Domingo, 10 de noviembre de 2013 | Hoy
La cuarta novela de John Green, uno de los más prometedores autores de novelas juveniles de Estados Unidos, le escapa a todo encasillamiento de género y público: con una protagonista poderosa, Hazel, la adolescente enferma de cáncer, un tono lleno de humor, ternura y ni un renglón de condescendencia, Bajo la misma estrella se las arregla para contar un amor imposible, homenajear a David Foster Wallace y al mismo tiempo reflexionar sobre el arte de contar y de leer historias.
Por Martín Pérez
“Cuando leemos un folleto sobre el cáncer, una página web o lo que sea, vemos que sistemáticamente incluyen la depresión entre los efectos colaterales del cáncer”, cuenta Hazel Grace, una joven de dieciséis años que está deprimida, pero no por razones estrictamente existenciales, atribuibles a la edad y subsanables con el tiempo. “En realidad la depresión no es un efecto colateral del cáncer. La depresión es un efecto colateral de estar muriéndose”, termina de explicar con un dejo de humor negro la narradora de Bajo la misma estrella, la novela que transformó al escritor norteamericano John Green en una celebridad, una fama que cuando se estrene la adaptación cinematográfica seguramente se multiplicará. Alcanza con la primera página del libro para descubrir las razones por las que pudo haber sucedido algo así. Porque son todas las líneas que necesita Hazel para contar que, para combatir su depresión, además de cambiar la medicación que complementa su tratamiento contra el cáncer, su preocupada madre ha decidido inscribirla en un grupo de apoyo semanal integrado por un elenco cambiante de personajes en diversos estadios de enfermedad oncológica. “¿Por qué el elenco era cambiante?”, se pregunta Hazel. “Un efecto colateral de estar muriéndose”, es su respuesta, que dobla la negra apuesta de su reflexión inicial.
Hasta la publicación de la tierna, increíblemente graciosa y para nada condescendiente Bajo la misma estrella, su cuarta novela, a comienzos del año pasado, John Green era considerado un prometedor autor de novelas de iniciación juveniles, que mantenía con su hermano un videocanal de charlas en YouTube bastante exitoso, al punto de que era la fuente de la mitad de sus ingresos. Antes de dedicarse a la literatura, Green había pensado entregarse a la religión, pero decidió que su vocación era contar historias para jóvenes, un camino que comenzó realizando reseñas, y luego publicando libros que primero llamaron la atención de sus colegas críticos, y luego del gran público juvenil. “Creo que cualquiera que escriba sobre adolescentes lo hace de alguna manera a la sombra de Salinger”, confesaba Green, cuyo primer personaje protagónico –Miles, que narra Looking for Alaska (2005), su primera novela– había sido comparado con el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno. Pero con Bajo la misma estrella, incluida en la mayoría de las listas de los mejores libros del año pasado, sin importar su procedencia, Green ha logrado finalmente saltar por sobre los decorados de la novela juvenil y ser leído por toda clase de público.
Semejante logro es fruto de la fascinante voz de Hazel Grace, protagonista de una novela irresistible, en la que Green logra rebatir todos los tópicos de cualquier obra sobre el cáncer, haciendo lo mismo que venía haciendo en sus novelas juveniles: no menospreciar nunca ni a sus personajes ni a sus posibles lectores. Cualquier intento de resumir la trama de Bajo la misma estrella –chica con cáncer conoce chico con cáncer en un grupo de apoyo para pacientes terminales– sólo conseguirá transformarla en algo que pocos se tomarían el trabajo de leer, salvo quien tenga un interés específico en su temática. Pero, siendo básicamente ése el punto de partida de su trama, el trabajo de Green es, primero, hacer interesantes a sus protagonistas más allá de su historia. Y tanto Hazel Green como Augustus Waters ciertamente lo son. Desde el primer momento hacen gala de una honestidad brutal consigo mismos y con quienes los rodean, algo que demuestra Hazel cuando se niega a utilizar el ascensor para llegar al grupo de apoyo, pese al tanque de oxígeno que siempre debe llevar con ella. “El ascensor es para los que están en las últimas”, explica, al tiempo que confiesa la competitividad que se manifiesta entre los integrantes del grupo, que no sólo luchan contra su enfermedad, sino contra los demás. “Cuando te dicen que tenés veinte por ciento de posibilidades de vivir cinco años más, entran en juego las matemáticas y calculás que es una posibilidad de cada cinco”, cuenta Hazel. “Así que mirás alrededor y pensás lo que pensaría cualquier persona sana: tengo que durar más que cuatro de estos cabrones.”
Si bien Hazel era la bonita de su curso de secundario a la que le descubrieron un cáncer de tiroides que ahora le ha tomado los pulmones y se mantiene viva gracias a una medicación experimental, y Augustus era un prometedor basquetbolista al que le han terminado amputando una pierna y con ella su probable carrera, los dos no dejan de ser como cualquier adolescente: Hazel mira realities de modelos y Gus se dedica a los videojuegos. Apenas se conocen en el grupo de apoyo, se prestan sus libros preferidos. Augustus le da a Hazel un mamotreto ilegible –pero que ella lee con ganas, e inclusive consigue la segunda parte– que noveliza su videojuego preferido, y ella le pasa un libro que es casi lo más importante que le ha pasado en su vida. Es una novela narrada en primera persona por una chica que tiene cáncer, escrita por un tal Peter van Houten, un autor que para Hazel es la única persona en el mundo que a) parece entender qué es estar muriéndose, y b) no está muerto. Se llama Un dolor imperial, y es la única obra de Van Houten, que vive exiliado en Amsterdam, sin dar señales de vida ante el mundo editorial. O ante Hazel, que le escribe regularmente cartas, porque ha quedado intrigada con el contundente final de la novela, que termina en mitad de una frase. Hazel respeta esa decisión –después de todo, supone, la vida termina de esa manera– pero está obsesionada por saber qué es lo que ha pasado con el resto de los personajes.
Novela sobre un amor realmente imposible, y al mismo tiempo una reflexión sobre el arte de contar –y de leer– historias, Bajo la misma estrella es una novela que Green –admirador confeso de la obra de David Foster Wallace, cuya novela La broma infinita ha homenajeado en ciertas referencias sobre Un dolor imperial– ha confesado haber querido escribir desde antes de decidirse por la escritura, cuando coordinaba un grupo de autoayuda de pacientes terminales. Pero recién pudo terminarla una década más tarde, cuando encontró la voz de Hazel, que homenajea a la joven a la que está dedicado el libro, Esther Eearl, una amiga que murió de cáncer en 2010. Y es una voz tan poderosa, que aunque la novela finalmente termine encarnando lo que desde el principio no quiso ser, su drama terminal –con varias vueltas de tuerca que no es cuestión de revelar acá– se recorre entonces con ganas, en honor a esa voz, a su cero condescendencia, a todos sus personajes. Hay que advertirlo: lo que decididamente no los honra es la traducción, que privilegia la lectura juvenil, plagada de coloquialismos españoles (antes se los sufría en las novelas de Bukowski, ahora en las juveniles) y abundantes simplificaciones, que conspiran –al menos– contra una lectura adulta. Un detalle no menor para una obra que, justamente, ha llamado la atención mundial por haber alcanzado a toda clase de público, e inclusive Random House ha creado un sello ad hoc –Nube de Tinta– para intentar escapar de los encasillamientos a la hora de presentarla ante los lectores de habla hispana.
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