido a aquello que por tan cercano damos por sobreentendido. Esto es lo que sucede en las “Definiciones Mayas”, donde el despliegue de usos y sentidos de ciertas expresiones (a veces, también, entonces, paisaje) permite redescubrir la multivocidad oculta y el sustrato poético de las mismas. Algo similar a lo que ocurre en “Situaciones: eventos y conjuros”, donde a partir de determinadas condiciones se pone a funcionar un teatro de objetos, gestos y operaciones que permiten captar automatismos, conjunciones de fuerzas que exceden al sujeto y su voluntarismo.
“La Opera fantasma” –segunda parte del libro– se conforma asimismo con “Teoría de los colores” y “El pájaro de fuego”, donde pintura y música, respectivamente, le sirven al poeta en la transmutación de aquello que “sin habla y sin palabras/aun así su voz se oye”. Mirar y ser mirado por medio de ese juego resonante que vincula pintura (O. Redon, Magritte, Hopper, Remedios Varo), música (Bach, Schoenberg, Arvo Pärt, Gorecki) y literatura (Ashbery, Futoransky, Shakespeare). En poemas que avanzan a través de repeticiones y cortes de verso que percuten un ritmo, el sujeto poético descubre una forma aleatoria de percibir el mundo: “he perdido el hábito de entrar/a no ser por los ojos/por la voz”.
Es esa “disimulación que aparece” –como dice la cita de Blanchot– lo que Roffé ausculta en los procedimientos del lenguaje, pero también en el despliegue de las situaciones, la pintura y la música. Con poemas que son como instantáneas de una ola que crece, Roffé logra un efecto milagroso: por un lado atrapa el movimiento con vocablos de una aleación precisa –propia de los objetos, las enumeraciones–; por el otro, descompone la apretada materia para mostrar el juego de átomos en danza.
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