Domingo, 18 de agosto de 2013 | Hoy
Entrelazados con citas de los evangelios apócrifos, los poemas de Marina Serrano llevan adelante una variedad de registros en busca de una desnuda revelación.
Por Susana Cella
Además de los cuatro evangelios denominados canónicos (Mateo, Lucas, Marcos y Juan), existe una cantidad de escritos sobre la vida y tiempos de Cristo que se conocen con el nombre genérico de evangelios apócrifos. Fragmentos de unos y otros forman en este poemario de Marina Serrano un sistema de epígrafes continuo puesto en interlocución con los versos que, como inspiración o rebelión, parecen fuerzas desencadenantes de cada uno de los poemas alimentados por la cita que los inicia, y que sirve a conformar una unidad lírica. El título La única cosa necesaria se atribuye a una sentencia de Jesús, y eso de que pocas cosas en el mundo sirven para la única cosa necesaria induce a buscar la relación planteada ostentosamente en las sucesivas evocaciones que se atreven a exponer lo permitido y lo prohibido (canónicos y apócrifos) para mentar lo que significa “evangelio”, esto es, buena noticia. Sin embargo, eso queda en significativo entredicho ante los devenires y contradicciones de las escrituras (sin mayúsculas que privilegien unas sobre otras). Y con todo, lo que se realza es la cualidad de lo necesario y de la “cosa”, lo cual queda amplificado apenas se tiene en cuenta lo que uno y otro término convocan en cuanto a significaciones e interpretaciones en el espesor de registros mostrados como indicios en las referencias y resignificados en los poemas.
Vale señalar que “apócrifo” etimológicamente conlleva no a una idea de falsedad sino a lo encriptado o sugerido, tal como estos poemas efectivamente actúan y actualizan al desgranar escenas vinculadas con el nacimiento, la paternidad y la maternidad, y que así involucran —acorde con algunas de esas narraciones referidas— etapas de la vida.
Los poemas no se resuelven en un abstracto discurrir por tales rumbos. Lo carnal se evidencia en episodios infantiles en toda su violencia, en las desatadas pasiones: “uno de los niños”, dice el Evangelio del Pseudo Mateo, “hijo del diablo, obstruyó por envidia las salidas del agua y destruyó lo que Jesús había hecho”. De ahí pasamos al poema que pone de relieve el cuerpo, “la caída en los intestinos, el estómago/ el diafragma, pulmones que colapsan/ durante la penetración/ desnudos entre líquidos tibios”. Y más, las correlaciones evangélicas se anudan con aquello que remite a experiencia vivida en el diálogo entre lo aludido y la implantación de una primera persona que evoca en este marco su propia historia. Se cuela entonces otra narrativa ligada a la virulencia donde los elementos minerales juegan su partida con el cuerpo fraccionado en denominaciones médicas, en la mención de concretas sustancias, siempre encarnadas: “Apófisis espinosas y bífidas bajo un pie/ Contusión que sucedió”.
Ríspido, acicateado, el cuerpo resiste las incursiones de la destrucción: “No opinen sobre la vida, engendros.” O en la invocación reiterada: “Por qué Simón, llamado Pedro/ hiciste que el enemigo viviera dentro de mí”, continuada hasta el final de este trayecto por recabar alguna sabiduría. No otra cosa parece proponer este poemario, en su desnuda revelación, en una cima u hondonada que no se requiebra en la tranquilidad de una salvación asegurada, sino que por el contrario, parece exponer la fractura, la desesperanza y, sin embargo, la quieta presencia de algo que garantice su sentido. Y todo esto plasmado en cortantes imágenes, en apelaciones que a veces son denuesto y otras ruego, con una lengua decantada y ofrecida a la intemperie de lo que esos textos dicen y de cuánto queda inscripto en actos que son pasiones, que son sacrificio u ofrenda, que son pura materia viva.
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