Un recorrido por el periodismo, la moda y la literatura en el período en que los aires emancipatorios desafiaron las estructuras culturales e ideológicas de la colonia. En Cuando lo nuevo conquistó América, Víctor Goldgel supera el enfoque académico para interpelar el sentido de la novedad en los tiempos de giros y cambios de la modernidad.
› Por Gabriel D. Lerman
No siempre el presente político y cultural alumbra de un modo direccionado o lineal las lecturas sobre el pasado, o no necesariamente hay un correlato inmediato de lo que el presente produce, interpela o desempolva en su relación con lo histórico. La historia cultural, de las ideas, la apertura de los temas tradicionales académicos a nuevos enfoques, ha sido uno de los hallazgos científicos de las últimas décadas, todo un régimen institucional de investigación, pero no siempre la amplísima producción disciplinaria, capilar, ensanchada, microscópica, logra dar en la tecla, anclar en aguas profundas. Volver una y otra vez sobre temas ya vistos, aunque corriendo la lente unos centímetros, parece ser una estrategia útil para la reproducción de un tipo de intelectual que ha aumentado su validación intramuros y, a la vez, olvidado casi por completo algún esquema de intervención cultural extrauniversitario. Pero la renovación política de los marcos teóricos, de las referencias, brilla por su ausencia. Cuando lo nuevo conquistó América, de Víctor Goldgel, en este sentido, cumple a rajatabla las condiciones de factura y resultado óptimos que todo jurado de tesis le reclamaría, sustenta su análisis en una adecuada corrección político-académica y, sin embargo, cuando podría sonar a canción trillada, logra rescatarse para señalar elementos de mayor interpelación. Por empezar, produce un tipo de desplazamiento en el enfoque histórico –que un prólogo de Tulio Halperin Donghi subraya– en cuanto a tomar en cuenta para el análisis las condiciones materiales de circulación de los discursos, un tipo de trabajo que le viene por su abundante relación con el mundo universitario norteamericano y, vecino de esto, por la aceptación creciente de un espacio epistemológico de las ciencias sociales que va de historia a letras, de sociología a antropología, que empieza a admitir la larga influencia en las últimas décadas de las ciencias de la comunicación y de ciertos dispositivos de análisis del lenguaje que provienen del psicoanálisis. Quiero decir, lo que una cultura contemporánea ha producido intelectualmente respecto de las condiciones de producción y circulación de los discursos, del análisis propiamente semiológico, donde pensar la dinámica comunicacional de una proclama, un libelo, una novela, se vuelve iluminador para historiadores avezados en trabajos de archivo. De este modo, Goldgel le da a su pregunta de investigación un despliegue interesante, ya que la somete un estricto recorrido por tres ámbitos culturales que, de no mediar un orden conceptual promovido recientemente, perdería anclaje: el periodismo, la moda y la literatura. En concreto, la pregunta de Goldgel es cuál sería la historia de la centralidad de lo nuevo como criterio de valor en nuestra cultura, a partir del período independiente. En qué momento empieza a ser posible, por ejemplo, descalificar un libro por viejo, bajo qué condiciones se vuelve indispensable “estar al día”.
Goldgel revisa la relación entre ruptura y continuidad respecto del mundo colonial que adopta el clima cultural del Río de la Plata, Chile y Cuba hacia fines del siglo XVIII, y sugiere que las expresiones de cambio, de anhelo de la novedad, se acentuaron en regiones donde el arraigo de lo español era menor a otras zonas del continente. Preocupaciones por lo actual, rasgo modernista primordial, se encuentran en las tempranas referencias a la moda, al estilo de vida, al lugar del amor y la existencia, a la relación del hombre y su circunstancia, en una reflexión avanzada sobre el individuo. La preocupación por el consumo y por el deseo parecieran ser, entonces, las primeras pinceladas de un mundo que abandona tutorías, y donde la ruptura con el pasado colonial adquiere una fuerza semejante a la ruptura ilustrada europea con el cosmos y la organización religiosa. El gesto modernista en América alude al corrimiento de velos que liberan una sombra gubernamental anterior, la regencia omnipresente de un poder vertical. El surgimiento de estos debates en periódicos impresos de fácil lectura supuso el cambio, también, en el modo de escribir: una mudanza obligada de la palabra. “Los debates acerca de la prosa acelerada –dice Goldgel– variada y simplificada, característica de este nuevo medio, establecieron algunos de los cimientos para discusiones posteriores en torno de formas literarias emergentes, como la novela.”
Con el surgimiento de una conciencia histórica que privilegiaba las expectativas por sobre la experiencia, en palabras de Reinhart Koselleck, el periodismo hispanoamericano se vio asociado a una retórica que privilegiaba la ruptura con la tradición cultural. A su vez, la literatura del nuevo mundo expresó un deseo de “ver y hacer” ese mundo nuevo, celebrando la potencialidad, los nutrientes de la tierra, el paisaje, la fauna, y su riqueza material inexplorada. La manifestación estética puede leerse como la costura, la bisagra simbólica que vincula el discurso filosófico ilustrado con la literatura. Esa literatura parece ser un momento necesario para el progreso material. De ese modo, el romanticismo adquiere aquí un doble apasionamiento: a la exaltación del individuo sensible en contacto directo con sus tripas y con la naturaleza, se le impregna una oda al ambiente, al ecosistema como territorio nuevo, extenso y desconocido. Una suerte de romanticismo explorador. La supuesta diferencia entre lo útil y lo bello no es más que un momento del dispositivo retórico de la emancipación, es decir, la construcción de un discurso social que sustenta un orden nuevo, deseable y efectivo, sobre las tierras independizadas.
Goldgel se pregunta de qué manera las independencias nacionales incorporaron la sed por las novedades, la obsesiva ampliación del horizonte del progreso, y cómo, sin embargo, hacia 1830, el romanticismo americano expresará ya un desasosiego (Echeverría), una sospecha sobre la agitación perpetua de los espíritus inquietos, que impide el arraigo de la buena semilla. Las ideas del fastidio, la sinrazón o el extravío vendrían a expresar la duda, como respuesta, a esa aceleración positiva hacia un futuro enclavado más allá. Un tedio telúrico, de la llanura, que abre entonces un halo sombrío sobre la modernidad de este lado del mundo. Fuerzas morales que se sacuden tutelas anteriores son esclavas ahora, ya sin pasado, del futuro promisorio.
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