Audur Ava Olafsdóttir es una escritora irlandesa que en su novela Rosa candida logra con eficacia construir una voz masculina en un mundo familiar hegemonizado por la figura de una madre omnipresente, justo desde el momento en que ella muere.
› Por Juan Pablo Bertazza
En los últimos días, Islandia fue noticia, básicamente, por dos cuestiones: el Fondo Monetario Internacional celebró de viva voz la notable recuperación económica del país desde que dejó caer a sus bancos en el contexto de la explosión de la burbuja financiera en 2008. La otra noticia es que Thingvellir, un valle situado al suroeste del país, fue elegido como una de las locaciones de la cuarta temporada de Game of Thrones, que se estrenará en Estados Unidos en seis meses. Ya se filtraron, de hecho, algunas imágenes y datos curiosos que remiten a la extrañeza de Islandia (para nosotros, por supuesto) como, por ejemplo, el hecho de que como sus caballos son bastante chicos, se tomó la decisión de filmarlos desde lejos.
En el ámbito de las letras, la nota la viene dando desde hace algún tiempo la escritora Audur Ava Olafsdóttir, cuya tercera novela, Rosa candida viene cosechando premios a lo largo de todo el mundo. Lo de la cosecha, por supuesto, no es capricho y tiene que ver con uno de los personajes más fuertes de este libro que, paradójicamente, brilla por su ausencia: la madre de una familia matriarcal que cultivaba flores en un invernadero ubicado en la parte de atrás de su domicilio y acaba de morir en un accidente de tránsito. Como consecuencia, sus familiares pasan los días dominados por una atmósfera extrañada, como viviendo en cámara lenta. Entre ellos, Arnljótur, un joven de veintidós años que, poco después de la tragedia, decide cambiar de aire y deja a su papá, a su hermano gemelo –autista o demasiado callado y con el que no se parece ni siquiera a nivel físico– y a una beba que concibió junto a una cuasi extraña, durante una también extraña noche, sintomáticamente en el vivero donde solía encontrarse a dialogar con su madre. En ese viaje cuyo destino será tratar de ordenar un poco la cabeza, Arnljótur lleva, de hecho, una carpeta repleta de esquejes de esa variedad extraordinaria de rosa que da título al libro y que se destaca por no tener espinas pero sí ocho pétalos redondeados de un color que resulta imposible precisar.
Tras deambular por diversos hospedajes y episodios, sin perder contacto telefónico con su padre (con el que detesta, sin embargo, hablar), Arnljótur recala en un monasterio en decadencia donde se ocupará de recuperar el prestigio de un majestuoso jardín de rosas celestiales.
Aunque en la novela no hay ningún tipo de precisión geográfica, se supone que la ciudad de partida es Reikiavik (donde, de hecho, nació la autora) mientras que el lugar de destino (donde está el monasterio) es un pueblo de un país al que se llega después de emplear un avión, cuatro trenes y un auto. En ese pueblo se habla un dialecto en peligro de extinción y, para colmo de males, hay un grave problema poblacional por la ausencia de jóvenes.
Rosa candida es un libro muy extraño, y no solo porque proviene de Islandia. Está plagado de descripciones de todo tipo aunque el lapso en que transcurre la narración es muy breve. Es una novela lenta pero llevadera, una historia sin emociones fuertes pero con un trasfondo inquietante, y su escritura es muy simple, sin ninguna pretensión poética pero, al mismo tiempo, capaz de dar cuenta de la belleza del mundo y de las relaciones humanas. Es, sobre todas las cosas, una novela agridulce y plagada de simetrías entre la vida y la muerte, concentrada en ese punto intermedio entre el acá y el más allá que constituye la descendencia: así como la muerte de la madre coincide con el nacimiento de la hija de Arnljótur, los esquejes que lleva en su bolso simbolizan también el transplante, la vida como un elemento portátil.
También hay un contraste entre el amor y el desamor, pero no en el sentido habitual y eso, acaso, tal vez sí tenga que ver con la procedencia de su autora. En general, la literatura más cercana a nosotros recorre el camino que va del amor al desamor. Lo que propone Rosa candida es, exactamente, lo inverso. Arnljótur emprende su viaje sintiendo casi indiferencia hacia la madre de su hija –así llama él a esa mujer que, dicho sea de paso, se dedica al estudio de la genética– pero, en determinado momento, la situación cambia de manera rotunda. Un triángulo amoroso también en un sentido distinto del habitual: no se sabe si él se termina enamorando de ella por su hija o si, finalmente, se hace cargo como padre por amor a esa mujer.
En otro orden de cosas, que una escritora pueda, a esta altura, escribir en una primera persona masculina no constituye ninguna novedad. Pero Olafsdóttir logra en Rosa candida algo extraño: construye una sensibilidad masculina alejada de cualquier estereotipo pero, a su vez, muy vigente, muy actual, muy certera.
Si toda novela constituye la travesía hacia algún puerto, el que está del otro lado de la lectura de Rosa candida podría resumirse invirtiendo los términos del título: la cándida rosa es, precisamente, un lugar del Paraíso, es decir, de la tercera parte de La Divina Comedia. En aquel anfiteatro –cuyas filas y secciones estaban dispuestas en forma de rosa–se encontraban las cándidas almas del Paraíso.
Todos los personajes de esta novela –aun los que pueden no caer tan simpáticos– parecen sacados de ese lugar y hacen de esta obra un libro inocente, sí, pero para nada ingenuo.
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