Ronald Firbank fue uno de los secretos bien guardados tanto de la corona británica, como de la era victoriana y la ciudad de Londres. Pero gracias a una traducción de Sergio Pitol, a mediados de los años ’80, salió del anonimato y se pudo volver a acceder a sus fábulas barrocas y aún actuales.
› Por Sebastián Basualdo
Un auténtico dandy, Ronald Firbank pertenece a esa clase de escritores cuya vida, intensa y breve, respalda la importancia de su obra. Hijo pródigo de un magnate ferroviario inglés, Arthur Annesley Ronald Firbank nació en Londres en 1926 y murió en Roma cuarenta años más tarde. Alcohólico y siempre delicado de salud, tuvo la mala idea de ser homosexual bajo la moral victoriana inglesa y el despropósito de renegar de la parcela que el protestantismo le tenía reservada en el paraíso convirtiéndose al catolicismo. Viajó muchísimo, abandonó sus estudios en Cambridge y recorrió la costa mediterránea, el Caribe y el norte de Africa; pero, por sobre todas las cosas, escribió cuentos, obras de teatro y novelas. Durante muchos años, su nombre resonó como un eco en la oscuridad: un escritor muy conocido que casi nadie había vuelto a leer. A mediados de la década del ochenta, Sergio Pitol traduce la novela En torno de las excentricidades del Cardenal Pirelli y desde entonces surge una especie de revaloración para este excéntrico y talentoso escritor que pasó de ser uno de esos casos de rara avis dentro de la literatura inglesa a convertirse en autor canónico que inaugura toda una manera de concebir la literatura contemporánea. La literatura de Ronald Firbank tiene la virtud de incomodar rápidamente, no tanto por la temática de sus obras como por el hecho de estar cimentada en un estilo barroco que por momentos exaspera. “Supongo que el origen de La flor pisoteada es oriental, aunque la acción se desarrolla en una Viena imaginaria”, escribió Ronald Firbank a modo de prefacio. “La idea nació en Argelia mientras escribía Santal. Una noche (más bien una madrugada) mientras apagaban las luces de un restaurante en Argel, una mujer, sin duda norteamericana, entró con aire despreocupado y se dejó caer con serena elegancia en una mesa no demasiado alejada de la mía. ‘Su Majestad Somnolienta, la Reina’, murmuré para mis adentros. Más tarde, en la calle, observé a un muchacho árabe que dormitaba a orillas del mar bajo la luz radiante del amanecer. ‘Su Flaqueza Real, el Príncipe’, volví a murmurar para mis adentros. Y de esos dos nombres nació la flor pisoteada. Su Flaqueza Real, o su simulacro, aparecía por doquier: todos tenían aspecto de príncipes, eran espléndidos muchachos con aire cansado, ¡más cansado que el mío! Y Su Flaqueza Real me recordó a Su Majestad Somnolienta y luego, con bastante naturalidad y modestia, figuras y objetos empezaron a tomar cuerpo alrededor de ellos. Las damas de honor de la reina, sus caóticas doncellas, el palacio, los muebles, los jardines y sobre todo las ambiciones que Su Majestad Somnolienta la Reina abrigaba para Su Flaqueza Real, el Príncipe.”
La historia de La flor pisoteada es fluctuante y caótica por momentos, algo muy característico en el estilo Firbank: su gran capacidad para disociar la trama en función de pequeños núcleos narrativos creados por todo tipo de personajes extravagantes que dialogan mientras deambulan por palacios y embajadas o se desesperan por ser invitados a bailes y banquetes, todos abrumados por los dictámenes del Dios del chic, donde no faltan doncellas adornadas de finas alhajas y perritos falderos. En torno de la figura de una mujer excéntrica llamada Mademoiselle de Nazianzi y su historia de amor con el príncipe Yousef, Ronald Firbank satiriza la monarquía europea ambientándola en un país imaginario llamado Pisuerga. “La reina yacía en un diván con los ojos cerrados y fatigados. Aunque el matrimonio morganático de su hijo ya no le preocupaba, no podía evitar sentir, ahora que el destino del príncipe estaba sellado, que él tal vez merecía algo mejor. El linaje de la novia no era nada del otro mundo: de hecho, ella misma había tenido la amabilidad de cubrir con un manto de silencio a unos tatarabuelos del año 17, y en cuanto al resto, eran estafadores o gente comunes y corrientes que se sentían más cómodas en un establo que en un salón.” Publicada en 1923, La flor pisoteada resulta tan actual que sorprende; poética hasta desnudar la frivolidad de lo suntuoso, podría ser leída como una crítica feroz a las monarquías parlamentarias que aún hoy andan desperdigadas por muchos países europeos.
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